En las últimas semanas, una de las muchas dudas que este mal ha suscitado es si el agente patógeno que lo causa puede mutar y, en caso de hacerlo, si tal cosa lo haría más peligroso. Pero para dar respuesta a esta pregunta, primero hay que entender a qué nos enfrentamos.
El genoma del SARS-CoV-2, que pertenece a la familia de los betacoronavirus, está formado por una única cadena de ácido ribonucleico (ARN) compuesta por unos 30 000 nucleótidos –las moléculas orgánicas que constituyen sus piezas básicas–. También existen virus de ADN, pero los de ARN experimentan mutaciones con más frecuencia. Esto ocurre porque, a diferencia de los primeros, carecen de mecanismos que permitan corregir los errores que pueden surgir durante el proceso de replicación.
No obstante, según explica Raúl Ortiz de Lejarazu, profesor de Microbiología y director emérito del Centro Nacional de Gripe, el genoma del SARS-CoV-2 es tan grande –se cuenta entre los mayores de su tipo– que algunas partes del mismo permanecen más estables, por lo que su capacidad de mutación sería menor que la de la mayoría de los virus de ARN. A ello contribuiría, además, que sí parece contar con un sistema de corrección de fallos, como apuntan algunos estudios.
“De todos modos, la presencia de una o varias mutaciones no implica necesariamente que vaya a ser más letal”, puntualiza Ortiz de Lejarazu. De hecho, hasta ahora, ninguna de las que ha presentado el SARS-CoV-2 puede relacionarse con ello; ni siquiera parece que favorezcan su capacidad infecciosa o aumenten la diferencia antigénica, es decir, la habilidad del virus de impedir que el sistema inmune del huésped lo identifique fácilmente y lo destruya con rapidez. Es más, es posible, incluso, que se produzcan mutaciones que hagan que el virus evolucione hacia formas menos agresivas.
En todo caso, conocerlas nos puede aportar datos muy importantes para intentar determinar su origen o cómo se ha propagado, lo que los expertos denominan la trazabilidad del virus. “Esta se hace analizando su genoma y comparándolo con otras secuencias que ya están publicadas”, apunta Ortiz de Lejarazu.
La OMS ha registrado 35 posibles vacunas para tratar de combatir el SARS-CoV-2, pero, por el momento, aún se encuentran en estudio, por lo que habrá que esperar para saber si podrán administrarse. Entonces, ¿cuándo podríamos contar con una? Los expertos aclaran que no será inmediatamente. Después de llevar a cabo la investigación básica en laboratorio y averiguar qué antígenos podrían ser útiles para prevenir la enfermedad –las sustancias que inducen en el organismo una respuesta inmunitaria y hacen que se generen anticuerpos–, es preciso experimentar en cultivos de tejidos y en animales; es la llamada fase preclínica. Si esta es exitosa, se da paso a la clínica, donde la vacuna candidata es testada en humanos. Ortiz de Lejarazu lo explica: “Las primeras pruebas son de seguridad, para ver si realmente se consigue la protección deseada y si las dosis son las adecuadas”. Sin embargo, desde que se administra la citada vacuna candidata hasta que se genera inmunidad, pueden pasar entre tres y cuatro semanas.
A continuación, llegan los ensayos en las fases II, III y IV, en los que se busca la optimización de los procesos y se llevan a cabo pruebas con grupos más grandes de población y en personas de edades más avanzadas. Por último, aún habría que obtener las aprobaciones por parte de las agencias de medicamentos de cada país. Solo así sería posible iniciar la producción a gran escala del tratamiento y su distribución
Prototipos de vacunas
Desde que se tuvo conocimiento del brote de COVID-19 en Wuhan, el Centro Nacional de Biotecnología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CNB-CSIC), bajo la coordinación del virólogo Luis Enjuanes, inició los trámites para producir una vacuna. “El equipo de Enjuanes intenta desarrollar un coronavirus atenuado mediante ingeniería genética”, resalta Mariano Esteban Rodríguez, jefe del Grupo Poxvirus y Vacunas en el CNB-CSIC y consejero de la Fundación Gadea por la Ciencia. Los miembros del laboratorio a cargo de este experto también trabajan en una vacuna, en su caso basada en vectores virales. En esencia, se trata de usar un virus modificado que hace de vehículo para introducir material genético en el núcleo de una célula. De este modo, cuando penetra en el organismo suscita una respuesta inmune y se generan anticuerpos.
Algunos investigadores tratan de usar una versión débil del virus para activar una respuesta inmune en el organismo.
Las vacunas atenuadas suelen ser las más eficaces, pues permiten desarrollar inmunidad frente a todos los componentes virales. En ellas, el virus está tan debilitado que nuestras defensas naturales, si están sanas, podrán derrotarlo fácilmente. Pero no son las únicas que existen. Las vacunas de ácido nucleico, creadas a partir de ADN y ARN, producen el antígeno en el propio cuerpo. “Las de ARN, en concreto, son muy seguras; no tienen efectos adversos y están demostrando ser eficaces en ciertos casos de cáncer y contra determinados patógenos. De hecho, ya se están ensayando en fases clínicas frente al coronavirus”, afirma Esteban Rodríguez. También es posible utilizar antígenos purificados. Estos, según indica este especialista del CNB-CSIC, se mezclan con un adyuvante para potenciar o dirigir la respuesta inmune frente a un determinado antígeno. Algunas vacunas que usan esta estrategia están igualmente en fases clínicas.
Por Marta Riesgo.
Vía: Muy Interesante.