¿Y con qué se paga eso?

¿Y con qué se paga eso?
Hay que decirlo una y otra vez: no hay dinero. No alcanza, ni mucho menos, para hacer todo lo que hay que hacer. ¿Por qué no hemos logrado, en este país, contar con los 400 mil elementos policíacos que se necesitarían para afrontar el escalofriante problema de la inseguridad? Por falta de plata, señoras y señores, más allá de la crónica torpeza de nuestros gobernantes, de su falta de visión y de la manera, encima, en que dilapidan los recursos públicos.

Guillermo Valdés Castellanos, un hombre que sabe del tema, escribía anteayer en estas páginas que los empeños del actual Gobierno deberían de haberse dirigido a consolidar la Policía Federal, “el esfuerzo más serio de los cuatro Gobiernos anteriores en materia de policía”, en lugar de desmantelar su estructura para, una vez más, comenzar de cero con la creación de una Guardia Nacional que, en el mejor de los casos, contará con 60 mil integrantes.

El gasto en cuerpos policiales de los tres niveles de Gobierno es actualmente de 150 mil millones de pesos. Faltarían otros 250 mil para resolver una cuestión tan apremiante pero el Congreso no ha presupuestado esos recursos para aportarlos a estados y municipios.

Lo que sí está haciendo la actual Administración es transferir los fondos del erario a los grupos más desfavorecidos de la población, entre los que figuran muchos jóvenes que no trabajan ni estudian y que contarán con becas para poder prepararse e insertarse luego en el mundo laboral. Estamos hablando de las típicas políticas asistenciales del Estado benefactor. El problema, sin embargo, es que la recaudación de impuestos es muy magra en este país. Por eso mismo es que los Gobiernos se han dedicado a desvalijar las arcas de Pemex —mucho más sencillo, para ellos, tomar de allí el dinero en lugar de acabar con la economía informal o pagar los costos políticos de emprender una auténtica reforma fiscal— y por eso mismo, aparte de las nefandas consecuencias de la corrupción, es que la deuda de la “empresa de todos los mexicanos” vamos a terminar pagándola, pues sí, todos los mexicanos.

Tras de señalar la sempiterna estrechez de nuestras finanzas públicas debemos, de la misma manera, repetir que la plata que gasta el Gobierno de México no le cae del cielo sino que proviene de lo que le cobra a los individuos productivos de esta nación (por cierto, una clara conciencia de esto llevaría a los ciudadanos a ser mucho más exigentes y a pedir siempre cuentas claras a los administradores de turno). Ocurre, sin embargo, que los encargados de la cosa pública no sólo ocultan calculadamente su condición de intermediarios –de meros depositarios temporales de un dinero que no es de ellos— sino que se dedican a cosechar los réditos de repartir la supuesta abundancia. Los beneficiarios de las ayudas, por su parte, se llenan de agradecimiento sin siquiera enterarse de que no estamos hablando de una dádiva sino de una mera transferencia de unos bolsillos a otros. Es un esquema clientelar, naturalmente, que rinde muy buenas utilidades en las urnas el día de las votaciones.

Vista la naturaleza asistencialista del Gobierno que tenemos en estos momentos, debiéramos de reflexionar sobre la viabilidad misma del modelo. Por ejemplo, cuando el gasto público se usa para construir una carretera hacia una comunidad aislada, el impacto en los pobladores es inmediato y, sobre todo, de largo plazo: los agricultores pueden transportar sus productos, las mercancías llegan con mayor facilidad, etcétera, etcétera. La simple repartición de recursos, por el contrario, mitiga en lo inmediato las durezas de la pobreza pero no cambia radicalmente las cosas. El modelo se perpetúa, nada más. El asistencialismo no mejora los procesos productivos, no eleva la competitividad, no promueve la innovación tecnológica ni expande los mercados. Prueba de ello es que, tras décadas enteras de programas de asistencia, los índices de pobreza extrema apenas han disminuido en México.

Decir esto no significa deslegitimar la política social ni eximir al Estado de las responsabilidades que tiene con los mexicanos más pobres. Tampoco es una validación del modelo de sociedad egoísta e insolidario que propugnan los neoliberales más radicales. Es una simple reflexión sobre la aplicación de una receta que se va a ir repitiendo indefinidamente en el tiempo sin tener un mínimo efecto transformador. Y esto, en un entorno, digámoslo una vez más, de recursos muy limitados (por no hablar de las preocupantes perspectivas económicas que comienzan a avizorarse en el horizonte).

Para emprender programas sociales ambiciosos, la caja registradora debe de funcionar a toda máquina. La gente pareciera no saber que el dinero no aparecerá nunca donde no hay nada sino que se genera siempre donde existe algo: una fábrica, un comercio, un centro de investigación, una universidad, un restaurante, un salón de fiestas o unos sembradíos de cereales. Mientras no pueda recaudar más impuestos, México no podrá instaurar un Estado verdaderamente social. Pues eso.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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