Los políticos suelen confundir a los ciudadanos con la militancia de sus partidos. No se enteran de que el afiliado con credencial es alguien sustancialmente diferente a una persona no inscrita que, por ello mismo, se puede permitir la facultad de tener ideas propias. Otra cosa: los pobladores de un país como México podemos ser simpatizantes, digamos, del PRD o del PAN o del PRI por simple afición, por gusto, y no necesariamente por interés personal ni nada parecido. Finalmente, las posturas y opiniones opuestas de la gente de a pie rara vez se manifiestan con la destemplanza que exhiben los adversarios en la arena política; las conversaciones terminan siendo algo acaloradas en la sobremesa de los domingos familiares pero de ahí no pasa la cosa.
La fidelidad declarada a una causa —con credencial y camiseta partidista de por medio— exige, por el contrario, una lealtad de origen porque en los institutos políticos la disidencia no sólo está prácticamente proscrita sino que se equipara a la traición. Es esa famosa cultura de la línea que tan fructífera le resultó, en sus tiempos, a un Partido Revolucionario Institucional integrado por miembros supremamente disciplinados, es decir, por individuos dispuestos en permanencia a someterse a las órdenes dictadas desde la cúpula, y que se ha extendido a las demás agrupaciones políticas. Es también un asunto de adhesión incondicional a una doctrina por encima de todas las demás en un modelo excluyente por naturaleza que reduce a los otros a una condición de enemigos puros y simples.
Es curiosa la mecánica partidista porque, en los hechos, ninguna agrupación ha inscrito en el catálogo de sus principios la perspectiva de la derrota electoral. Dicho en otras palabras, si los dejaran a sus anchas, los partidos políticos gobernarían eternamente, por los siglos de los siglos. Jamás se sentirían incómodos de estar ahí, en el poder, o sea, de seguir al mando.
Ocurre, sin embargo, que las naciones civilizadas de este planeta han adoptado la democracia liberal como sistema de gobierno y que uno de los fundamentos del modelo es, precisamente, la alternancia en el poder derivada del ejercicio del voto en las urnas. Así, de manera fatal e ineluctable, deben de existir contrincantes para competir abiertamente en el espacio público con propuestas diferentes —y, muchas veces, opuestas en el fondo— para llevar los asuntos de un país. Estamos hablando, entonces, de una convivencia obligada de los contrarios que, encima, debe de transcurrir en un entorno de tolerancia y una mínima urbanidad. Las sociedades abiertas se caracterizan por el ejercicio del pensamiento crítico y por la plena aceptación de la diversidad.
Pero ¿qué es lo que está ocurriendo ahora, en nuestro país? No pareciera haber ya respeto alguno por las diferencias ni aceptación de las posturas divergentes. Más bien, todo lo contrario: vivimos un clima de groseras descalificaciones, denuestos e insultos en el que no cabe quien piensa diferente. No hay asomo alguno de tolerancia. Nos hemos vuelto una nación de militantes partidistas encarnizados. Y, desafortunadamente, el divisionismo a ultranza se fomenta desde el poder: el discurso público se caracteriza por señalamientos, acusaciones, inculpaciones, censuras y cargos dirigidos a quienes no comulgan con la causa. El nuevo partido oficial, mientras tanto, se dispone a construir un avasallador sistema de control político sustentado en los réditos que habrá de obtener de las políticas asistenciales y en la total transferencia de las decisiones a un jefe del Ejecutivo devenido en omnipresente figura carismática.
Los pecados del anterior “sistema” nos pasan factura ahora: no puede haber ya oposición alguna porque cualquier señal de desacuerdo se interpreta de inmediato como un acto de servidumbre a un pasado del que hay que borrar hasta el más mínimo rastro. Naturalmente, el PRIAN fue el causante de todos los males habidos y por haber. Y así, quien pretenda alzar ahora una voz crítica no hace más que ponerse del lado de esos Peña, Calderón y Fox que dejaron un país “hecho pedazos”. No habría ya ciudadanos con inquietudes y preocupaciones legítimas. Lo que hay es “fifís” y otros sujetos merecedores de una larga lista de adjetivos descalificatorios que bien pudieran utilizarse en una feroz campaña electoral. Justamente, pareciera que prosigue la anterior guerra por los votos, que no se ha extinguido la batalla y que no reina la paz postelectoral. Todo sigue siendo radicalmente binario en estos momentos: estás conmigo o estás contra mí.
O sea, que los usos y costumbres de la vida partidista se han universalizado: el partido gobernante —sin que parezca haberse enterado, a estas alturas todavía, de que ya ganó— ha prolongado la campaña más allá del 1º de julio y prosigue con unas estrategias que le fueron tal vez muy útiles para ganar votantes pero que no abonan nada a la causa republicana ni mucho menos a la civilidad propia a la vida democrática. ¿Así seguirán las cosas a lo largo de toda la 4T?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
La fidelidad declarada a una causa —con credencial y camiseta partidista de por medio— exige, por el contrario, una lealtad de origen porque en los institutos políticos la disidencia no sólo está prácticamente proscrita sino que se equipara a la traición. Es esa famosa cultura de la línea que tan fructífera le resultó, en sus tiempos, a un Partido Revolucionario Institucional integrado por miembros supremamente disciplinados, es decir, por individuos dispuestos en permanencia a someterse a las órdenes dictadas desde la cúpula, y que se ha extendido a las demás agrupaciones políticas. Es también un asunto de adhesión incondicional a una doctrina por encima de todas las demás en un modelo excluyente por naturaleza que reduce a los otros a una condición de enemigos puros y simples.
Es curiosa la mecánica partidista porque, en los hechos, ninguna agrupación ha inscrito en el catálogo de sus principios la perspectiva de la derrota electoral. Dicho en otras palabras, si los dejaran a sus anchas, los partidos políticos gobernarían eternamente, por los siglos de los siglos. Jamás se sentirían incómodos de estar ahí, en el poder, o sea, de seguir al mando.
Ocurre, sin embargo, que las naciones civilizadas de este planeta han adoptado la democracia liberal como sistema de gobierno y que uno de los fundamentos del modelo es, precisamente, la alternancia en el poder derivada del ejercicio del voto en las urnas. Así, de manera fatal e ineluctable, deben de existir contrincantes para competir abiertamente en el espacio público con propuestas diferentes —y, muchas veces, opuestas en el fondo— para llevar los asuntos de un país. Estamos hablando, entonces, de una convivencia obligada de los contrarios que, encima, debe de transcurrir en un entorno de tolerancia y una mínima urbanidad. Las sociedades abiertas se caracterizan por el ejercicio del pensamiento crítico y por la plena aceptación de la diversidad.
Pero ¿qué es lo que está ocurriendo ahora, en nuestro país? No pareciera haber ya respeto alguno por las diferencias ni aceptación de las posturas divergentes. Más bien, todo lo contrario: vivimos un clima de groseras descalificaciones, denuestos e insultos en el que no cabe quien piensa diferente. No hay asomo alguno de tolerancia. Nos hemos vuelto una nación de militantes partidistas encarnizados. Y, desafortunadamente, el divisionismo a ultranza se fomenta desde el poder: el discurso público se caracteriza por señalamientos, acusaciones, inculpaciones, censuras y cargos dirigidos a quienes no comulgan con la causa. El nuevo partido oficial, mientras tanto, se dispone a construir un avasallador sistema de control político sustentado en los réditos que habrá de obtener de las políticas asistenciales y en la total transferencia de las decisiones a un jefe del Ejecutivo devenido en omnipresente figura carismática.
Los pecados del anterior “sistema” nos pasan factura ahora: no puede haber ya oposición alguna porque cualquier señal de desacuerdo se interpreta de inmediato como un acto de servidumbre a un pasado del que hay que borrar hasta el más mínimo rastro. Naturalmente, el PRIAN fue el causante de todos los males habidos y por haber. Y así, quien pretenda alzar ahora una voz crítica no hace más que ponerse del lado de esos Peña, Calderón y Fox que dejaron un país “hecho pedazos”. No habría ya ciudadanos con inquietudes y preocupaciones legítimas. Lo que hay es “fifís” y otros sujetos merecedores de una larga lista de adjetivos descalificatorios que bien pudieran utilizarse en una feroz campaña electoral. Justamente, pareciera que prosigue la anterior guerra por los votos, que no se ha extinguido la batalla y que no reina la paz postelectoral. Todo sigue siendo radicalmente binario en estos momentos: estás conmigo o estás contra mí.
O sea, que los usos y costumbres de la vida partidista se han universalizado: el partido gobernante —sin que parezca haberse enterado, a estas alturas todavía, de que ya ganó— ha prolongado la campaña más allá del 1º de julio y prosigue con unas estrategias que le fueron tal vez muy útiles para ganar votantes pero que no abonan nada a la causa republicana ni mucho menos a la civilidad propia a la vida democrática. ¿Así seguirán las cosas a lo largo de toda la 4T?
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