La oposición no existe. La descompuesta salida del primer grupo que —de acuerdo a sus propios planteamientos— pretende asumirse como contrapeso del gobierno actual, lo demuestra: después del anuncio inicial, los deslindes subsecuentes y el comunicado realizado en Twitter, la supuesta causa se desdibujó sin una estrategia de comunicación real, y terminó por ser enterrada por el Presidente en funciones con un par de epítetos, frases lapidarias y una gira en la que mostró su poder, en la capital misma del estado que gobierna quien quiere asumirse como líder de la oposición. De una oposición que no existe.
La oposición no existe, porque el sistema cambió por completo: los paradigmas anteriores a la pasada elección presidencial dejaron de ser válidos en el momento mismo en que comenzó el actual gobierno. Con el control casi absoluto del Congreso, y el apoyo incondicional de la población, lo que hoy se considera como oposición no son sino los resabios de un régimen anterior, que ya fue rechazado de manera abrumadora en las urnas, y cuya perversidad se recuerda —pero no se persigue— todos los días en las conferencias mañaneras.
La oposición no existe, porque la gente dejó de creer en ella cuando ejerció el gobierno, y lo ha demostrado no sólo al haber electo a quien realizó el diagnóstico correcto, sino al pasarle por alto los errores y virajes sobre lo prometido en campaña. En estos momentos, la popularidad del Presidente se encuentra en niveles históricos: la oposición, dentro de la narrativa maniquea que la administración actual utiliza, hasta para promover el turismo, tan sólo representa la vuelta a un pasado del que estamos huyendo.
La oposición no existe, porque quienes podrían integrarla no han terminado de entender su propia razón de ser, en un escenario completamente distinto al que enfrentaron hasta hace unos meses. No es que las reglas del juego hayan cambiado, sino que el juego en sí mismo es uno muy diferente; en el pasado, un gobernador podía labrarse su camino a la presidencia con un mensaje estridente y de confrontación: en el presente, el poco arrastre de quien lo ha intentado pone en evidencia que las cosas no son como antes.
En el pasado, las organizaciones de la sociedad civil lograron triunfos legítimos, en contra del propio gobierno que ponía los medios para que pudieran financiarse: en el presente, las mismas organizaciones de las que se sirvió el candidato ganador para evidenciar a sus adversarios, ven en riesgo su viabilidad ante el abandono gubernamental. En el pasado, los partidos políticos tenían recursos, y votantes: en el presente, los partidos han terminado divididos, arruinados y, en algún caso, ofrecidos al mejor postor.
La oposición no existe, pero debería existir. Es necesario, y es urgente: los errores —y las malas decisiones— de la administración actual dirigen al país hacia una catástrofe de la que es preciso advertir, y evitar, antes de que sea demasiado tarde. El diagnóstico inicial fue el acertado: el sistema que terminó en la elección pasada tenía que cambiar para permitir la llegada de un México más justo y más próspero. La manera de implementar dicho cambio, sin embargo, dista mucho de ser la prometida y, más aún, de ser la adecuada: más allá de decisiones viscerales, como la cancelación del aeropuerto; irracionales, como las que llevaron a la crisis de desabasto de combustible, o de plano inexplicables, como la cancelación de los programas de apoyo a mujeres y niños, las medidas de diseño institucional que se han tomado apuntan a una concentración de poder que, con la destrucción de los órganos autónomos, ponen en serio peligro no sólo el sistema democrático, sino la viabilidad de la nación entera.
Los contrapesos no se anuncian, sino que se ejercen; la oposición no pertenece a un grupo del pasado, sino a la ciudadanía que, aunque haya votado por el tripulante, advierte los riesgos y le ayuda a cambiar el rumbo. La gente está harta de confrontaciones: la oposición no tiene por qué demoler todo lo que haga el gobierno, los contrapesos no deben plantearse para obstruir, sino para encausar. La oposición, a pesar del término que la engloba, no tiene como mandato oponerse, sino revisar y mejorar las políticas de la administración en turno.
La oposición le pertenece a la ciudadanía.
La oposición no existe, porque el sistema cambió por completo: los paradigmas anteriores a la pasada elección presidencial dejaron de ser válidos en el momento mismo en que comenzó el actual gobierno. Con el control casi absoluto del Congreso, y el apoyo incondicional de la población, lo que hoy se considera como oposición no son sino los resabios de un régimen anterior, que ya fue rechazado de manera abrumadora en las urnas, y cuya perversidad se recuerda —pero no se persigue— todos los días en las conferencias mañaneras.
La oposición no existe, porque la gente dejó de creer en ella cuando ejerció el gobierno, y lo ha demostrado no sólo al haber electo a quien realizó el diagnóstico correcto, sino al pasarle por alto los errores y virajes sobre lo prometido en campaña. En estos momentos, la popularidad del Presidente se encuentra en niveles históricos: la oposición, dentro de la narrativa maniquea que la administración actual utiliza, hasta para promover el turismo, tan sólo representa la vuelta a un pasado del que estamos huyendo.
La oposición no existe, porque quienes podrían integrarla no han terminado de entender su propia razón de ser, en un escenario completamente distinto al que enfrentaron hasta hace unos meses. No es que las reglas del juego hayan cambiado, sino que el juego en sí mismo es uno muy diferente; en el pasado, un gobernador podía labrarse su camino a la presidencia con un mensaje estridente y de confrontación: en el presente, el poco arrastre de quien lo ha intentado pone en evidencia que las cosas no son como antes.
En el pasado, las organizaciones de la sociedad civil lograron triunfos legítimos, en contra del propio gobierno que ponía los medios para que pudieran financiarse: en el presente, las mismas organizaciones de las que se sirvió el candidato ganador para evidenciar a sus adversarios, ven en riesgo su viabilidad ante el abandono gubernamental. En el pasado, los partidos políticos tenían recursos, y votantes: en el presente, los partidos han terminado divididos, arruinados y, en algún caso, ofrecidos al mejor postor.
La oposición no existe, pero debería existir. Es necesario, y es urgente: los errores —y las malas decisiones— de la administración actual dirigen al país hacia una catástrofe de la que es preciso advertir, y evitar, antes de que sea demasiado tarde. El diagnóstico inicial fue el acertado: el sistema que terminó en la elección pasada tenía que cambiar para permitir la llegada de un México más justo y más próspero. La manera de implementar dicho cambio, sin embargo, dista mucho de ser la prometida y, más aún, de ser la adecuada: más allá de decisiones viscerales, como la cancelación del aeropuerto; irracionales, como las que llevaron a la crisis de desabasto de combustible, o de plano inexplicables, como la cancelación de los programas de apoyo a mujeres y niños, las medidas de diseño institucional que se han tomado apuntan a una concentración de poder que, con la destrucción de los órganos autónomos, ponen en serio peligro no sólo el sistema democrático, sino la viabilidad de la nación entera.
Los contrapesos no se anuncian, sino que se ejercen; la oposición no pertenece a un grupo del pasado, sino a la ciudadanía que, aunque haya votado por el tripulante, advierte los riesgos y le ayuda a cambiar el rumbo. La gente está harta de confrontaciones: la oposición no tiene por qué demoler todo lo que haga el gobierno, los contrapesos no deben plantearse para obstruir, sino para encausar. La oposición, a pesar del término que la engloba, no tiene como mandato oponerse, sino revisar y mejorar las políticas de la administración en turno.
La oposición le pertenece a la ciudadanía.
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