Los 100 días de un gobierno se han vuelto un referente obligado desde que el presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt lo instituyó mediáticamente a manera de perfilar el rumbo de un gobierno. No hay razón alguna para dar tal valoración a dicho plazo que no sea la costumbre; sin embargo, en presidencias que representan un punto de quiebre, el período es relevante, y lo fue sin duda la de quien instituyó tal tradición. En muchos sentidos, lo mismo puede decirse para el presidente Andrés Manuel López Obrador; este periodo es un momento útil para hacer un balance más que de lo alcanzado, del estilo de gobernar, y más que de un nuevo gobierno, el de un nuevo régimen.
Lo más evidente, aunque no lo más relevante desde el punto de vista de lo que trasciende, es la elevada aceptación que tiene el Presidente de la República. Los estudios de Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE) revelan que a partir del triunfo de López Obrador ha habido un cambio en el ánimo social: no solo hay una mejor evaluación del mandatario, prácticamente todas las instituciones públicas reciben una mejor calificación en la percepción ciudadana, un punto de quiebre más allá del optimismo que despierta la renovación de poderes públicos.
La aceptación no debe desdeñarse, ya que la popularidad de un presidente es un recurso muy útil para hacer las transformaciones que todo gobierno o proyecto político pretende. El presidente López Obrador se ha propuesto contar con un nivel de adhesión popular y lo ha alcanzado, incluso en decisiones polémicas como la decisión de quitarle presupuesto al programa Estancias Infantiles o en acciones que traerán costos al país y que hubieran puesto en apuros a cualquier otro gobernante, como la cancelación del aeropuerto en Texcoco o el combate al robo de combustible.
La política de gasto social es discutible, pero también cuenta con un muy elevado respaldo. De hecho, casi todas las decisiones, en mayor o menor grado son apoyadas por la mayoría de la población, aunque la menos es la cancelación de la reforma educativa. En el tema en el que sí hay un claro rechazo es la idea del Presidente de perdonar a la corrupción del pasado. El Presidente denuncia en la tribuna, pero judicialmente no actúa; esto no es compartido por la mayoría.
El humor social prevaleciente, distinto al que existía hace poco, cuando gobernaba Enrique Peña Nieto, y la elevada evaluación del Presidente se explican porque el descontento generalizado y acumulado con el estado de cosas derivado de la corrupción, la inseguridad y la falta de bienestar para amplios sectores de la población, encontró en el discurso de López Obrador la vía para representar la inconformidad y la indignación con tal circunstancia. También influye la crisis del sistema formal e informal de contrapesos al gobierno. En tal sentido, es plausible señalar que, en 100 días, no solo se debe evaluar a quien gobierna, también a quien es corresponsable y a quienes tienen la tarea de ser contrapeso. La disfuncionalidad del sistema democrático hace que el país entero viva una suerte de espejismo sobre el presente y futuro anhelado.
Es muy preocupante, por ejemplo, que la política social derive en un esquema clientelar que desvirtúe la equidad en la contienda o la libertad del sufragio. El riesgo no es solo es el clientelismo, sino que a partir de estas estructuras se haga de la elección intermedia un proceso de comparsa a la ratificación de mandato, lo que equivaldría a una reelección presidencial. En esas condiciones una votación de Morena de 80 por ciento no es descartable a partir del colapso de la equidad en la elección, lo que eliminaría la de por sí deteriorada capacidad de la Cámara de Diputados para generar contrapesos y con un arrastre en las elecciones locales concurrentes. El panorama así visto, sería para muchos un giro totalitario a la mitad del gobierno.
En el balance de estos días, la economía es lo más preocupante. La confianza de los ciudadanos y de los consumidores es opuesta a la de los empresarios y, en especial, los inversionistas. Las cifras de la economía son muy desalentadoras, no solo por los problemas heredados, sino por las señales que emiten las autoridades y el Presidente como camino para resolverlos. En materia de seguridad, también hay mensajes contradictorios, que en muchos sentidos, alientan a los delincuentes y a los ciudadanos a desentenderse del cumplimiento de la ley.
La evaluación del período da para ratificar y también rectificar. Es explicable que con un gobierno y un presidente como el actual se exacerbe la narrativa del éxito. Sin embargo, los hechos y las circunstancias externas no son tan alentadores. Es preciso un alto en el camino. La aceptación popular no es un fin, sino un medio para el buen gobierno. Hay cosas importantes que tienen que corregirse. El Presidente requiere de contrapesos y que en su equipo se propicie la libertad para opinar con el cuidado y la discreción que corresponde al sentido de responsabilidad colectiva que implica gobernar.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Lo más evidente, aunque no lo más relevante desde el punto de vista de lo que trasciende, es la elevada aceptación que tiene el Presidente de la República. Los estudios de Gabinete de Comunicación Estratégica (GCE) revelan que a partir del triunfo de López Obrador ha habido un cambio en el ánimo social: no solo hay una mejor evaluación del mandatario, prácticamente todas las instituciones públicas reciben una mejor calificación en la percepción ciudadana, un punto de quiebre más allá del optimismo que despierta la renovación de poderes públicos.
La aceptación no debe desdeñarse, ya que la popularidad de un presidente es un recurso muy útil para hacer las transformaciones que todo gobierno o proyecto político pretende. El presidente López Obrador se ha propuesto contar con un nivel de adhesión popular y lo ha alcanzado, incluso en decisiones polémicas como la decisión de quitarle presupuesto al programa Estancias Infantiles o en acciones que traerán costos al país y que hubieran puesto en apuros a cualquier otro gobernante, como la cancelación del aeropuerto en Texcoco o el combate al robo de combustible.
La política de gasto social es discutible, pero también cuenta con un muy elevado respaldo. De hecho, casi todas las decisiones, en mayor o menor grado son apoyadas por la mayoría de la población, aunque la menos es la cancelación de la reforma educativa. En el tema en el que sí hay un claro rechazo es la idea del Presidente de perdonar a la corrupción del pasado. El Presidente denuncia en la tribuna, pero judicialmente no actúa; esto no es compartido por la mayoría.
El humor social prevaleciente, distinto al que existía hace poco, cuando gobernaba Enrique Peña Nieto, y la elevada evaluación del Presidente se explican porque el descontento generalizado y acumulado con el estado de cosas derivado de la corrupción, la inseguridad y la falta de bienestar para amplios sectores de la población, encontró en el discurso de López Obrador la vía para representar la inconformidad y la indignación con tal circunstancia. También influye la crisis del sistema formal e informal de contrapesos al gobierno. En tal sentido, es plausible señalar que, en 100 días, no solo se debe evaluar a quien gobierna, también a quien es corresponsable y a quienes tienen la tarea de ser contrapeso. La disfuncionalidad del sistema democrático hace que el país entero viva una suerte de espejismo sobre el presente y futuro anhelado.
Es muy preocupante, por ejemplo, que la política social derive en un esquema clientelar que desvirtúe la equidad en la contienda o la libertad del sufragio. El riesgo no es solo es el clientelismo, sino que a partir de estas estructuras se haga de la elección intermedia un proceso de comparsa a la ratificación de mandato, lo que equivaldría a una reelección presidencial. En esas condiciones una votación de Morena de 80 por ciento no es descartable a partir del colapso de la equidad en la elección, lo que eliminaría la de por sí deteriorada capacidad de la Cámara de Diputados para generar contrapesos y con un arrastre en las elecciones locales concurrentes. El panorama así visto, sería para muchos un giro totalitario a la mitad del gobierno.
En el balance de estos días, la economía es lo más preocupante. La confianza de los ciudadanos y de los consumidores es opuesta a la de los empresarios y, en especial, los inversionistas. Las cifras de la economía son muy desalentadoras, no solo por los problemas heredados, sino por las señales que emiten las autoridades y el Presidente como camino para resolverlos. En materia de seguridad, también hay mensajes contradictorios, que en muchos sentidos, alientan a los delincuentes y a los ciudadanos a desentenderse del cumplimiento de la ley.
La evaluación del período da para ratificar y también rectificar. Es explicable que con un gobierno y un presidente como el actual se exacerbe la narrativa del éxito. Sin embargo, los hechos y las circunstancias externas no son tan alentadores. Es preciso un alto en el camino. La aceptación popular no es un fin, sino un medio para el buen gobierno. Hay cosas importantes que tienen que corregirse. El Presidente requiere de contrapesos y que en su equipo se propicie la libertad para opinar con el cuidado y la discreción que corresponde al sentido de responsabilidad colectiva que implica gobernar.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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