Hemos comentado en esta semana diversos datos económicos que, insistimos, apuntan a que en el inicio del año la actividad se ha reducido y hemos entrado en un período recesivo. Esto puede afirmarse porque las variables que se utilizan para definir un inicio de recesión eso indican: actividad industrial, empleo, ventas al menudeo, se debilitaron claramente en el cierre de 2018, y la tendencia no parece mejorar. Sin embargo, un crecimiento negativo no es una tragedia, ni mucho menos. En todas las economías hay ciclos de expansión y contracción, por diversas razones. En este caso, lo trágico es que no había razón de fondo para que se frenara la economía. Es normal que al inicio de un gobierno haya menor impacto del gasto, porque los que llegan tardan en entender cómo utilizarlo, pero no es normal que se atente contra inversiones en proceso, en particular de la magnitud del NAIM. Eso, la reversión de la reforma energética, la aparición de tensiones laborales, el desabasto de combustible, son fenómenos que impactan negativamente en la actividad económica, y que no tenían por qué ocurrir. Por eso hablamos de una recesión autoinfligida. Pero hay que insistir en que no es una crisis como las que hemos conocido en México, al menos de 1976 a 1995. No hay un ajuste cambiario brutal, ni incrementos de inflación, e incluso las tasas de interés están en niveles altos, pero muy razonables. No debemos esperar una caída del PIB como las de esos años, ni nada cercano. Pero tampoco podemos esperar crecimiento, como lo van confirmando especialistas e instituciones, que ahora estiman que podremos llegar a 1.5% durante 2019. Para los que se quejaron de que el crecimiento de 2.4-2.8% que vivimos por más de 20 años era poco, pues ahora habrá menos. Lo importante es saber si después de unos meses de contracción, los actuales, tendremos un proceso de recuperación significativo o no. Algunos creen que la repartición de dinero directo a distintos grupos sociales servirá para estimular el consumo, y por lo tanto el crecimiento. Me parece que es una idea errónea, propia de la época que tanto le gusta al Presidente, cuando estimular la demanda servía para crecer. Eso, precisamente, fue lo que eventualmente nos llevó a crisis serias: el problema de México no es realmente de demanda, sino de oferta. No producimos lo suficiente, en condiciones razonables de calidad y precio. No percibo razones para creer que la oferta disponible del país crecerá, porque eso es resultado de tres fuentes: inversión, educación y competencia. La desconfianza producida por la cancelación del NAIM, la errada estrategia energética, y la efervescencia laboral no van a favorecer mayor inversión. Eso fue lo que le dijeron los empresarios al Presidente el miércoles, pero no lo entendió. La cancelación de la reforma educativa, y regresar el control de la misma al sindicato, nos mantendrá en un nivel educativo deplorable, que nos permite ensamblar, pero no inventar. Eso, en los próximos cinco años, dejará de ser útil para competir a nivel internacional. Finalmente, las acciones del nuevo gobierno no parecen favorecer la competencia económica, sino a un grupo distinto de compadres. Las reformas estructurales de 1992 a 2014 fueron debilitando el capitalismo de compadrazgo, de forma débil, pero consistente. Hoy, el consejo asesor “empresarial” del Presidente, su ataque constante a los órganos reguladores, y su insistencia en regresar al “desarrollo estabilizador”, implican menos competencia económica y, por lo tanto, menor productividad y competitividad internacional. En suma, no estamos al borde de una crisis económica como las antiguas, sino sólo entrando en una etapa de debilidad. La duración de la misma no es fácil de establecer, pero si las cosas siguen como hasta hoy, dudo que recuperemos ese ritmo que no les gustaba, el 2.4-2.8%, en varios años. Iremos viendo.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
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