Ocho meses, en un parpadeo. Tres, en uno más pequeño. Primero de julio: ocho meses del triunfo de un movimiento, tres del triunfo de un partido político. Ocho, y tres meses, del triunfo de Morena. Ocho y tres meses, respectivamente.
Ocho, del triunfo de un movimiento: quienes conformaron la coalición Juntos Haremos Historia —el Partido del Trabajo, el Partido Encuentro Social y el Movimiento Regeneración Nacional— así como quienes, desde la sociedad civil organizada, apoyaron al candidato de la coalición, se agruparon —a pesar de sus diferencias— con un objetivo común muy claro: la corrupción, rampante, tenía que terminar; los abusos de la clase dirigente —a costa del bienestar común— no podían seguir siendo tolerados. El sistema de partidos imperante —era claro— había llegado a su fin, y no era capaz de proporcionar a la sociedad la solución a sus problemas más apremiantes.
Un mejor país era posible —el país de la izquierda progresista, de la sociedad civil organizada, de la democracia participativa— que, si no se había logrado así, la única responsabilidad correspondía a un mal gobierno que no velaba sino por sus propios intereses, para crear clientelas y afianzarse en el poder. Una situación que no podía seguir así.
Tres meses, por otro lado, del triunfo de un partido político. Tres meses de esperanzas, de expectativas, del ejercicio pleno del poder: tres meses de aprendizaje constante. Tres meses, también, de probar los límites de una autoridad sustentada en la aprobación casi absoluta del titular del Ejecutivo, una aprobación sin opositores que ha permitido —en los hechos— la comisión de errores que, en otras administraciones, habrían tenido consecuencias mucho más serias para cualquier gobierno.
Consecuencias que existen, por otra parte, y que han dejado de advertirse ante la aprobación apabullante del Presidente de la República: no cualquiera de los súbditos se atreve a gritar que el rey está desnudo. Pero lo está, y, por mera lealtad, habría que advertirse cuando fuera necesario: el hecho de cuestionar los cómos de quien estaba en contra de un sistema, no significa apoyar aquello a lo que se oponía en primer lugar. El qué no está en duda: el fin de la corrupción, y la instauración de un sistema más justo para todos, no están sujetos a cuestionamientos. El cómo, sin embargo, puede matizarse con la participación de quienes cuentan con mayor experiencia en la materia, y que han sido descartados. Con la ciudadanía misma, y con las organizaciones de la sociedad civil que, por su propio mandato, colaboran de manera directa con ella. La sociedad civil que hoy se califica como de derechas.
Una sociedad civil que se entregó, sin reservas, al cambio propuesto por la administración actual; una sociedad civil que no debería de ser etiquetada por quien más puede aprender de ella. Una sociedad civil que festejó con el candidato triunfante en el Zócalo, una sociedad civil que —ahora— se da cuenta de que ganó hace ocho meses, pero que volvió a perder hace tres con la reinstauración de un autoritarismo que no sólo no la escucha, sino que la desprecia y ante el que no ha logrado sino quedarse pasmada. Una sociedad civil que busca los mismos objetivos con los que el Presidente en funciones llegó al poder; una sociedad civil que no le traicionaría al pedirle que se ciñera a ellos.
Y que no lo está haciendo. La elección terminó hace meses, y las tropelías de los sexenios anteriores no tendrían que ser pretexto para quien prometió un cambio y, al momento de ejecutarlo, sólo ha entregado errores. La corrupción no ha terminado, la militarización está en marcha, los grupos más desfavorecidos hoy lo son aún más. Las madres no tienen dónde dejar a sus hijos mientras trabajan, no tienen a dónde huir cuando son víctimas de abuso. Criticar no es oponerse, disentir no es traicionar. Todos queremos un mejor futuro: advertir sobre el camino para lograrlo no implica una traición para quien prometió seguirlo.
Diques y contrapesos: los primeros encausan un camino, los segundos acotan su cauce. Encausar no es traicionar; acotar no es apoyar un régimen que por el bien de todos ha terminado. Disentir no es apoyar el régimen anterior, que terminó por sus propios méritos: acotar no significa oponerse a una transformación nacional necesaria para todos. La izquierda progresista no puede limitarse al regodeo ante la extinción de sus contrarios; la izquierda progresista no puede quedarse muda ante la cancelación de sus anhelos.
La izquierda progresista no puede ceñirse a la autoridad de un caudillo. La izquierda progresista no puede callar, aun cuando no haya quien se le oponga. La izquierda progresista no puede rendirse, menos aun cuando ha logrado el triunfo en las urnas.
La izquierda progresista debe seguir en su lucha. Aun cuando hayan pasado ocho meses. Como en un parpadeo.
Ocho, del triunfo de un movimiento: quienes conformaron la coalición Juntos Haremos Historia —el Partido del Trabajo, el Partido Encuentro Social y el Movimiento Regeneración Nacional— así como quienes, desde la sociedad civil organizada, apoyaron al candidato de la coalición, se agruparon —a pesar de sus diferencias— con un objetivo común muy claro: la corrupción, rampante, tenía que terminar; los abusos de la clase dirigente —a costa del bienestar común— no podían seguir siendo tolerados. El sistema de partidos imperante —era claro— había llegado a su fin, y no era capaz de proporcionar a la sociedad la solución a sus problemas más apremiantes.
Un mejor país era posible —el país de la izquierda progresista, de la sociedad civil organizada, de la democracia participativa— que, si no se había logrado así, la única responsabilidad correspondía a un mal gobierno que no velaba sino por sus propios intereses, para crear clientelas y afianzarse en el poder. Una situación que no podía seguir así.
Tres meses, por otro lado, del triunfo de un partido político. Tres meses de esperanzas, de expectativas, del ejercicio pleno del poder: tres meses de aprendizaje constante. Tres meses, también, de probar los límites de una autoridad sustentada en la aprobación casi absoluta del titular del Ejecutivo, una aprobación sin opositores que ha permitido —en los hechos— la comisión de errores que, en otras administraciones, habrían tenido consecuencias mucho más serias para cualquier gobierno.
Consecuencias que existen, por otra parte, y que han dejado de advertirse ante la aprobación apabullante del Presidente de la República: no cualquiera de los súbditos se atreve a gritar que el rey está desnudo. Pero lo está, y, por mera lealtad, habría que advertirse cuando fuera necesario: el hecho de cuestionar los cómos de quien estaba en contra de un sistema, no significa apoyar aquello a lo que se oponía en primer lugar. El qué no está en duda: el fin de la corrupción, y la instauración de un sistema más justo para todos, no están sujetos a cuestionamientos. El cómo, sin embargo, puede matizarse con la participación de quienes cuentan con mayor experiencia en la materia, y que han sido descartados. Con la ciudadanía misma, y con las organizaciones de la sociedad civil que, por su propio mandato, colaboran de manera directa con ella. La sociedad civil que hoy se califica como de derechas.
Una sociedad civil que se entregó, sin reservas, al cambio propuesto por la administración actual; una sociedad civil que no debería de ser etiquetada por quien más puede aprender de ella. Una sociedad civil que festejó con el candidato triunfante en el Zócalo, una sociedad civil que —ahora— se da cuenta de que ganó hace ocho meses, pero que volvió a perder hace tres con la reinstauración de un autoritarismo que no sólo no la escucha, sino que la desprecia y ante el que no ha logrado sino quedarse pasmada. Una sociedad civil que busca los mismos objetivos con los que el Presidente en funciones llegó al poder; una sociedad civil que no le traicionaría al pedirle que se ciñera a ellos.
Y que no lo está haciendo. La elección terminó hace meses, y las tropelías de los sexenios anteriores no tendrían que ser pretexto para quien prometió un cambio y, al momento de ejecutarlo, sólo ha entregado errores. La corrupción no ha terminado, la militarización está en marcha, los grupos más desfavorecidos hoy lo son aún más. Las madres no tienen dónde dejar a sus hijos mientras trabajan, no tienen a dónde huir cuando son víctimas de abuso. Criticar no es oponerse, disentir no es traicionar. Todos queremos un mejor futuro: advertir sobre el camino para lograrlo no implica una traición para quien prometió seguirlo.
Diques y contrapesos: los primeros encausan un camino, los segundos acotan su cauce. Encausar no es traicionar; acotar no es apoyar un régimen que por el bien de todos ha terminado. Disentir no es apoyar el régimen anterior, que terminó por sus propios méritos: acotar no significa oponerse a una transformación nacional necesaria para todos. La izquierda progresista no puede limitarse al regodeo ante la extinción de sus contrarios; la izquierda progresista no puede quedarse muda ante la cancelación de sus anhelos.
La izquierda progresista no puede ceñirse a la autoridad de un caudillo. La izquierda progresista no puede callar, aun cuando no haya quien se le oponga. La izquierda progresista no puede rendirse, menos aun cuando ha logrado el triunfo en las urnas.
La izquierda progresista debe seguir en su lucha. Aun cuando hayan pasado ocho meses. Como en un parpadeo.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario