Lo que resiste, apoya.
Jesús Reyes-Heroles
Siendo como es, el sistema más eficaz de gobierno, la democracia requiere vías de contención que operen como garantes de un Estado con plena separación de poderes y respeto a las libertades y a los derechos de los ciudadanos. La contención es, principalmente, institucional, y su expresión más relevante es el Parlamento y el Poder Judicial, pero también es un efecto social, que viene de las organizaciones civiles como los sindicatos, la Iglesia o las agrupaciones de empresarios y productores. La lucha democrática tiene una constante, la desconcentración del poder. Por eso el papel de la prensa reviste la mayor importancia, ya que la libertad de expresión es otro de los mecanismos de control y una de las características por excelencia de la realidad democrática.
Los contrapesos formales e informales en el ejercicio de gobierno con frecuencia son compañeros incómodos de viaje para quienes están al frente de la administración pública; sin embargo, esos elementos son, precisamente, las fortalezas con que cuenta la democracia para lograr su subsistencia y para imponerse a los riesgos que de siempre la han amagado. Son muchos los enemigos que tiene el modelo democrático hoy en día, y no son amenazas exclusivas de países en América Latina; el riesgo se vive incluso en democracias más consolidadas, lo mismo en Europa que en Estados Unidos.
El deterioro del modelo, por crisis económica o por la corrupción de la clase política, fenómenos que generan en las sociedades decepción y desánimo, ha abierto la puerta a gobiernos autoritarios y despóticos, que acceden al poder por la vía electoral casi siempre con el aval de amplios sectores de la población, pero que no dudan en calificar la institucionalidad y los mecanismos de control existentes como camisas de fuerza para sus planes.
Cada vez hay más casos de gobernantes, sobre todo en regímenes presidenciales como el nuestro, que con frecuencia invocan la voluntad popular mayoritaria o la soberanía del pueblo, a manera de enfrentar a los poderes formales e informales que condicionan o acotan su actuar. En muchos casos, esos políticos incapaces de operar en el marco de reglas democráticas, promueven la demolición de los elementos fundamentales del sistema; Venezuela es hoy en día, el mejor ejemplo de un gobierno autoritario, opuesto a los principios de la democracia.
Justamente porque el poder no debe depositarse en una sola persona, el diseño original del régimen presidencial de los constituyentes estadunidenses contempló desde el origen, evitar que el Presidente pudiera invocar el mandato popular por encima de su principal contrapeso, la Casa de Representantes. Por ello se estableció la elección indirecta del Presidente y la directa de los diputados o representantes. En tal sentido se recuperó la idea de la Revolución francesa de que la soberanía popular radica en el Parlamento, no en la Corona o en quien ejerza el gobierno.
La democratización de México ha llevado un curso semejante. El proceso no se agota en el tema electoral, sino en la arquitectura del sistema de gobierno. La desconcentración del poder no solo ocurre con la pluralidad representada en el Congreso o la independencia de la Suprema Corte de Justicia, también se han creado órganos autónomos para contener la discrecionalidad del gobierno, instancias técnicas de Estado como el Banco de México, el INE, la CNDH, la CRE, la Cofece, el INAI y otras entidades.
Contener el poder no significa obstruirlo. Es propiciar su conducción en términos tales que las definiciones fundamentales atiendan un sentido democrático, de responsabilidad colectiva, de trabajo conjunto. La base del despotismo ocurre cuando el que está investido de autoridad se asume como el único intérprete o representante de la voluntad popular. Esta tarea, en la democracia, es compartida.
Ciertamente, cuando el presidente no tiene mayoría parlamentaria, se presentan desafíos mayores y se puede llegar a afectar la eficacia del gobierno, sobre todo si los partidos, a través de sus legisladores, asumen responsabilidades que no les corresponden o se convierten en factor de división y conflicto permanente. Esto nos ha ocurrido en el pasado reciente, y ha generado en gran medida el descrédito de las instituciones de la democracia, porque la sociedad observa que la pluralidad así entendida, no genera acuerdos y desarrollo, sino parálisis.
Ahora las cosas son distintas. El Presidente cuenta con gran apoyo popular y una amplia mayoría legislativa; sin embargo, en el proceso de transformar al país, de cumplir el mandato inequívoco de cambio para dirigirlo a un mejor estadio, no se puede transitar hacia el ejercicio del poder de un solo hombre, de una sola visión o una sola moral, por más respaldo que se tenga del pueblo o del Congreso. Es necesario, hoy más que nunca, reconsiderar los fundamentos de la democracia no para cuestionarlos, sino para reafirmarlos como parte sustantiva del sistema que nos lleve a ser un mejor país.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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