Economía y política presidencial

Economía y política presidencial
Política y economía marchan por senderos distintos. Uno de los retos mayores para aquella, más en tiempos de globalidad, es el de ser consecuente con las condiciones que fortalecen el desarrollo económico. Hay quien asume que la política debe prevalecer sobre la economía, pero la realidad es que la economía, tarde o temprano, es la que tiende a imponer su agenda y sus prioridades en las naciones, indistintamente al signo u origen político o ideológico de sus gobiernos.

En el caso de México, desde hace casi un cuarto de siglo, se ha podido mantener alejado el riesgo de una crisis y sus perniciosos efectos. Merced a la estabilidad macroeconómica alcanzada, a la que nos acostumbramos a ver como parte del paisaje, no hemos justipreciado ese logro al que llegamos después de los años turbulentos de las décadas de los 70 y 80. El costo de estabilizar la economía fue muy alto y se acompañó de un cambio en el régimen de gobierno, que acotó la discrecionalidad presidencial para adaptar el conjunto del aparato de Estado a la realidad económica del país y poder insertarnos en mejores condiciones al mundo globalizado.

El cambio fundamental del sistema político se dio acotando los poderes fácticos y legales de la institución presidencial. En el periodo 1934 a 1970 la estabilidad política, el tránsito de un país rural a otro urbano y el desarrollo de la industria llevó a dar facultades amplias al presidente de la República; un presidente fuerte era la base para la unidad nacional, la estabilidad política y el crecimiento económico. No está por demás destacar que un partido fuerte, libertades políticas acotadas y pluralidad selectiva convivieron con aquel modelo.

Pero el sistema fue víctima de su propio éxito. La urbanización, la diversidad social, la competencia democrática por el poder local y nacional, así como el crecimiento económico, volvieron disfuncional al modelo. El dominio y la discrecionalidad presidencial, que antes daban seguridad y confianza, se tornaron en factores de incertidumbre.

La sociedad mexicana encontró entonces que la democratización del país y el anhelo por la estabilidad económica -con distintos orígenes y dinámicas- caminan en el mismo sentido y son posibles acotando al presidente a través de la competencia política, modernizando la Suprema Corte de Justicia la Nación, fortaleciendo la pluralidad del Congreso y promoviendo la alternancia y el surgimiento de órganos autónomos, destacadamente el Banco de México y el Instituto Federal Electoral.

Ahora, resultado del equilibrio político que generó la elección del 1 de julio, el país transita nuevamente a un nuevo régimen. El desafío actual es cómo hacer del cambio político y del nuevo papel que tiene el Presidente con su dominio en el Legislativo una herramienta funcional a la realidad económica del país y del mundo. No es fácil. El modelo de una presidencia acotada, resultado del proceso de democratización, persiste como una premisa para la certeza económica, aunque quizá no para responder a las aspiraciones y a las expectativas inmediatas de la mayoría de los mexicanos.

El presidente López Obrador ha sido eficaz no solo en términos electorales, sino en obtener apoyo popular hacia su gobierno. La cuestión es que buena parte de las decisiones y la forma de gobernar y comunicar lo ha distanciado del sector empresarial e inversionista. Las cifras preliminares sobre la evolución de la economía en estos meses no son alentadoras y alejan del horizonte el pronóstico de crecimiento presentado en la elaboración del presupuesto de egresos y en los criterios de política económica. El compromiso de contener el déficit público y mantener la autonomía del Banco de México ha valido de mucho, pero en las condiciones actuales resulta insuficiente.

El gobierno debe propiciar un ambiente para que la política no sea un factor que disuada las posibilidades de desarrollo, sino que otorgue confianza y certeza económicas. Un buen principio sería desterrar del discurso las ambigüedades en torno a la responsabilidad de cumplir y hacer cumplir la ley, pero la tarea no queda ahí. Pasa necesariamente por defender a las instituciones y los órganos autónomos que sirven de contención y contrapeso, así como por otorgar decidido respaldo a la Corte, que con creces ha acreditado credibilidad e independencia. El presidente debe prever también los efectos de mensajes que, siendo muy eficaces para ganar la confianza pública, resultan muy delicados o sensibles para quienes ven en el país un lugar de oportunidad para la inversión.

El sector empresarial, por su parte, debe tener una voz menos reactiva y más constructiva y clara para aportar al ejercicio responsable en materia económica. La política, que a ratos parece crear un abismo que divide, que nos confronta y por donde pueden escaparse nuestras posibilidades de ser un país próspero y con igualdad, debe ser el eje para que el proceso de transformación propuesto por este gobierno alcance el éxito donde más lo sienten y aprecian los ciudadanos, en su economía diaria.

@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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