Cosas que son ciertas

Cosas que son ciertas
Hay afirmaciones que no pueden ser cuestionadas. Ejemplo: el pueblo de Venezuela se ha empobrecido brutalmente. Otro: Pemex ha terminado por ser un lastre para las finanzas del Estado mexicano. Uno más: el capitalismo resulta tan atractivo, a pesar de todos los pesares, que los centroamericanos más pobres no emigran a Cuba sino a los Estados Unidos. No es cuestión de propalar ideas obtusa y fanáticamente, amables lectores, ni de cerrarse a las posibles impugnaciones de terceros sino de plantear aquí algunas simples constataciones. Digo, ¿los emigrantes salvadoreños y hondureños se adentraron en estas tierras para alcanzar las costas cubanas o para llegar a la frontera norte de nuestro país? Todos sabemos la respuesta. Serviría, además, de demostración.

Cada una de las anteriores enunciaciones, sin embargo, termina por ser controvertida. Los seguidores de Nicolás Maduro (es verdaderamente asombroso que el tirano siga contando con un caudal de adeptos a estas alturas pero, en fin, las atrocidades perpetradas a lo largo de la historia de la humanidad han tenido lugar precisamente por la pasividad, cuando no abierta complicidad, de las mayorías silenciosas) denunciarán airadamente que la pavorosa crisis económica se debe a un complot impulsado por el “imperialismo yanqui”, que los “enemigos del exterior” están saboteando la “revolución bolivariana” y que todo ello ocurre con el propósito de “apoderarse de la riqueza petrolera” de la nación suramericana. Ni una palabra sobre el encarcelamiento de los opositores, la manipulación de las elecciones, el desmantelamiento de las instituciones democráticas y la perpetuación en el poder de un individuo con poderes cada vez más absolutos. Y tampoco se darán siquiera por enterados de que Estados Unidos ha aumentado exponencialmente su propia producción petrolera gracias a la explotación de los yacimientos de esquisto (se ha convertido en la segunda potencia mundial) y que, por el momento, no necesita apropiarse de los hidrocarburos de Noruega, Rusia, Irán, Kuwait o Arabia Saudí.

Lo de Pemex, por su parte, viene siendo algo así como una religión republicana: se asocia directamente a una “soberanía nacional” percibida, a su vez, como una causa suprema a la que debemos todos los mexicanos adherirnos para mantener a distancia a los aviesos saqueadores del exterior. El petróleo no es visto así como un simple recurso natural que debiera ser comerciado sino que es algo que “no se entrega”. El actual jefe del Ejecutivo ha inclusive afirmado que ya no se va a vender fuera de nuestras fronteras. Y, dentro de esta visión de las cosas, Pemex sería la sacrosanta guardiana del patrimonio de todos nosotros aunque, en los hechos, haya sido un botín de politicastros, líderes sindicales, partidos políticos, contratistas privilegiados y trabajadores que trafican sin pudor alguno con las plazas laborales (no son ya del Estado mexicano, miren ustedes, ellos las venden). Y lo más extraño –aparte de vagamente aberrante— es que este orden de cosas nos es presentado no sólo como parte de una normalidad a los ciudadanos sino como una gesta patriótica: “¡Ni un paso atrás!”, exclaman fieramente los defensores del estatismo petrolero ahora que el régimen de la 4T sale al rescate de la gran corporación. La deuda de la empresa, que la pagaremos todos los contribuyentes, no existe para ellos; tampoco les preocupa mayormente el freno a las inversiones de fuera que le permitirían volverse más productiva y generar ganancias como cualquier negocio. Lo que les complace es la retórica y no habría manera de hacerles ver que, de estar el mercado petrolífero mexicano en manos de inversores particulares, las pérdidas de alguna de las corporaciones no las sufragaría el pueblo de México, como está ocurriendo ahora con Pemex, sino que correrían por cuenta de los accionistas.

Y, finalmente, el capitalismo sigue siendo, en efecto, el gran espantajo para quienes imaginan un mundo más justo y más igualitario. Ayer mismo, en estas páginas, un artículo evidenciaba a un “sistema capitalista que genera la inmensa desigualdad, la pobreza, la violencia, el racismo y todas las taras de un modelo de sociedad que padece una enfermedad crónica e incurable”. Así como lo oyen ustedes, señoras y señores.

No son enteramente imaginarios los males de un sistema que, al igual la democracia, es irremediablemente imperfecto. Sus excesos deben ser mitigados, justamente, por los contrapesos que proporciona la democracia liberal y la política social debe tener igualmente un lugar en el espacio de lo público. Es cierto también que la humanidad ha dado grandes saltos hacia adelante gracias a aquellos individuos que se han rebelado contra el orden establecido. Pero, en lo que toca a todas las posibles refutaciones que se le puedan hacer al “sistema”, el camino no pasa por validar dictaduras, por desconocer los estrepitosos fracasos del estatismo o por atribuirle al libre mercado todas las iniquidades del mundo. La razón, después de todo, debiera servirnos de algo.

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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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