Las imágenes son dantescas, e inexplicables. Dantescas, porque es imposible sustraerse a los cuerpos calcinados, al sufrimiento de los heridos, a la desazón de las familias. A los gritos de desesperación. Inexplicables, porque tampoco es posible soslayar la presencia, en las horas previas a las explosiones, de las autoridades en el lugar de los hechos.
Las preguntas se imponen. ¿Por qué no se evitó una tragedia que, como era evidente, estaba a punto de suceder? ¿Por qué, ante el riesgo que implicaba la situación que se estaba viviendo, las autoridades se mantuvieron de brazos cruzados? ¿Por qué se tomaron las decisiones que —hasta el momento— han costado la vida de docenas de personas?
¿Por qué se mandaron tan sólo 25 elementos del Ejército a tratar de controlar a una multitud que podría haberlos linchado, como casi ocurrió hace unos días? ¿Por qué se les expone? Los campos de alfalfa de Tlahuelilpan parecían estar destinados a una desgracia: de haber cumplido con su deber, la historia que estaríamos lamentando no sería la de un pueblo desgarrado por la pérdida de sus hijos, sino la del linchamiento de unas fuerzas de seguridad —pueblo uniformado— enviadas a un callejón sin salida, sin recursos, sin refuerzos, sin preparación para atender este tipo de situaciones. A una muerte segura. El argumento del pueblo bueno que “se ve obligado a cometer ilícitos” habría cambiado por el del pueblo bueno y sus “usos y costumbres”. Como en el 2004, en Tláhuac.
La tragedia de Tlahuelilpan podría, y debería, haberse evitado: las funciones del Estado no son discrecionales para quien no es sino mandatario de la ciudadanía. Una ciudadanía cuya vida —e integridad física— tendría que haber sido protegida por las autoridades: nada justifica la pérdida de vidas humanas. Nada, en absoluto.
Las imágenes son dantescas e inexplicables, pero también contundentes: los videos que muestran el géiser de combustible —y la presión de su caudal— advertían a las autoridades, sin lugar a dudas, del riesgo que se corría, como de manera inequívoca lo muestran las grabaciones en las que la policía trata de disuadir a quienes se acercaban al lugar de la tragedia. El Presidente en funciones aduce que la gente actuó con “la inocencia de pensar que no existían riesgos”: el Estado, en cambio, sabía que existían y aún así permitió que los pobladores se acercaran a —de nuevo— una muerte segura, la muerte atroz que hoy se replica en los periódicos del mundo entero. Y que podría haberse evitado.
Las autoridades no han sido capaces, a pesar de haberlo definido como prioridad, de evitar el ataque a los ductos de combustible; las autoridades no han sido capaces, tampoco, de restablecer el abasto en las entidades federativas cuya economía se ha desplomado a raíz de las medidas adoptadas por el gobierno federal. Las autoridades no han sido capaces de vender su proyecto energético a los inversionistas extranjeros; las autoridades no han sido capaces de proteger, tampoco, ni a la gente inocente que se ve obligada a delinquir, ni a la gente inocente cuya vida se ha trastornado con una estrategia que se sostiene, tan sólo, con las arengas patrióticas de quien prometió que el robo de combustibles se solucionaría con su mero ejemplo. Han fallecido más de ochenta personas.
El combate al robo de combustibles no es una cuestión de soberanía, sino de aplicación de la ley; no es una cuestión de sacrificios de los ciudadanos, sino de que las autoridades cumplan con el deber constitucional que les corresponde. El combate al robo de combustibles no es, tampoco, una conspiración o un ataque a un proyecto de gobierno: el combate al robo de combustibles, así como el abasto de los mismos y —sobre todo— la protección de la ciudadanía, son parte de las obligaciones de cualquier administración, sin importar su origen partidista, el desempeño de sus antecesores o, incluso, el número y porcentaje de votos con el que se haya accedido al poder.
El combate al robo de combustibles, así como el establecimiento del Estado de derecho y la salvaguarda de la vida, y la integridad física de la ciudadanía, son obligaciones de quien ejerce el poder: cuando —de manera consciente y deliberada— no se cumple con el mismo, se actúa con negligencia. Ne-gli-gen-cia.
Las preguntas se imponen. ¿Por qué no se evitó una tragedia que, como era evidente, estaba a punto de suceder? ¿Por qué, ante el riesgo que implicaba la situación que se estaba viviendo, las autoridades se mantuvieron de brazos cruzados? ¿Por qué se tomaron las decisiones que —hasta el momento— han costado la vida de docenas de personas?
¿Por qué se mandaron tan sólo 25 elementos del Ejército a tratar de controlar a una multitud que podría haberlos linchado, como casi ocurrió hace unos días? ¿Por qué se les expone? Los campos de alfalfa de Tlahuelilpan parecían estar destinados a una desgracia: de haber cumplido con su deber, la historia que estaríamos lamentando no sería la de un pueblo desgarrado por la pérdida de sus hijos, sino la del linchamiento de unas fuerzas de seguridad —pueblo uniformado— enviadas a un callejón sin salida, sin recursos, sin refuerzos, sin preparación para atender este tipo de situaciones. A una muerte segura. El argumento del pueblo bueno que “se ve obligado a cometer ilícitos” habría cambiado por el del pueblo bueno y sus “usos y costumbres”. Como en el 2004, en Tláhuac.
La tragedia de Tlahuelilpan podría, y debería, haberse evitado: las funciones del Estado no son discrecionales para quien no es sino mandatario de la ciudadanía. Una ciudadanía cuya vida —e integridad física— tendría que haber sido protegida por las autoridades: nada justifica la pérdida de vidas humanas. Nada, en absoluto.
Las imágenes son dantescas e inexplicables, pero también contundentes: los videos que muestran el géiser de combustible —y la presión de su caudal— advertían a las autoridades, sin lugar a dudas, del riesgo que se corría, como de manera inequívoca lo muestran las grabaciones en las que la policía trata de disuadir a quienes se acercaban al lugar de la tragedia. El Presidente en funciones aduce que la gente actuó con “la inocencia de pensar que no existían riesgos”: el Estado, en cambio, sabía que existían y aún así permitió que los pobladores se acercaran a —de nuevo— una muerte segura, la muerte atroz que hoy se replica en los periódicos del mundo entero. Y que podría haberse evitado.
Las autoridades no han sido capaces, a pesar de haberlo definido como prioridad, de evitar el ataque a los ductos de combustible; las autoridades no han sido capaces, tampoco, de restablecer el abasto en las entidades federativas cuya economía se ha desplomado a raíz de las medidas adoptadas por el gobierno federal. Las autoridades no han sido capaces de vender su proyecto energético a los inversionistas extranjeros; las autoridades no han sido capaces de proteger, tampoco, ni a la gente inocente que se ve obligada a delinquir, ni a la gente inocente cuya vida se ha trastornado con una estrategia que se sostiene, tan sólo, con las arengas patrióticas de quien prometió que el robo de combustibles se solucionaría con su mero ejemplo. Han fallecido más de ochenta personas.
El combate al robo de combustibles no es una cuestión de soberanía, sino de aplicación de la ley; no es una cuestión de sacrificios de los ciudadanos, sino de que las autoridades cumplan con el deber constitucional que les corresponde. El combate al robo de combustibles no es, tampoco, una conspiración o un ataque a un proyecto de gobierno: el combate al robo de combustibles, así como el abasto de los mismos y —sobre todo— la protección de la ciudadanía, son parte de las obligaciones de cualquier administración, sin importar su origen partidista, el desempeño de sus antecesores o, incluso, el número y porcentaje de votos con el que se haya accedido al poder.
El combate al robo de combustibles, así como el establecimiento del Estado de derecho y la salvaguarda de la vida, y la integridad física de la ciudadanía, son obligaciones de quien ejerce el poder: cuando —de manera consciente y deliberada— no se cumple con el mismo, se actúa con negligencia. Ne-gli-gen-cia.
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