La unidad nacional sería, en sí misma, una aspiración legítima de los ciudadanos. Suele ser exigida terminantemente, sin embargo, por los tiranos, esos hombres públicos investidos de poderes tan incontestables que no admiten la más mínima resistencia a sus soberanos designios. Así, en nombre de una suprema armonía, suprimen cualquier manifestación del pensamiento crítico sirviéndose, además, de la figura de un oscuro enemigo, cuidadosa y calculadamente fabricada con anterioridad, que atentaría presuntamente contra los intereses superiores de la colectividad y que necesitaría, por lo tanto, de la unión de todos para ser enfrentado.
El gobernante democrático no necesita de amenazadores adversarios para promover su agenda de políticas públicas. Le basta meramente con enunciar las posibles bondades de sus programas y proyectos. A partir de ahí, se aplica a la cotidiana tarea de administrar los asuntos de la nación, sin mayores alharacas y cacareos. Y, como no invoca a cada momento la malignidad de sus rivales, permite despreocupadamente la expresión de desacuerdos sin conferir, a quienes los expresan, la condición de irredentos antagonistas que necesitarían ser primeramente acallados y luego combatidos con toda dureza por oponerse a la gran causa patriótica.
Vivimos, desafortunadamente, tiempos de divisionismos y confrontaciones. Y, por si fuera poco, muchos electores, desencantados de las cosas, no parecen valorar siquiera mínimamente los provechos que ofrece la democracia liberal. De pronto, el discurso del extremismo y la intolerancia les parece tan atractivo que se olvidan de que ellos son los primerísimos beneficiarios de garantías como la libre expresión, la alternancia electoral o la representatividad en el poder político; derechos que en manera alguna están asegurados en esos regímenes autoritarios a los que lleva la aventura populista que tan fascinante les resulta. Una promesa hecha, encima, de resentimientos, sembrados de manera deliberada por los caudillos salvadores, que se conectan directamente con las insatisfacciones personales. La gran atracción de la oferta es que está confeccionada como una merecida reparación, un resarcimiento por los daños y agravios padecidos a manos de los poderosos de siempre o del enemigo por excelencia, a saber, el extranjero, el extraño, el de fuera. La propuesta populista se sustenta siempre en el antiguo componente tribal de los humanos y, en este sentido, es profundamente antimoderna en tanto que promueve el rechazo de los demás, a diferencia de un proceso civilizatorio que busca derribar las barreras que nos separan.
Pero ¿qué gran causa pudiere entonces unirnos, qué suprema empresa habría de hermanarnos y qué principio superior haría que nos lleváramos todos de la mano? ¿El neoliberalismo, tal vez? ¿El socialismo del siglo XXI? ¿El combate a la pobreza? ¿La defensa de la soberanía nacional? ¿El rescate de nuestros valores y nuestra identidad primigenia? Todo esto, más bien, es lo que nos ha dividido. Trump, al proclamar “America First”, no hizo más que despojar al resto de los países de su categoría de posibles socios recíprocos y los redujo a meros subsidiarios de la gran potencia. En lo que toca a México, llevamos ya varios años, como tantas otras naciones, en la construcción de un andamiaje sustentado en el rechazo al otro. Una deriva que, finalmente, terminó por consagrar a un nuevo régimen de aliento fundamentalmente justiciero. Los agravios, sin embargo, no los inventó Morena, el gran movimiento hegemónico que acaba de llegar al poder, sino que son bien reales y bien concretos: el saqueo del estado de Veracruz, perpetrado por un sátrapa tan cínico como desalmado, viene siendo casi un signo de los tiempos que hemos vivido en el pasado inmediato; la corrupción ha alcanzado cotas nunca vistas mientras que millones de mexicanos siguen viviendo en condiciones de pobreza absolutamente indignas. Sin embargo, el discurso de odio, la descalificación del que piensa diferente, el planteamiento de soluciones radicales a problemas muy complejos y la revancha pura y simple no debieran ser ya los componentes de la transformación que pudiéremos estar viviendo en estos momentos. A manera de respuesta a un estado de cosas, el señalamiento hacia la “mafia del poder” pudo haber servido para propiciar un gran cambio. Pero, ahora ya no: ahora es tiempo de tratar de encontrar un espacio común para todos nosotros y el primer paso sería mitigar la rudeza de las palabras, por más que las acusaciones tengan sustento y de que los mexicanos nos sintamos muy agraviados. Porque, no hay manera de construir una nación a partir del enfrentamiento entre unos y otros: el resultado no ha sido bueno en momento alguno de la historia.
Tendríamos pues que renunciar al encono, así sea que creamos no ser los primeros en haber sembrado la semilla de la malquerencia. La gran reconciliación nacional no acontecerá muy seguramente en 2019. Pero, no sería un mal año para comenzar a promover una mayor civilidad.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El gobernante democrático no necesita de amenazadores adversarios para promover su agenda de políticas públicas. Le basta meramente con enunciar las posibles bondades de sus programas y proyectos. A partir de ahí, se aplica a la cotidiana tarea de administrar los asuntos de la nación, sin mayores alharacas y cacareos. Y, como no invoca a cada momento la malignidad de sus rivales, permite despreocupadamente la expresión de desacuerdos sin conferir, a quienes los expresan, la condición de irredentos antagonistas que necesitarían ser primeramente acallados y luego combatidos con toda dureza por oponerse a la gran causa patriótica.
Vivimos, desafortunadamente, tiempos de divisionismos y confrontaciones. Y, por si fuera poco, muchos electores, desencantados de las cosas, no parecen valorar siquiera mínimamente los provechos que ofrece la democracia liberal. De pronto, el discurso del extremismo y la intolerancia les parece tan atractivo que se olvidan de que ellos son los primerísimos beneficiarios de garantías como la libre expresión, la alternancia electoral o la representatividad en el poder político; derechos que en manera alguna están asegurados en esos regímenes autoritarios a los que lleva la aventura populista que tan fascinante les resulta. Una promesa hecha, encima, de resentimientos, sembrados de manera deliberada por los caudillos salvadores, que se conectan directamente con las insatisfacciones personales. La gran atracción de la oferta es que está confeccionada como una merecida reparación, un resarcimiento por los daños y agravios padecidos a manos de los poderosos de siempre o del enemigo por excelencia, a saber, el extranjero, el extraño, el de fuera. La propuesta populista se sustenta siempre en el antiguo componente tribal de los humanos y, en este sentido, es profundamente antimoderna en tanto que promueve el rechazo de los demás, a diferencia de un proceso civilizatorio que busca derribar las barreras que nos separan.
Pero ¿qué gran causa pudiere entonces unirnos, qué suprema empresa habría de hermanarnos y qué principio superior haría que nos lleváramos todos de la mano? ¿El neoliberalismo, tal vez? ¿El socialismo del siglo XXI? ¿El combate a la pobreza? ¿La defensa de la soberanía nacional? ¿El rescate de nuestros valores y nuestra identidad primigenia? Todo esto, más bien, es lo que nos ha dividido. Trump, al proclamar “America First”, no hizo más que despojar al resto de los países de su categoría de posibles socios recíprocos y los redujo a meros subsidiarios de la gran potencia. En lo que toca a México, llevamos ya varios años, como tantas otras naciones, en la construcción de un andamiaje sustentado en el rechazo al otro. Una deriva que, finalmente, terminó por consagrar a un nuevo régimen de aliento fundamentalmente justiciero. Los agravios, sin embargo, no los inventó Morena, el gran movimiento hegemónico que acaba de llegar al poder, sino que son bien reales y bien concretos: el saqueo del estado de Veracruz, perpetrado por un sátrapa tan cínico como desalmado, viene siendo casi un signo de los tiempos que hemos vivido en el pasado inmediato; la corrupción ha alcanzado cotas nunca vistas mientras que millones de mexicanos siguen viviendo en condiciones de pobreza absolutamente indignas. Sin embargo, el discurso de odio, la descalificación del que piensa diferente, el planteamiento de soluciones radicales a problemas muy complejos y la revancha pura y simple no debieran ser ya los componentes de la transformación que pudiéremos estar viviendo en estos momentos. A manera de respuesta a un estado de cosas, el señalamiento hacia la “mafia del poder” pudo haber servido para propiciar un gran cambio. Pero, ahora ya no: ahora es tiempo de tratar de encontrar un espacio común para todos nosotros y el primer paso sería mitigar la rudeza de las palabras, por más que las acusaciones tengan sustento y de que los mexicanos nos sintamos muy agraviados. Porque, no hay manera de construir una nación a partir del enfrentamiento entre unos y otros: el resultado no ha sido bueno en momento alguno de la historia.
Tendríamos pues que renunciar al encono, así sea que creamos no ser los primeros en haber sembrado la semilla de la malquerencia. La gran reconciliación nacional no acontecerá muy seguramente en 2019. Pero, no sería un mal año para comenzar a promover una mayor civilidad.
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