“Ante la crispación, los ciudadanos están dispuestos a creer en todo, menos en la verdad”
Ahora la situación es diferente porque quien ganó no requiere de acuerdo parlamentario con la oposición y, además, la derrota del partido gobernante fue extrema. Quienes llegan al poder cuentan con el respaldo de una opinión pública que reprueba lo que existe y que otorga amplio apoyo a quien comienza una nueva gestión, mucho más allá de lo que se cree o de lo que una buena parte de los medios considera, como revela un estudio reciente de GCE. Así es, porque son muchos —hayan votado o no a López Obrador— los que perciben que las cosas inevitablemente van a mejorar. Es un juego de sentimientos y emociones, más que de razones: ese es el mecanismo de la comunicación política, de allí emana la popularidad de quien habrá de ser presidente.
En perspectiva, quienes arriban a la responsabilidad no reparan sobre tres temas importantes: el primero —y de menor trascendencia— reside en que al juzgar el pasado, se está estableciendo un modelo de desempeño propio, así, por ejemplo, si Olga Sánchez Cordero considera que el país es un cementerio, da espacio a la expectativa de que las cosas mejoren de inmediato, pues se trata de una afirmación tan radical, que convierte en imperativo un cambio de dirección que se traduzca en que pronto el país se aleje de ese indeseable y doloroso diagnóstico presente en buena parte del imaginario colectivo.
El segundo aspecto se refiere al tiempo, pues, aunque no lo parezca, seis años no es sino apenas un breve lapso que permite algunas modificaciones y el arranque de proyectos acotados; días largos, meses cortos, años precisos. Cambiar y transformar es un ejercicio muy complejo de adaptación de difícil realización. Una refinería lleva años desde su concepción hasta su puesta en marcha. La migración de las dependencias federales a los Estados tomaría unos seis años. El florecimiento y la llegada de los primeros frutos de una reforma educativa, al menos una década.
El tercer aspecto que normalmente no se considera al inicio de una administración es la magnitud de las dificultades y contrariedades, así como la complejidad para sacar adelante el ambicioso proyecto que se ha trazado. Un primer obstáculo son las limitaciones presupuestales, a lo que siguen los procesos y la normatividad que impone límites y acota la discrecionalidad en las decisiones. No menos importante es el tema del capital humano. Más allá del desprestigio que padece la burocracia alta, casi todas las dependencias federales han desarrollado un servicio civil profesional de carrera, la mayoría integrado por funcionarios competentes y ya familiarizados con la manera de sacar adelante el trabajo y los resultados.
Debería preocupar que el prejuicio popular contra la calidad profesional de los servidores públicos se reproduzca como política pública del nuevo gobierno. Es un error considerar que quien trabaja para el gobierno debe asumirlo como apostolado; simplemente se debe pagar de acuerdo con el mercado laboral de servicios profesionales. No hacerlo así propicia la corrupción o una pérdida de capital humano imprescindible para la calidad del gobierno.
La realidad es que quienes están por arribar a la responsabilidad pública viven ahora un momento muy distinto del que habrá de presentarse una vez que concluya la primera etapa del ciclo de gestión pública, algunos hablan de los 100 días; considero que no obstante la impaciencia de propios y extraños sobre el cambio, el gobierno que llega contará con más tiempo de eso que llaman el “bono democrático”.
También es de esperar que quienes arriben se arropen en la real o falsa —aunque interesada— explicación de que las cosas están considerablemente peor de lo que se esperaban. La crítica severa al pasado inmediato casi nunca es por ánimo de revancha, más bien, y con singular frecuencia, se trata de un recurso defensivo para justificar que las cosas no puedan mejorar con el apremio anhelado o comprometido. Ganar tiempo es el objetivo primario; sin embargo, también tiene su límite.
Llegar bien al poder no solo remite a la calidad del mandato manifiesto en los números de la elección, también se refiere a la capacidad para moderar desde un principio, la expectativa y definir con claridad metas y objetivos de gobierno, tarea que requiere de información, realismo y visión. Los términos en los que tiene lugar la transición de gobierno son los mejores: hay claridad del equipo que se hará cargo del gobierno y determinación del presidente Peña Nieto de plena colaboración, incluso en temas que contrastan con las políticas fundamentales de su administración, como se manifiesta en la suspensión de las licitaciones en materia de hidrocarburos y las referidas a la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de México.
Llegar al poder no es cheque en blanco, tampoco amnistía, es el inicio del proceso de renovación que, hoy más que nunca, va acompañado de una amplia expectativa de que las cosas mejoren para bien del país, cumpliendo el designio de don Benito Juárez: “Siempre he procurado hacer cuanto ha estado en mi mano para defender y sostener nuestras instituciones. He demostrado en mi vida pública que sirvo lealmente a mi patria y que amo la libertad. Ha sido mi único fin proponeros lo que creo mejor para vuestros más caros intereses, que son afianzar la paz en el porvenir y consolidar nuestras instituciones”.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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