Los especialistas de la Facultad de Medicina de la institución, comentaron que los hallazgos se basan en imágenes de resonancia magnética del cerebro de niños y adolescentes de 9 a 17 años, quienes tuvieron problemas depresivos y un peso saludable.
En un comunicado, la Universidad de Stanford informó que este estudio es el primero en documentar cómo la obesidad y la depresión concurrentes se reflejan en el cerebro en este grupo de edad.
Los jóvenes que tenían ambas afecciones presentaban volúmenes bajos en dos de las áreas de procesamiento de recompensa del cerebro; el hipocampo y la corteza cingulada anterior.
El profesor asistente de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento y uno de los científicos de la investigación, Manpreet Singh, sostuvo que con este análisis quieren ayudar a los niños y las familias a entender que estas afecciones son fenómenos basados en el cerebro.
Añadió que los niños y adolescentes que tienen ambas afecciones a menudo se sienten estigmatizados y pueden dudar en seguir el tratamiento.
"Queremos desestigmatizar estos problemas. Comprender que hay una base cerebral puede ayudar tanto a los niños como a los padres a centrarse en las soluciones", planteó.
A su vez, la profesora también del grupo de Psiquiatría y Ciencias de la Conducta, Natalie Rasgon, señaló que buscan entender la edad más temprana en que comienza esta vulnerabilidad, y también el momento más temprano en que se puede intervenir cuando se encuentra la intervención apropiada.
"La intervención temprana es importante porque, más adelante en la vida, estas son las mismas áreas del cerebro que también serán vulnerables a los procesos neurodegenerativos. Es un doble golpe", especificó.
Cuando la obesidad y la depresión comienzan en la infancia, tienden a persistir durante toda la vida; los jóvenes deprimidos pueden experimentar un ciclo de comer en exceso para tratar de sentirse mejor, seguido del aumento de peso, los sentimientos de depresión continua y el acoso relacionado con el peso que empeora aún más su depresión.
La investigación que incluyó la aplicación de escáneres cerebrales, reveló anormalidades en los centros de recompensa del cerebro. "Independientemente, en la obesidad y la depresión, aparecieron las mismas redes cerebrales, y eso nos resultaba curioso. Pensamos que quizás ese era un vínculo que nos ayudaría a entender mejor por qué coexistían estos síntomas", sostuvo Singh.
Por tanto, los investigadores reclutaron a 42 participantes jóvenes con un índice de masa corporal mayor a la media, y que reportaban síntomas depresivos de moderados a severos sin tratamiento.
Todos los participantes del estudio recibieron referencias de tratamiento durante el análisis; pero antes de buscar tratamiento, se evaluaron con pruebas clínicas y cuestionarios estándar para determinar su nivel de depresión, su experiencia de placer y ciertos comportamientos alimentarios, como comer sin control y emocionalmente.
También se midió su resistencia a la insulina durante el ayuno y después de consumir una dosis estándar de glucosa, el azúcar en la sangre, ya que ésta ayuda a que el azúcar pase de la sangre a las células del cuerpo, donde puede usarse como combustible.
Cuando alguien se vuelve resistente a la insulina, la hormona funciona con menos eficacia de lo normal; la resistencia a la insulina es un marcador de la disfunción metabólica que precede a la diabetes tipo 2. Finalmente, se les sometió a una resonancia magnética cerebral para evaluar su estructura y función cerebral.
En comparación con los participantes sensibles a la insulina, aquellos con mayor resistencia a la insulina experimentaron menos placer al comer, tuvieron más desinhibición con la comida (lo que significa que eran más propensos a comer de manera desenfrenada) y también tuvieron anhedonia más generalizada, es decir, dificultad para experimentar placer.
"Nos hemos acercado más a la comprensión de los mecanismos específicos compartidos entre estos síndromes y los marcadores neurofuncionales acordes que los acompañan", escriben los autores en el estudio.
El equipo científico realiza un estudio longitudinal de una cohorte de niños y adolescentes, incluidos los participantes de este análisis recién terminado, para evaluar cómo se unen sus cerebros y síntomas clínicos a lo largo del tiempo.
Vía: MVS.
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