El territorio de batalla

El territorio de batalla
Quienes disfrutan de la lectura —y reconstrucción— de las principales batallas de la historia saben que, en estrategia militar, el conocimiento del terreno es uno de los factores fundamentales para asegurar la victoria, como se da cuenta en los innumerables tratados que, en su mayoría, toman como origen el capítulo de las Aproximaciones en El Arte de la Guerra de Sun Tzu. Mero sentido común, a final de cuentas: cualquiera puede entender que no es lo mismo presentar combate en un desfiladero, con los enemigos en lo alto, que hacerlo en un territorio descubierto o en un escenario urbano. Por eso es preciso conocer el terreno: cada uno requiere de una estrategia distinta, que habrá de diseñarse tomando en cuenta sus peculiaridades.

Es posible deducir muchas cosas de la simple observación, a vuelo de pájaro, de la disposición de las tropas y los frentes que se han asumido como prioritarios: el conocimiento del terreno permite entender los puntos más vulnerables y predecir, con relativa eficacia, el curso que habrá de tomar la batalla. Como en un juego de ajedrez, en el que la posición de las distintas piezas sobre el terreno permite predecir —igualmente— la llegada del jaque en unas cuantas jugadas.

El ajedrez y la guerra, sin embargo, son mucho más complejos. La disposición del terreno no es sino un elemento —importantísimo, sí— dentro del diseño de la estrategia, y su conocimiento no sirve de nada sin una dirección de operaciones confiable pero, sobre todo, sin un liderazgo capaz de entender la batalla que se está librando. Una batalla que, al menos por parte del gobierno federal, parece estarse planteando sin entender por completo el territorio que se vislumbra hacia el futuro y que requeriría de acciones inmediatas para asegurar, al menos, la gobernabilidad del país.

Así, la semana que comienza con el eco del desafortunado “joder a México”, las dudas despertadas por los cambios en el gabinete y la indignación en aumento ante la impunidad de los exgobernadores de turno, podría no ser, de manera irónica, sino una terrible calma anterior a la tempestad que está por venir. Existe un hecho incontestable, y es que después de la elección estadunidense del 8 de noviembre nada será igual: gane quien gane, la visita de Trump a nuestro país habrá de acarrear consecuencias que en poco se puede prever favorezcan al gobierno federal.

La definición de la elección estadunidense permitirá que se aclaren las aspiraciones de quienes, hasta ahora, toman posiciones discretas a la espera de un momento que —saben— está por llegar. Y debilitar —aún más— al Presidente, es parte de la estrategia. No importa quién gane: si es Trump, por obvias razones, si es Clinton, más aún, el presidente Peña habrá de soportar una oleada de críticas ante la cual la sufrida con la visita no será sino un punto de referencia.

Éste no es sino el primer escollo en un territorio que se antoja más que accidentado. Los ecos de la elección estadunidense terminarán por apagarse en los primeros días de diciembre, con la tregua mediática que acompaña normalmente al Guadalupe-Reyes, mismo que en esta ocasión se verá interrumpido por la noticia de la liberalización del precio de las gasolinas, adelantada en un año. Basta con que aumente un centavo: la comparación del precio de los combustibles, antes y después de la Reforma Energética, será el mayor argumento para los opositores de una administración que, de no cambiar, podría ver incluso comprometidos sus intereses en el Estado de México, su mayor bastión.

El terreno de combate es escarpado: el resultado de la elección estadunidense debilitará una posición que se volverá todavía más difícil de sostener tras la liberalización de la gasolina, y puede poner en riesgo el Estado de México. Una batalla que, de no plantearse en los términos correctos, está perdida de antemano.

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