Si desean ustedes solazarse un poco más en el desánimo nacional, permítanme compartirles una observación que a mí en lo personal me resulta muy desalentadora: hace unos 45 años, Corea del Sur era un país menos desarrollado que México.
No hace falta decir más, señoras y señores, pero, ya formulada tan amarga comparación, echemos un rápido vistazo a los logros más evidentes y visibles de la nación asiática: dejemos de lado que Samsung ha desbancado ya a Apple como el fabricante de los mejores teléfonos inteligentes del planeta (el Galaxy Note 7 encabeza la clasificación en todas las pruebas, junto con sus hermanos menores, los S7 y S7 Edge), que los astilleros de su industria naval han echado fuera del mercado a los de la vieja Europa, que los coches que fabrican —cada vez más buenos y bonitos— comienzan a competir con los que se han armado tradicionalmente en Wolfsburg, Osaka o Detroit o que sus marcas tienen una proyección mundial, para destacar lo que verdaderamente importa, a saber, el famoso Índice de Desarrollo Humano (IDH): con un puntaje de 0,898, apenas por debajo de Islandia, seguida de Israel y Luxemburgo, y por encima de Japón, la República de Corea ocupa el decimosexto lugar en el informe realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, publicado en 2015 con datos de 2014. Las mediciones se sustentan en aspectos relacionados directamente con la calidad de vida de los seres humanos como son la alfabetización, la educación, la salud y el bienestar. Corea es también uno de los países más avanzados tecnológicamente, mejor comunicados y con una extraordinaria infraestructura: un artículo de la Wikipedia reseña la abundancia de autopistas y trenes modernos. Ah, y el Aeropuerto Internacional de Inchon ha sido seleccionado, por cuatro años consecutivos, como el “mejor aeropuerto” por el Consejo Internacional de Aeropuertos.
Ahora bien, estos éxitos portentosos se han sustentado en un punto esencial para la implementación de políticas públicas y planes gubernamentales: la educación. Corea del Sur, en las pruebas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), se ubica en el primer lugar para la resolución de problemas y el tercero en matemáticas. Más allá de estos resultados, el sistema educativo coreano está considerado, según algunas evaluaciones, como el segundo mejor del mundo —después del de Finlandia— aunque otros estudios lo colocan en un primer lugar que, dependiendo de que sea tomado en cuenta, como factor, el porcentaje de ciudadanos que poseen estudios superiores, también podría tenerlo Canadá (51 por ciento de los canadienses tienen un título universitario mientras que en Corea la cifra es de 40 puntos porcentuales). Estamos hablando, de cualquier manera, de un país que pasó del analfabetismo a tener una instrucción pública excepcional en apenas 60 años. Un verdadero milagro.
Mientras tanto, ¿cómo está México? Pues, no tendría casi sentido comenzar a enumerar machaconamente los problemas y fracasos de este país porque todos nosotros sabemos cómo estamos. En el mejor de los casos, podríamos calificarnos como una nación que funciona a dos velocidades: existe, en el mismo territorio donde se observan escalofriantes niveles de pobreza, una clase media que consume grandemente y, de hecho, somos una potencia industrial. No tenemos corporaciones propias, sin embargo —no hay ninguna marca de coches mexicanos, ni de televisores, ni de tecnología propia que compita a nivel global— sino que nos dedicamos esencialmente a ensamblar coches y aparatos electrónicos de marcas extranjeras. Hemos logrado éxitos en los sectores del cemento, la producción de contenidos audiovisuales (telenovelas) y la industria panificadora, entre otros, pero las cifras no perdonan: no somos un país con un IDH “muy alto”, como Corea (o Chile que, ocupando el puesto 42, arriba de Portugal y Hungría, debiera también confrontarnos con nuestra desconsoladora realidad), sino que estamos en el lugar 72, en el pelotón donde se encuentran Argelia, Belice, Mongolia y Jordania (junto con otro centenar de naciones de desarrollo “alto”, a pesar de todos los pesares). Y, sobre todo, somos un país tremendamente desigual que no ha logrado crear la suficiente riqueza como para distribuirla de manera colectiva.
Pero, la comparación con la República de Corea es lapidaria. Lo repito, hace apenas unos decenios tenía un desarrollo menor que el de México. De ahí, una pregunta igual de categórica: ¿qué hemos hecho mal? Deberíamos de saberlo, porque es evidente que hemos tomado un camino equivocado. Lo más curioso es que, a estas alturas, seguimos aferrados al mismo modelo: ahora, en el momento en que tenemos ya las reformas estructurales para cambiar las cosas, se escuchan las voces, cada vez más fuertes, de quienes proponen la derogación de las leyes educativas. Y, nuestro Gobierno, a lo mejor, termina por ceder (o se retractan los ínclitos representantes que padecemos en nuestro Congreso bicameral y abrogan la reforma). Cultivemos pues nuestro modelo mexicano, ablandados por esos estudiantes que exigen airadamente el “pase automático” y esos maestros que rechazan cualquier mecanismo de supervisión. En las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, México aparece como unos de peores calificados. Sin comentarios…
revueltas@mac.com
Ahora bien, estos éxitos portentosos se han sustentado en un punto esencial para la implementación de políticas públicas y planes gubernamentales: la educación. Corea del Sur, en las pruebas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), se ubica en el primer lugar para la resolución de problemas y el tercero en matemáticas. Más allá de estos resultados, el sistema educativo coreano está considerado, según algunas evaluaciones, como el segundo mejor del mundo —después del de Finlandia— aunque otros estudios lo colocan en un primer lugar que, dependiendo de que sea tomado en cuenta, como factor, el porcentaje de ciudadanos que poseen estudios superiores, también podría tenerlo Canadá (51 por ciento de los canadienses tienen un título universitario mientras que en Corea la cifra es de 40 puntos porcentuales). Estamos hablando, de cualquier manera, de un país que pasó del analfabetismo a tener una instrucción pública excepcional en apenas 60 años. Un verdadero milagro.
Mientras tanto, ¿cómo está México? Pues, no tendría casi sentido comenzar a enumerar machaconamente los problemas y fracasos de este país porque todos nosotros sabemos cómo estamos. En el mejor de los casos, podríamos calificarnos como una nación que funciona a dos velocidades: existe, en el mismo territorio donde se observan escalofriantes niveles de pobreza, una clase media que consume grandemente y, de hecho, somos una potencia industrial. No tenemos corporaciones propias, sin embargo —no hay ninguna marca de coches mexicanos, ni de televisores, ni de tecnología propia que compita a nivel global— sino que nos dedicamos esencialmente a ensamblar coches y aparatos electrónicos de marcas extranjeras. Hemos logrado éxitos en los sectores del cemento, la producción de contenidos audiovisuales (telenovelas) y la industria panificadora, entre otros, pero las cifras no perdonan: no somos un país con un IDH “muy alto”, como Corea (o Chile que, ocupando el puesto 42, arriba de Portugal y Hungría, debiera también confrontarnos con nuestra desconsoladora realidad), sino que estamos en el lugar 72, en el pelotón donde se encuentran Argelia, Belice, Mongolia y Jordania (junto con otro centenar de naciones de desarrollo “alto”, a pesar de todos los pesares). Y, sobre todo, somos un país tremendamente desigual que no ha logrado crear la suficiente riqueza como para distribuirla de manera colectiva.
Pero, la comparación con la República de Corea es lapidaria. Lo repito, hace apenas unos decenios tenía un desarrollo menor que el de México. De ahí, una pregunta igual de categórica: ¿qué hemos hecho mal? Deberíamos de saberlo, porque es evidente que hemos tomado un camino equivocado. Lo más curioso es que, a estas alturas, seguimos aferrados al mismo modelo: ahora, en el momento en que tenemos ya las reformas estructurales para cambiar las cosas, se escuchan las voces, cada vez más fuertes, de quienes proponen la derogación de las leyes educativas. Y, nuestro Gobierno, a lo mejor, termina por ceder (o se retractan los ínclitos representantes que padecemos en nuestro Congreso bicameral y abrogan la reforma). Cultivemos pues nuestro modelo mexicano, ablandados por esos estudiantes que exigen airadamente el “pase automático” y esos maestros que rechazan cualquier mecanismo de supervisión. En las pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, México aparece como unos de peores calificados. Sin comentarios…
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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