El reto formidable del Informe

El reto formidable del Informe
El presidente Peña asume, con el cambio de formato para el Informe presidencial, un reto formidable. Quizá el mayor de todo su mandato: en un momento en que los índices de aprobación se encuentran en niveles inimaginables —las mediciones que lo situaban en los veintes fueron publicadas antes de la revelación del departamento de Miami, de los escándalos olímpicos, de la revelación de la tesis y de la ratificación de Castillo—, la decisión de enfrentarse al juicio de los jóvenes, su némesis desde los días del 132, tendría que haber sido considerada desde todos los ángulos y estar en la disposición absoluta de responder, con la verdad, cualquier tipo de pregunta. Cualquiera.

De lo contrario se corre el riesgo de que el ejercicio surta el efecto contrario al esperado. En los tiempos que vivimos, con los cuestionamientos existentes sobre la legitimidad de la tesis —un asunto que ha volcado a los jóvenes estudiantes en su contra—, las imágenes todavía frescas de los jóvenes —como ellos— que tuvieron que competir en los Juegos Olímpicos, en contra de la adversidad, y la aparición casi semanal de nuevos escándalos de corrupción, expectativas económicas a la baja e incrementos en el precio de los combustibles —es incomprensible que justo en el día del Informe de Gobierno se programe un aumento que podría haberse incluido en el anterior— el hecho de que no se formularan preguntas concretas —y se dieran respuestas detalladas— sobre estos hechos le restaría credibilidad a lo que, por otro lado, podría ser el punto de inicio para un nuevo arranque de la administración.

Un nuevo arranque si Enrique Peña Nieto consiguiera no sólo salir indemne de los cuestionamientos en su contra, sino suscitar el entusiasmo entre la audiencia. No sólo entre los asistentes, sino entre quienes lo observan —y evalúan— desde sus hogares, a final de cuentas los receptores del mensaje que el Presidente tratará de hacer llegar. El reto es formidable, de nuevo: en su concepto más reciente, utilizado por Rodríguez Zapatero en España, los participantes habían sido elegidos de manera transparente —para ser una muestra representativa de las inquietudes españolas— y las preguntas no eran conocidas por antelación por el Presidente. Quien cuestionaba tenía, incluso, derecho de preguntar de nuevo cuando considerase que no había obtenido una respuesta satisfactoria: ¿es esto, o algo similar, lo que veremos el jueves con los jóvenes convocados a la reunión con el presidente Peña?

No sólo eso. Con independencia del ambiguo proceso de selección de los participantes, en el caso de que las preguntas sean previamente consensuadas, como fue asentado en el anuncio inicial, un acto de preguntas a modo, que lleven al relato de historias emotivas relacionadas con los cinco ejes, sería poco creíble y en instantes comenzarían a surgir hashtags y memes con las preguntas que tendrían que haberse realizado: la credibilidad presidencial sería puesta, nuevamente, en entredicho. En el caso de que las preguntas fueran libres, las respuestas deberían prepararse para ser satisfactorias, sin importar lo dolorosas que puedan ser. Y encima de eso, y tras haber pasado el trago amargo, ¿existe todavía una causa que pueda entusiasmar a la ciudadanía, y hacerla creer en un proyecto de nación que parece tambalearse? ¿Cuenta Enrique Peña Nieto con argumentos nuevos, contundentes, para generar esperanza en una sociedad en la que sólo dos de cada diez personas aprueban su gestión?

El reto es formidable, por tercera vez. Requiere de apertura total, honestidad, voluntad de transparencia, empatía emocional y proyecto sólido de gobierno, disciplina y capacidad de consenso. Los riesgos son, por otro lado, inconmensurables: fallar ahora significaría el distanciamiento total con quienes habrán de decidir, en todos sentidos, el futuro del país. La moneda está en el aire.
 

Comentarios