Ya estarán ustedes enterados, lectores de provincia (el término no es del agrado de los millones de mexicanos que no habitan el estado libre y soberano de Ciudad de México —¡sí, un estado de nuestra Federación se llama ahora “ciudad”!— pero, en fin, su utilización aquí es un subproducto de la escritura rápida que acostumbramos quienes garrapateamos artículos de opinión), de que el aire de la capital de la República está muy contaminado. Uno pensaría que es por los millones de coches que circulan en las calles de la caótica megalópolis pero algunos expertos opinan que la culpa la tienen las toneladas de basura que se acumulan todos los días, otros eruditos dicen que es por el humo de los camiones de limpia, ciertos sabios —en lo que parece un desaforado desafío al sentido común— sostienen que el programa “Hoy no Circula” ha provocado una elevación en los niveles de ozono (es decir, que resulta perjudicial que dos millones de autos dejen de desplazarse por las calles) y, finalmente, no pocos peritos argumentan que la mayor parte de la polución la provocan las fábricas del estado de México.
O sea, que es un tema complicadísimo, señoras y señores. Ahora bien, tendríamos que proponer un punto de partida de cualquier manera. Y, en este sentido, se me ocurre que lo del número de coches no es una cuestión menor. Digo, en lo que queda todavía de la Amazonia no hay autos y allí es muy puro el aire, según parece. Luego entonces, suponer que los ocho millones de coches que circulan a diario en la zona metropolitana del valle de México sí provocan contaminación, y mucha, es consignar meramente una categórica relación de causa y efecto. Dicho esto, uno puede comenzar a hacerse preguntas sobre las causas de este fenómeno y establecer también, a botepronto, un vínculo entre el uso de coches particulares y… la falta de buen transporte público.
El coche, en condiciones normales, otorga una indudable libertad personal: te permite transportar a perros estorbosos y atiborrar el maletero con la compra del hipermercado, no dependes de un tercero para moverte, puedes partir hacia cualquier destino en el momento que te dé la gana y conducir a gran velocidad, por puro placer, en una autopista mínimamente bien pavimentada. Esta proclama libertaria, sin embargo, ya no es tan evidente en el momento en que te encuentras atascado en las saturadas avenidas de una gran ciudad, circulando a una media de cinco kilómetros por hora y enfrentado, además, al desafío de encontrar un espacio para estacionar el cacharro, por no hablar de las interminables colas para cargar gasolina o de la servidumbre que significa apoquinar con las gravosas mensualidades del crédito bancario.
Habiéndose así esfumado el encanto del coche en la urbe congestionada, el ciudadano contemporáneo dirige su mirada hacia el transporte público: al Met de New York llegas en metro, en París te mueves también en el transporte subterráneo, en la periferia de Bruselas te desplazas en los trenes suburbanos y en todas las ciudades de los países avanzados existen redes de autobuses estupendos y cómodos que puedes utilizar para llegar prácticamente a cualquier parte. Esto no ocurre en México. El servicio público de transportación es tan absolutamente calamitoso que una de las primerísimas aspiraciones del mexicano de a pie es comprarse un coche para ya no tener que viajar en tan indignas condiciones. El uso de un metro atiborrado de usuarios es agobiante y desagradable, los viajes en los piojosos microbuses resultan insoportables y los autobuses urbanos (que, curiosamente, llamamos “camiones”) no parecen vehículos para llevar gente sino máquinas para producir ruido y humo. Pero, además, se pierde muchísimo tiempo en los viajes (una de las razones del fracaso de las nuevas zonas habitacionales que se edificaron en las periferias fue precisamente la falta de trenes o tranvías que te llevaran con razonable prontitud a tu centro de trabajo).
Estamos constatando el estrepitoso fracaso de nuestro modelo de desarrollo urbano, si es que se le pueda llamar “modelo” a la anarquía. Pero, ¿por qué no hemos logrado tener un buen sistema de transporte público? Han faltado recursos e inversiones, desde luego, como en tantos otros ámbitos relacionados con el simple desarrollo de un país. En el caso particular de la capital de México, buena parte de la culpa la tienen los subsidios y, paradójicamente, el consentimiento de las autoridades para que funcione una red de operadores privados ineficientes (los microbuses no son otra cosa que eso, negocios privados, más allá de que los trogloditas que los conducen sirvan de clientelas políticas). Las tarifas del metro, artificialmente bajas, representan un auténtico barril sin fondo para la hacienda pública y no permiten financiar siquiera el mantenimiento de las líneas. El Metrobús es, ahí sí, un gran proyecto (no falta quien diga que contamina) pero tendrían que existir decenas y decenas de líneas, por toda la ciudad, para que los automovilistas dejaran sus coches en casa y lo comenzaran a utilizar.
El futuro es absolutamente terrorífico: se calcula que 13 millones de coches circularán en la zona metropolitana del valle de México en 2020. Ustedes dirán…
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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