La necesidad de una nueva reforma electoral es evidente. Son muchos los temas que exigen la atención del legislador. El cambio demanda responsabilidad y sentido de compromiso. Este reclamo suele ir acompañado por la pretensión de los partidos, legítima, sin duda alguna, de avanzar en una agenda a la medida de sus intereses. Las aspiraciones son excesivas y difícilmente podrán concretarse, sobre todo si precisan de cambios constitucionales. Pero mucho puede resolverse en la reforma a ley ordinaria, especialmente colmar lagunas en diversos asuntos como el de los candidatos independientes y, de paso, mejorar el modelo comunicacional vigente.
El debate es, por sí mismo, útil. El PAN ha privilegiado varios temas y en los medios se ha destacado el de la segunda vuelta, propuesta que de antemano el PRI y otras fuerzas políticas rechazan. Hay sólidos argumentos a favor y también en contra. No es solo una cuestión de legitimidad, también lo es de gobernabilidad. Una de las debilidades del modelo que propone el PAN es que desvincula la elección de legisladores de la de presidente o gobernador. Esta circunstancia eleva la posibilidad de tener ejecutivos electos con precaria fuerza legislativa, uno de los problemas estructurales del régimen presidencial.
El PRI ha reiterado su demanda de reducir el número de legisladores en las Cámaras federales. Lo discutible es que la propuesta se centra en disminuir la cantidad de legisladores electos por representación proporcional, lo que supone efectos de sobrerrepresentación, es decir, un margen más amplio para que un partido tenga una proporción de legisladores mayor al porcentaje de votación. Esta sugerencia afecta al pluralismo y sacude en particular a los partidos medianos y pequeños. La génesis de la reforma política en México apunta al aumento de la proporcionalidad y de la pluralidad. Una buena salida sería igualar la integración proporcional con la de la mayoría relativa.
Con respecto a la representatividad de los legisladores de representación proporcional sí hay un aspecto que debe ser resuelto seguramente en otro momento. Desde hace tiempo he sugerido la conveniencia de desbloquear las listas y someterlas, en lo individual, al escrutinio ciudadano; es decir, que los legisladores considerados en esta opción no sean votados en bloque, sino que el elenco se exponga al juicio de los electores para que sean éstos los que determinen quiénes habrán de llegar al cargo.
Usualmente la reforma política se sobrepone a la reforma electoral. Lo que ahora resulta imprescindible es mejorar el marco comicial existente a la luz de la experiencia de los procesos electorales de 2009, 2012 y 2015, especialmente de este último, cuando se abrió la puerta a las candidaturas independientes y el IFE fue transformado en INE, con base en un modelo intermedio entre la autoridad electoral central y las locales.
El centralismo ha ganado terreno y ello no es, necesariamente, lo más conveniente. Sin embargo, la exigencia de los partidos políticos distintos al PRI, pero igualmente centralistas, ha hecho sentir la conveniencia de tener una autoridad electoral única con el consecuente despojo de atribuciones a los estados y al Distrito Federal. El centralismo de la última reforma no ha cancelado la discusión sobre la confiabilidad de los órganos electorales. El propio INE está en el centro del debate y por ahora, según muestran estudios de opinión, está en su punto más bajo de credibilidad.
Uno de los aspectos más urgentes tiene que ver con el marco legal aplicable a los candidatos independientes. Prácticamente nada está resuelto en la ley. En el pasado proceso electoral tuvo que ser un criterio del Tribunal Electoral el que determinara los topes de gasto aplicable. Este tema debe ser considerado en la ley, principalmente en lo que toca a las prerrogativas que les corresponden (financiamiento y acceso a medios), los requisitos que se deben cumplir y el régimen de fiscalización aplicable, así como las garantías y sanciones correspondientes.
El régimen electoral mexicano ha desarrollado una extensa y compleja normatividad bajo la tesis de que los actores centrales del proceso electoral son los partidos, no los candidatos. Desde esta perspectiva, es mucho lo que debe ajustarse en la norma. De por medio no solo está el tema de equidad o del llamado piso parejo entre candidatos de partido y candidatos independientes, también está el de transparencia y fiscalización rigurosa, particularmente el origen de los recursos para el gasto de campañas. Está en manos del legislador hacer que la figura de candidato independiente sea una modalidad de ejercicio de derechos virtuosa y positiva para la democracia representativa.
El modelo comunicacional también requiere una revisión profunda. El exceso de promocionales, la restricción a la libertad de expresión de particulares (no solo de partidos y políticos) y la ausencia de espacios de diálogo y debate deben ser atendidos por el legislador. El contenido actual es comprensible por la secuela de la elección presidencial de 2006, traumática para el PRI, que pasó al tercer sitio de las preferencias y también para el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, quien perdió la elección frente al candidato del gobierno, Felipe Calderón, por una muy estrecha diferencia. El agravio y el oportunismo propiciaron un marco comunicacional que afectó severamente las libertades individuales y cargó de culpas a los medios de comunicación, especialmente a la radio y a la tv, al prohibirles de manera absoluta la comercialización de la publicidad electoral y el traslado de los tiempos del Estado para financiar la publicidad partidista mediante promocionales que muy poco han contribuido a un voto informado o al debate sobre los temas fundamentales de la vida nacional.
Ante la urgencia y las limitaciones que impone el entorno actual, se ve difícil que pueda concretarse una reforma correctiva profunda. Sin embargo, el momento es adecuado para hacer un balance sobre el modelo, para puntualizar qué objetivos han sido alcanzados y cuáles han quedado por debajo de las expectativas. La reforma electoral es necesaria, quizá imprescindible, para mejorar los procesos. Queda mucho por hacer. Los alcances y logros de esta modificación serán la medida del compromiso de las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso.
El debate es, por sí mismo, útil. El PAN ha privilegiado varios temas y en los medios se ha destacado el de la segunda vuelta, propuesta que de antemano el PRI y otras fuerzas políticas rechazan. Hay sólidos argumentos a favor y también en contra. No es solo una cuestión de legitimidad, también lo es de gobernabilidad. Una de las debilidades del modelo que propone el PAN es que desvincula la elección de legisladores de la de presidente o gobernador. Esta circunstancia eleva la posibilidad de tener ejecutivos electos con precaria fuerza legislativa, uno de los problemas estructurales del régimen presidencial.
El PRI ha reiterado su demanda de reducir el número de legisladores en las Cámaras federales. Lo discutible es que la propuesta se centra en disminuir la cantidad de legisladores electos por representación proporcional, lo que supone efectos de sobrerrepresentación, es decir, un margen más amplio para que un partido tenga una proporción de legisladores mayor al porcentaje de votación. Esta sugerencia afecta al pluralismo y sacude en particular a los partidos medianos y pequeños. La génesis de la reforma política en México apunta al aumento de la proporcionalidad y de la pluralidad. Una buena salida sería igualar la integración proporcional con la de la mayoría relativa.
Con respecto a la representatividad de los legisladores de representación proporcional sí hay un aspecto que debe ser resuelto seguramente en otro momento. Desde hace tiempo he sugerido la conveniencia de desbloquear las listas y someterlas, en lo individual, al escrutinio ciudadano; es decir, que los legisladores considerados en esta opción no sean votados en bloque, sino que el elenco se exponga al juicio de los electores para que sean éstos los que determinen quiénes habrán de llegar al cargo.
Usualmente la reforma política se sobrepone a la reforma electoral. Lo que ahora resulta imprescindible es mejorar el marco comicial existente a la luz de la experiencia de los procesos electorales de 2009, 2012 y 2015, especialmente de este último, cuando se abrió la puerta a las candidaturas independientes y el IFE fue transformado en INE, con base en un modelo intermedio entre la autoridad electoral central y las locales.
El centralismo ha ganado terreno y ello no es, necesariamente, lo más conveniente. Sin embargo, la exigencia de los partidos políticos distintos al PRI, pero igualmente centralistas, ha hecho sentir la conveniencia de tener una autoridad electoral única con el consecuente despojo de atribuciones a los estados y al Distrito Federal. El centralismo de la última reforma no ha cancelado la discusión sobre la confiabilidad de los órganos electorales. El propio INE está en el centro del debate y por ahora, según muestran estudios de opinión, está en su punto más bajo de credibilidad.
Uno de los aspectos más urgentes tiene que ver con el marco legal aplicable a los candidatos independientes. Prácticamente nada está resuelto en la ley. En el pasado proceso electoral tuvo que ser un criterio del Tribunal Electoral el que determinara los topes de gasto aplicable. Este tema debe ser considerado en la ley, principalmente en lo que toca a las prerrogativas que les corresponden (financiamiento y acceso a medios), los requisitos que se deben cumplir y el régimen de fiscalización aplicable, así como las garantías y sanciones correspondientes.
El régimen electoral mexicano ha desarrollado una extensa y compleja normatividad bajo la tesis de que los actores centrales del proceso electoral son los partidos, no los candidatos. Desde esta perspectiva, es mucho lo que debe ajustarse en la norma. De por medio no solo está el tema de equidad o del llamado piso parejo entre candidatos de partido y candidatos independientes, también está el de transparencia y fiscalización rigurosa, particularmente el origen de los recursos para el gasto de campañas. Está en manos del legislador hacer que la figura de candidato independiente sea una modalidad de ejercicio de derechos virtuosa y positiva para la democracia representativa.
El modelo comunicacional también requiere una revisión profunda. El exceso de promocionales, la restricción a la libertad de expresión de particulares (no solo de partidos y políticos) y la ausencia de espacios de diálogo y debate deben ser atendidos por el legislador. El contenido actual es comprensible por la secuela de la elección presidencial de 2006, traumática para el PRI, que pasó al tercer sitio de las preferencias y también para el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, quien perdió la elección frente al candidato del gobierno, Felipe Calderón, por una muy estrecha diferencia. El agravio y el oportunismo propiciaron un marco comunicacional que afectó severamente las libertades individuales y cargó de culpas a los medios de comunicación, especialmente a la radio y a la tv, al prohibirles de manera absoluta la comercialización de la publicidad electoral y el traslado de los tiempos del Estado para financiar la publicidad partidista mediante promocionales que muy poco han contribuido a un voto informado o al debate sobre los temas fundamentales de la vida nacional.
Ante la urgencia y las limitaciones que impone el entorno actual, se ve difícil que pueda concretarse una reforma correctiva profunda. Sin embargo, el momento es adecuado para hacer un balance sobre el modelo, para puntualizar qué objetivos han sido alcanzados y cuáles han quedado por debajo de las expectativas. La reforma electoral es necesaria, quizá imprescindible, para mejorar los procesos. Queda mucho por hacer. Los alcances y logros de esta modificación serán la medida del compromiso de las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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