Daniel Higa. México es un país que se ha hecho famoso –entre otras cosas- por ser un gran productor de migrantes ilegales hacia los Estados Unidos. También es el paso obligado de los migrantes centroamericanos que quieren llegar a la unión americana; pero en algún punto del largo camino hacia la frontera norte se rompen todos los sueños de estas personas por tratar de conseguir una “vida mejor”.
La ruta migrante en México se ha convertido en la representación más cercana del infierno. Asesinatos, secuestros, violaciones, extorsiones, robos y desapariciones son el menú de cada día.
Arriba de la “La Bestia”, se cobran 100 dólares para los que viajan en él. Si no tienen el dinero o si se niegan a pagar, los avientan mientras el tren va en movimiento y nadie los vuelve a ver.
En ciertas zonas entre Veracruz y Tabasco, se suben comandos armados y bajan a centenares de migrantes, los secuestran y piden un rescate a sus familiares por su liberación. Para muchos de ellos, aunque paguen sus familiares la suma exigida, no volverán a ver la luz ni a sus seres queridos.
Más allá de los escándalos de las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas; Cadereyta, Nuevo León o las de Jalisco y Michoacán, lo que pasa en la ruta migrante es algo desconocido para muchos sectores de la sociedad.
Según el Instituto Nacional de Migración (INM), en 2013 ingresaron al país 171 mil migrantes sin documentos. El 95 % de ellos son centroamericanos. Y tan solo el año pasado, 7756 menores de edad procedentes de América Central -que viajaban solos sin la compañía de un adulto- fueron deportados a sus países de origen.
Lo alarmante viene cuando la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha calculado que pueden ser entre 120 mil y 150 mil migrantes centroamericanos desaparecidos en México.
No debería ser nuevo el hecho de que México es un país de tránsito y que desde el 2006, el crimen organizado se ha apoderado de la ruta migratoria y ha utilizado a los migrantes como su materia prima para expandirse en el mercado de tráfico de órganos, trata de personas, explotación sexual, secuestros y para reclutar hombres jóvenes en sus filas.
Pero gracias a algunas organizaciones sociales como la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes, el Instituto para las Mujeres en la Migración, el Servicio Jesuita a Migrantes y las Casas del Migrante en varias regiones del país, se ha podido documentar los abusos y la violencia que sufren los centroamericanos que ingresan de forma ilegal a México.
O la misma Caravana de Madres de Migrantes Centroamericanos Desaparecidos, que año con año recorren la misma ruta que se supone siguieron sus parientes para tratar de encontrar alguna pista que las lleve a saber qué pasó con sus hijos.
Todos estos esfuerzos han logrado que los desaparecidos no se conviertan en fantasmas. Han obligado a las autoridades a reconocer el problema y han impactado a la sociedad con sus historias de sufrimiento.
Y es que hay un punto de inflexión en donde la condición del migrante podría cambiar si la sociedad en su conjunto modificara la percepción que se tiene de estas personas. El hecho es que se catalogan de antemano como delincuentes por su condición en la que entraron en el país, pero ellos –y así lo considera la ley en México- no son ni criminales ni delincuentes.
Nos enoja e indigna que a los connacionales que están de ilegales en los Estados Unidos no se les respeten sus derechos humanos ni se garantice su seguridad, pero eso mismo es lo que nosotros no hacemos con los migrantes centroamericanos. Ellos –los migrantes centroamericanos- los catalogamos de un nivel inferior, algo así como los indígenas o los pobres y por tanto, no son dignos de respeto.
El grave problema que tiene México es que las autoridades federales no han podido romper –y parece que no podrán hacerlo- con el círculo de corrupción con el que operan los agentes migratorios, las policías municipales y los ministerios públicos locales.
Hay testimonios en donde algunos migrantes que pudieron escapar de sus secuestradores y que han ido a denunciar los hechos ante las autoridades buscando protección, se encuentran con el hecho de que son ellas mismas –las autoridades- las que los entregan de nuevo a los criminales.
O son miembros de las mismas policías municipales las que se encargan de hacer la labor de “halcones” para informarle a los criminales –y según los testimonios se trata en su mayoría de Los Zetas-, sobre posibles operativos del ejército o de otras fuerzas federales.
El mismo sistema con el que funciona la red del tráfico de drogas, lo malo es que en este caso son personas las que se convierten en mercancía.
Pero esto no es una desgracia solamente para el migrante secuestrado o asesinado. Esto tiene un impacto social expansivo que va desde el desmantelamiento de un entorno familiar por la pérdida de un ser querido, hasta la posibilidad de que el mismo crimen organizado se vaya fortaleciendo en sus estructuras al reclutar de forma permanente a personas que trabajen para ellos, aunque sea de forma obligada y bajo amenaza de muerte.
La ruta migrante en México está ensangrentada también, como todo el país desde hace seis años. Y desgraciadamente el panorama es sombría, porque las cosas no van a cambiar…
La ruta migrante en México se ha convertido en la representación más cercana del infierno. Asesinatos, secuestros, violaciones, extorsiones, robos y desapariciones son el menú de cada día.
Arriba de la “La Bestia”, se cobran 100 dólares para los que viajan en él. Si no tienen el dinero o si se niegan a pagar, los avientan mientras el tren va en movimiento y nadie los vuelve a ver.
En ciertas zonas entre Veracruz y Tabasco, se suben comandos armados y bajan a centenares de migrantes, los secuestran y piden un rescate a sus familiares por su liberación. Para muchos de ellos, aunque paguen sus familiares la suma exigida, no volverán a ver la luz ni a sus seres queridos.
Más allá de los escándalos de las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas; Cadereyta, Nuevo León o las de Jalisco y Michoacán, lo que pasa en la ruta migrante es algo desconocido para muchos sectores de la sociedad.
Según el Instituto Nacional de Migración (INM), en 2013 ingresaron al país 171 mil migrantes sin documentos. El 95 % de ellos son centroamericanos. Y tan solo el año pasado, 7756 menores de edad procedentes de América Central -que viajaban solos sin la compañía de un adulto- fueron deportados a sus países de origen.
Lo alarmante viene cuando la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha calculado que pueden ser entre 120 mil y 150 mil migrantes centroamericanos desaparecidos en México.
No debería ser nuevo el hecho de que México es un país de tránsito y que desde el 2006, el crimen organizado se ha apoderado de la ruta migratoria y ha utilizado a los migrantes como su materia prima para expandirse en el mercado de tráfico de órganos, trata de personas, explotación sexual, secuestros y para reclutar hombres jóvenes en sus filas.
Pero gracias a algunas organizaciones sociales como la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes, el Instituto para las Mujeres en la Migración, el Servicio Jesuita a Migrantes y las Casas del Migrante en varias regiones del país, se ha podido documentar los abusos y la violencia que sufren los centroamericanos que ingresan de forma ilegal a México.
O la misma Caravana de Madres de Migrantes Centroamericanos Desaparecidos, que año con año recorren la misma ruta que se supone siguieron sus parientes para tratar de encontrar alguna pista que las lleve a saber qué pasó con sus hijos.
Todos estos esfuerzos han logrado que los desaparecidos no se conviertan en fantasmas. Han obligado a las autoridades a reconocer el problema y han impactado a la sociedad con sus historias de sufrimiento.
Y es que hay un punto de inflexión en donde la condición del migrante podría cambiar si la sociedad en su conjunto modificara la percepción que se tiene de estas personas. El hecho es que se catalogan de antemano como delincuentes por su condición en la que entraron en el país, pero ellos –y así lo considera la ley en México- no son ni criminales ni delincuentes.
Nos enoja e indigna que a los connacionales que están de ilegales en los Estados Unidos no se les respeten sus derechos humanos ni se garantice su seguridad, pero eso mismo es lo que nosotros no hacemos con los migrantes centroamericanos. Ellos –los migrantes centroamericanos- los catalogamos de un nivel inferior, algo así como los indígenas o los pobres y por tanto, no son dignos de respeto.
El grave problema que tiene México es que las autoridades federales no han podido romper –y parece que no podrán hacerlo- con el círculo de corrupción con el que operan los agentes migratorios, las policías municipales y los ministerios públicos locales.
Hay testimonios en donde algunos migrantes que pudieron escapar de sus secuestradores y que han ido a denunciar los hechos ante las autoridades buscando protección, se encuentran con el hecho de que son ellas mismas –las autoridades- las que los entregan de nuevo a los criminales.
O son miembros de las mismas policías municipales las que se encargan de hacer la labor de “halcones” para informarle a los criminales –y según los testimonios se trata en su mayoría de Los Zetas-, sobre posibles operativos del ejército o de otras fuerzas federales.
El mismo sistema con el que funciona la red del tráfico de drogas, lo malo es que en este caso son personas las que se convierten en mercancía.
Pero esto no es una desgracia solamente para el migrante secuestrado o asesinado. Esto tiene un impacto social expansivo que va desde el desmantelamiento de un entorno familiar por la pérdida de un ser querido, hasta la posibilidad de que el mismo crimen organizado se vaya fortaleciendo en sus estructuras al reclutar de forma permanente a personas que trabajen para ellos, aunque sea de forma obligada y bajo amenaza de muerte.
La ruta migrante en México está ensangrentada también, como todo el país desde hace seis años. Y desgraciadamente el panorama es sombría, porque las cosas no van a cambiar…
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