Liébano Sáenz. Importantes lecciones dejan las dificultades y los desencuentros que llevaron a la suspensión del anuncio de la reforma financiera y de las actividades públicas del Pacto por México. Quienes lo han suscrito han medido fuerzas al interior de sus organizaciones; también ha quedado de manifiesto la fortaleza del acuerdo que ha generado importantes reformas y un nuevo modelo de urbanidad política y colaboración, el cual está en proceso de enmendar una de las grandes debilidades del sistema político presidencial en condiciones de gobierno dividido.
El Pacto se convalida al establecer una nueva relación entre oposición y gobierno. Ahora, esta nueva situación debe procesarse al interior de cada una de las estructuras. Es el PAN (como secuela de su derrota en julio de 2012 y de 12 años al frente del gobierno federal) el partido con una menor cohesión y una dirigencia muy presionada por aquellos a quienes preocupa un supuesto fortalecimiento del PRI y, también, la disputa futura por la dirigencia nacional. Paradójicamente, la fortaleza de Gustavo Madero deriva, precisamente, en no dejarse someter a los grupos internos más resentidos por la derrota y, también, por haber suscrito un acuerdo que no solo significa hacer realidad el programa político del PAN, sino que evita también que su partido sea marginal ante un eventual acuerdo del PRI con el PRD.
El gobierno también aprendió que mantener el Pacto obliga a todos a ser más cuidadosos en la forma y fondo. No importa que los presidentes de la República emanados del PAN se hayan caracterizado por su partidismo; tampoco que, sobre todo en la última etapa, se hayan designado militantes panistas en las delegaciones federales a contrapelo del perfil técnico de los cargos. Ya en el poder, hicieron de lo que se quejaron; hoy, curiosamente, se quejan de lo que hicieron.
El Pacto impone una lupa y obliga a un cuidado mayor sobre la imparcialidad, tarea que corresponde acreditar al gobierno federal y también a los mandatarios estatales. Esta consideración es suficiente para que la oposición tenga interés en preservar el acuerdo, más aún, cuando éste representa un freno a los poderes fácticos en su pretensión de imponer su agenda a la clase política.
Así, el saldo después del desencuentro es positivo. Se equivocarían quienes se anticipen en declarar que las cosas seguirán igual; no lo será para los partidos, tampoco para el gobierno federal, el PRI y los mandatarios de los estados. El Pacto después de la tormenta no solo se fortalece, sino que muestra lo que aquí hemos señalado, que el acuerdo es un momento fundacional para una nueva relación entre las fuerzas políticas del país y, muy especialmente, entre la oposición y el gobierno; el Pacto también significa el fortalecimiento del Estado frente a los poderes fácticos. Esto cobra mayor relevancia en un momento en el que el Presidente de la República privilegia su condición de jefe de Estado sobre cualquier otra consideración.
La tormenta deja en claro que las mayores dificultades del Pacto por México no derivan de la resistencia a las reformas, así sea el vandalismo de pseudomaestros en Guerrero, Oaxaca y Michoacán; tampoco la de los llamados poderes fácticos. Los problemas están al interior de los partidos, de las inercias de intolerancia y desconfianza y de la incapacidad de muchos de no entender el código de los nuevos términos de la corresponsabilidad. Los problemas existentes en el ámbito de la inseguridad no son para soslayarse, pero el país y el gobierno han encontrado una fórmula para enfrentarla sin demérito de su legitimidad.
Insisto, la oposición deberá entender que el Pacto les representa un importante activo no únicamente por el contenido progresista y de avanzada de los acuerdos, también porque es garantía de una mejor relación con el poder en todos los ámbitos de la política. Sin embargo, sería un error definir posición en función de resultados electorales. Lo que suceda el 7 de julio será efecto de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos en las urnas no de las expectativas de las dirigencias partidarias en el centro del país. No se pueden exigir resultados determinados, solo que en las elecciones el voto se manifieste con libertad, que sean, en democracia, los ciudadanos quienes definan quien los debe gobernar en una contienda justa. Lo que corresponde es que los partidos, gobiernos y autoridades electorales garanticen el respeto al voto, por ello, ahora más que nunca, es necesario el aprecio por la legalidad en el desempeño de partidos, candidatos y autoridades.
Lo que resiste apoya; la adversidad superada puede dejar un saldo muy positivo, porque revela las ventajas y bondades de lo que se pretende preservar. Contrario a la expectativa de la corta vida del Pacto, si lo entendemos en todas sus implicaciones (que van más allá del contenido de las reformas), el acuerdo puede ser el nuevo piso de la gobernabilidad en una perspectiva de largo plazo. En otras palabras, el Pacto tiene tres objetivos: el explícito, que son las reformas; los otros dos son implícitos: una nueva relación entre gobierno y partidos, así como el fortalecimiento del Estado como expresión del interés general. El primero de éstos, quedará agotado en la medida en que avance la agenda legislativa, no así los otros dos, los que tienen vigencia indefinida, además de que el inventario de las reformas es susceptible de actualizarse de conformidad a los desafíos que depare el futuro.
Los intereses de las tres fuerzas políticas fundamentales y aquellos de los gobiernos locales y federal convergen hacia el acuerdo en una perspectiva de largo aliento. Mucho es lo que hay por avanzar; la imparcialidad de las autoridades y el imperio de la legalidad son fundamentales para la vigencia del acuerdo como premisa indispensable para un mejor futuro no solo de la política, sino de México en su conjunto.
El Pacto después de la tormenta permite que las fuerzas políticas y el Presidente de la República se reconozcan en sus fortalezas y debilidades, en sus anhelos, desafíos y preocupaciones. Las dificultades superadas dejan en claro lo que representa el acuerdo para acreditar a la política y para actuar en bien del país.
http://twitter.com/liebano
El Pacto se convalida al establecer una nueva relación entre oposición y gobierno. Ahora, esta nueva situación debe procesarse al interior de cada una de las estructuras. Es el PAN (como secuela de su derrota en julio de 2012 y de 12 años al frente del gobierno federal) el partido con una menor cohesión y una dirigencia muy presionada por aquellos a quienes preocupa un supuesto fortalecimiento del PRI y, también, la disputa futura por la dirigencia nacional. Paradójicamente, la fortaleza de Gustavo Madero deriva, precisamente, en no dejarse someter a los grupos internos más resentidos por la derrota y, también, por haber suscrito un acuerdo que no solo significa hacer realidad el programa político del PAN, sino que evita también que su partido sea marginal ante un eventual acuerdo del PRI con el PRD.
El gobierno también aprendió que mantener el Pacto obliga a todos a ser más cuidadosos en la forma y fondo. No importa que los presidentes de la República emanados del PAN se hayan caracterizado por su partidismo; tampoco que, sobre todo en la última etapa, se hayan designado militantes panistas en las delegaciones federales a contrapelo del perfil técnico de los cargos. Ya en el poder, hicieron de lo que se quejaron; hoy, curiosamente, se quejan de lo que hicieron.
El Pacto impone una lupa y obliga a un cuidado mayor sobre la imparcialidad, tarea que corresponde acreditar al gobierno federal y también a los mandatarios estatales. Esta consideración es suficiente para que la oposición tenga interés en preservar el acuerdo, más aún, cuando éste representa un freno a los poderes fácticos en su pretensión de imponer su agenda a la clase política.
Así, el saldo después del desencuentro es positivo. Se equivocarían quienes se anticipen en declarar que las cosas seguirán igual; no lo será para los partidos, tampoco para el gobierno federal, el PRI y los mandatarios de los estados. El Pacto después de la tormenta no solo se fortalece, sino que muestra lo que aquí hemos señalado, que el acuerdo es un momento fundacional para una nueva relación entre las fuerzas políticas del país y, muy especialmente, entre la oposición y el gobierno; el Pacto también significa el fortalecimiento del Estado frente a los poderes fácticos. Esto cobra mayor relevancia en un momento en el que el Presidente de la República privilegia su condición de jefe de Estado sobre cualquier otra consideración.
La tormenta deja en claro que las mayores dificultades del Pacto por México no derivan de la resistencia a las reformas, así sea el vandalismo de pseudomaestros en Guerrero, Oaxaca y Michoacán; tampoco la de los llamados poderes fácticos. Los problemas están al interior de los partidos, de las inercias de intolerancia y desconfianza y de la incapacidad de muchos de no entender el código de los nuevos términos de la corresponsabilidad. Los problemas existentes en el ámbito de la inseguridad no son para soslayarse, pero el país y el gobierno han encontrado una fórmula para enfrentarla sin demérito de su legitimidad.
Insisto, la oposición deberá entender que el Pacto les representa un importante activo no únicamente por el contenido progresista y de avanzada de los acuerdos, también porque es garantía de una mejor relación con el poder en todos los ámbitos de la política. Sin embargo, sería un error definir posición en función de resultados electorales. Lo que suceda el 7 de julio será efecto de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos en las urnas no de las expectativas de las dirigencias partidarias en el centro del país. No se pueden exigir resultados determinados, solo que en las elecciones el voto se manifieste con libertad, que sean, en democracia, los ciudadanos quienes definan quien los debe gobernar en una contienda justa. Lo que corresponde es que los partidos, gobiernos y autoridades electorales garanticen el respeto al voto, por ello, ahora más que nunca, es necesario el aprecio por la legalidad en el desempeño de partidos, candidatos y autoridades.
Lo que resiste apoya; la adversidad superada puede dejar un saldo muy positivo, porque revela las ventajas y bondades de lo que se pretende preservar. Contrario a la expectativa de la corta vida del Pacto, si lo entendemos en todas sus implicaciones (que van más allá del contenido de las reformas), el acuerdo puede ser el nuevo piso de la gobernabilidad en una perspectiva de largo plazo. En otras palabras, el Pacto tiene tres objetivos: el explícito, que son las reformas; los otros dos son implícitos: una nueva relación entre gobierno y partidos, así como el fortalecimiento del Estado como expresión del interés general. El primero de éstos, quedará agotado en la medida en que avance la agenda legislativa, no así los otros dos, los que tienen vigencia indefinida, además de que el inventario de las reformas es susceptible de actualizarse de conformidad a los desafíos que depare el futuro.
Los intereses de las tres fuerzas políticas fundamentales y aquellos de los gobiernos locales y federal convergen hacia el acuerdo en una perspectiva de largo aliento. Mucho es lo que hay por avanzar; la imparcialidad de las autoridades y el imperio de la legalidad son fundamentales para la vigencia del acuerdo como premisa indispensable para un mejor futuro no solo de la política, sino de México en su conjunto.
El Pacto después de la tormenta permite que las fuerzas políticas y el Presidente de la República se reconozcan en sus fortalezas y debilidades, en sus anhelos, desafíos y preocupaciones. Las dificultades superadas dejan en claro lo que representa el acuerdo para acreditar a la política y para actuar en bien del país.
http://twitter.com/liebano
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario