La democracia entrevera dos lógicas de difícil conciliación: por una parte, la disputa misma, la competencia, el anhelo de personas y grupos por mantenerse o hacerse del poder; por la otra, un propósito común, compartido por todos los contendientes, una forma de piso sobre el que cada cual actúa. De esto último, dos son los aspectos más relevantes: primero, en la competencia electoral no todo se vale, este ámbito lo definen la ley y la ética política; segundo, los tiempos de la contienda, esto es, una vez concluida la elección debe iniciarse un proceso de reencuentro y conciliación en el que coexistan en civilidad, el nuevo gobierno y las oposiciones.
La transición a la democracia electoral ha tenido un curso accidentado. El siglo inició con la convicción de que, finalmente, después de mucho tiempo, México había consolidado su democracia. La alternancia en la Presidencia en el año 2000 fue un proceso ordenado, sin rupturas ni fracturas; contribuyó en mucho la madurez de quien perdió y la imparcialidad con la que se comportó la Presidencia de Ernesto Zedillo. Quien ganó, recibió el país en condiciones inéditas: una economía en crecimiento, consenso sobre el resultado electoral, un considerable respaldo popular para continuar con la transformación institucional, una transición tersa de administración y un prestigio y reconocimiento internacional al país y a su democracia. Por ello era mucho lo que en aquel momento se esperaba, pero poco lo que realmente aconteció.
La elección de 2006 fue un lamentable retroceso. Las condiciones de arribo del nuevo gobierno no fueron muy distintas a las de las malas sucesiones del pasado no democrático: un resultado impugnado, un país dividido, la convicción de algunos sobre una elección injusta, una economía estable, pero sin crecimiento, un deterioro en el liderazgo internacional de México y el inicio de gobierno en condiciones adversas desde el mismo día de la protesta de ley. El tiempo se impuso y las cosas volvieron a su cauce, pero las heridas persistieron. En ese sentido, hoy México no es mejor que en el pasado. La democracia electoral subsiste, pero algo se ha perdido en el camino. Ha hecho falta visión de largo plazo y un sentimiento compartido sobre lo que hay que cuidar y proteger. El Estado ha sufrido una merma, no sólo por el embate de la violencia, también por la falta de sensibilidad sobre lo que hay que cuidar y preservar.
Son de la mayor trascendencia las expresiones del candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, sobre su compromiso de no dividir al país. Valen sus palabras para la campaña y también para definir el sentido de la Presidencia en caso de que se confirmara su ventaja en las urnas el primer domingo de julio. Lo mismo debieran decir los otros contendientes y actuar, desde ahora, de manera consecuente. Por ello es muy importante que la Presidencia de la República sea garante de la imparcialidad a manera de que sea realidad una elección justa. No se puede desandar lo mucho que han construido por la democracia el PAN, el PRI y el PRD. Las analogías con otros países, donde el presidente puede hacer campaña e involucrarse en la elección, no son válidas; en México el poder simbólico y político de la Presidencia lo remite, obligadamente, a privilegiar su condición de jefe de Estado. Así debe ocurrir tanto en el manejo de las relaciones internacionales o de las amenazas internas o externas a la soberanía del país y al régimen de legalidad, como en ocasión de la sucesión presidencial. Más aún, la exigencia de elecciones justas pasa, obligadamente, por un piso mínimo de equidad. Mucho se ha hecho para ello y la premisa debe sostenerse: la imparcialidad de la Presidencia en ocasión del relevo de los poderes nacionales es toral.
Elecciones justas son el punto de partida para la legitimidad del resultado, también para la concordia que debe acompañar a la conclusión del proceso y para dar fortaleza al equilibrio político que tiene como sustento el voto popular. México debe salir de la trampa, de la simulación y del juego de malos perdedores y débiles ganadores. Además, los problemas del país son de tal magnitud en cualquiera de los frentes, como para minar la corresponsabilidad de todos en su atención y solución. Somos un país diverso y, en muchos sentidos, de poder disperso, mal auditado y no siempre con sustento en la legalidad democrática. Hay mucho para recomponer, como para perder tiempo y energía en disputas menores o ajenas al poder público. Lo electoral atañe a ciudadanos, partidos, candidatos e instituciones. Los demás, especialmente gobiernos y medios de comunicación, deben hacer su parte para que la contienda tenga lugar en condiciones de equidad.
Cierto es que la mala legislación ha llevado al desgaste al IFE y al Tribunal Electoral. La reforma de 2007 no aportó certidumbre, sino lo contrario; sin embargo, los riesgos de ese deficiente diseño legal pueden y deben ser atenuados con la responsabilidad y, particularmente, con la prudencia y cordura de quienes más poder tienen. Ante las deficiencias de la ley y las dificultades que de por sí se les impusieron a los contendientes, hay que extremar mesura y cuidado en las formas y en el fondo, con la convicción de que elecciones justas es lo mejor para todos, incluso para quienes encaran el escenario de perder el poder. Hay cosas más importantes de por medio.
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