Claroscuros | Luis Ignacio Sánchez
Es innegable que uno de los puntos más criticados de la política seguida por la actual administración federal, es el alarmante repunte de violaciones a los derechos humanos, que se han visto vulnerados como resultado de la “guerra” emprendida por Felipe Calderón en contra del crimen organizado.
En la época en la que gobernó el general Porfirio Díaz, se hizo uso de una política llamada de “manga ancha”. ¿En qué consistía dicha política? En otorgar ciertos privilegios a los miembros de la policía con tal de que mantuviera su lealtad al régimen y no se corrompieran. Tales dádivas incluían el abuso de autoridad, la posibilidad hacer negocios, “meter mano” a los sueldos de los efectivos de más bajo rango y, en fin, hacer su voluntad en ciertas cuestiones sin que existiera la posibilidad de que dichos abusos fueran castigados. Su consigna era mantener el orden, aun cuando ello costara el atropello de los derechos de incontables personas, en especial de las más humildes.
¿Podríamos estar viviendo una nueva versión de la política de “manga ancha”? Todo parecería indicar que así es. Represiones de la policía a manifestantes, encarcelamientos injustificados, agresiones físicas, falta de transparencia de las instituciones de seguridad, etc., son tan sólo algunos de los ejemplos que me hacen pensar que hoy día los efectivos policiales, que son ante todo servidores públicos, gozan de prerrogativas que los hace inmunes a las sanciones previstas por la ley, siempre y cuando sean leales al gobierno, no sirvan —o se dejen corromper— por las bandas del crimen organizado y, en fin, ayuden a mantener la paz en sus respectivas zonas de influencia, aun cuando eso signifique dar una “calentadita” a algunos revoltosos.
Sin embargo, las generalizaciones no son posibles y la moneda tiene dos caras. La otra sería que, a pesar de lo arriba mencionado, muchos policías y mandos no se encuentran en la dinámica de “privilegios” antes enunciada, sino que llevan a cabo su tarea como protectores del orden público con honestidad y constancia. El problema viene cuando, defendiendo dicho orden y actuando conforme a derecho, la policía es acusada de abusar de su autoridad y de rebasar los atributos que legalmente se le ha concedido para mantener el imperio de la ley.
Debemos recordar que la honesta y bien implementada acción policial se encuentra apenas a un paso del abuso de autoridad, de la brutalidad policiaca, incluso. Pero vale también la pena recordar que no es una línea que se cruce en un solo sentido y que sea siempre la autoridad la encargada de violar esa frontera. Sin duda existen también transgresiones en sentido contrario, por ejemplo aquellos quienes se manifiestan y que, al amparo del anonimato que provee un grupo, aprovechan para incurrir en actos vandálicos penados por la ley, y que la autoridad tiene la obligación de perseguir, más aún cuando hay flagrancia de hechos. No obstante, a pesar del evidente delito cometido por los infractores, estos —por lo general— oponen resistencia provocando una acción violenta por parte de la policía para someter a los rijosos, quienes afectan las vías de comunicación y los derechos de terceros. Esto resulta en un aparente abuso por parte de las autoridades, que es aprovechado por los infractores para acusarlas, deslindarse de los cargos, obtener el apoyo de la opinión pública (cosa en ocasiones bastante sencilla, mediante los modernos sistemas de comunicación y las redes sociales), y colocar así en una precaria posición a los elementos que sólo cumplían con su deber al proteger la seguridad y los derechos de propietarios y viandantes.
Debe considerarse que no todas las quejas emitidas contra la policía tienen sustento, y que muchas de ellos seguramente deben ser desestimadas, al menos a la luz del contexto en que el infractor fue arrestado y remitido a la instancia correspondiente. Recuérdese el caso, por ejemplo, del coronel Julián Leyzaola Pérez, referente a sus declaraciones en las que afirmaba que “se le pagaba para trabajar”, cuando supuestamente reprimió a un grupo de manifestantes [fuente].
Más emblemática fue la entrevista que concedió el general Carlos Bibiano Villa Castillo, respecto a sus opiniones en relación a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y a su actuar como titular de seguridad en Torreón, que prácticamente polarizó las opiniones en las redes sociales, unos apoyando su “mano dura” contra los delincuentes, y otros denunciando su actuar al margen de la ley [fuente].
En fin, y como es evidente, ninguno de los extremos resulta en manera alguna positivo. Las autoridades encargadas del orden deben aprender (y ser educadas) en el respeto irrestricto a los derecho humanos, y ser castigadas conforme a la ley cuando excedan sus atribuciones. No es posible que iniciada la segunda década del siglo XXI se usen políticas anacrónicas como la de la “manga ancha” (término, por cierto, acuñado por el historiador Paul Vanderwood), con el objeto de obtener de las fuerzas de seguridad un rendimiento mínimo, aunque eso sí, acosta del atropello de los derechos de muchos. Pero tampoco parece justificable que manifestantes y otros activistas sociales (o quienes actúan a nombre de ellos) pretendan llevar su mensaje y externar sus opiniones pisoteando las garantías de terceros, y encima alegar abuso de autoridad cuando son claras las violaciones cometidas.
Sin duda un tema que divide las opiniones. Bienvenidas las críticas y los comentarios.
Página personal del autor: www.ignativss.wordpress.com
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En la época en la que gobernó el general Porfirio Díaz, se hizo uso de una política llamada de “manga ancha”. ¿En qué consistía dicha política? En otorgar ciertos privilegios a los miembros de la policía con tal de que mantuviera su lealtad al régimen y no se corrompieran. Tales dádivas incluían el abuso de autoridad, la posibilidad hacer negocios, “meter mano” a los sueldos de los efectivos de más bajo rango y, en fin, hacer su voluntad en ciertas cuestiones sin que existiera la posibilidad de que dichos abusos fueran castigados. Su consigna era mantener el orden, aun cuando ello costara el atropello de los derechos de incontables personas, en especial de las más humildes.
¿Podríamos estar viviendo una nueva versión de la política de “manga ancha”? Todo parecería indicar que así es. Represiones de la policía a manifestantes, encarcelamientos injustificados, agresiones físicas, falta de transparencia de las instituciones de seguridad, etc., son tan sólo algunos de los ejemplos que me hacen pensar que hoy día los efectivos policiales, que son ante todo servidores públicos, gozan de prerrogativas que los hace inmunes a las sanciones previstas por la ley, siempre y cuando sean leales al gobierno, no sirvan —o se dejen corromper— por las bandas del crimen organizado y, en fin, ayuden a mantener la paz en sus respectivas zonas de influencia, aun cuando eso signifique dar una “calentadita” a algunos revoltosos.
Sin embargo, las generalizaciones no son posibles y la moneda tiene dos caras. La otra sería que, a pesar de lo arriba mencionado, muchos policías y mandos no se encuentran en la dinámica de “privilegios” antes enunciada, sino que llevan a cabo su tarea como protectores del orden público con honestidad y constancia. El problema viene cuando, defendiendo dicho orden y actuando conforme a derecho, la policía es acusada de abusar de su autoridad y de rebasar los atributos que legalmente se le ha concedido para mantener el imperio de la ley.
Debemos recordar que la honesta y bien implementada acción policial se encuentra apenas a un paso del abuso de autoridad, de la brutalidad policiaca, incluso. Pero vale también la pena recordar que no es una línea que se cruce en un solo sentido y que sea siempre la autoridad la encargada de violar esa frontera. Sin duda existen también transgresiones en sentido contrario, por ejemplo aquellos quienes se manifiestan y que, al amparo del anonimato que provee un grupo, aprovechan para incurrir en actos vandálicos penados por la ley, y que la autoridad tiene la obligación de perseguir, más aún cuando hay flagrancia de hechos. No obstante, a pesar del evidente delito cometido por los infractores, estos —por lo general— oponen resistencia provocando una acción violenta por parte de la policía para someter a los rijosos, quienes afectan las vías de comunicación y los derechos de terceros. Esto resulta en un aparente abuso por parte de las autoridades, que es aprovechado por los infractores para acusarlas, deslindarse de los cargos, obtener el apoyo de la opinión pública (cosa en ocasiones bastante sencilla, mediante los modernos sistemas de comunicación y las redes sociales), y colocar así en una precaria posición a los elementos que sólo cumplían con su deber al proteger la seguridad y los derechos de propietarios y viandantes.
Debe considerarse que no todas las quejas emitidas contra la policía tienen sustento, y que muchas de ellos seguramente deben ser desestimadas, al menos a la luz del contexto en que el infractor fue arrestado y remitido a la instancia correspondiente. Recuérdese el caso, por ejemplo, del coronel Julián Leyzaola Pérez, referente a sus declaraciones en las que afirmaba que “se le pagaba para trabajar”, cuando supuestamente reprimió a un grupo de manifestantes [fuente].
Más emblemática fue la entrevista que concedió el general Carlos Bibiano Villa Castillo, respecto a sus opiniones en relación a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y a su actuar como titular de seguridad en Torreón, que prácticamente polarizó las opiniones en las redes sociales, unos apoyando su “mano dura” contra los delincuentes, y otros denunciando su actuar al margen de la ley [fuente].
En fin, y como es evidente, ninguno de los extremos resulta en manera alguna positivo. Las autoridades encargadas del orden deben aprender (y ser educadas) en el respeto irrestricto a los derecho humanos, y ser castigadas conforme a la ley cuando excedan sus atribuciones. No es posible que iniciada la segunda década del siglo XXI se usen políticas anacrónicas como la de la “manga ancha” (término, por cierto, acuñado por el historiador Paul Vanderwood), con el objeto de obtener de las fuerzas de seguridad un rendimiento mínimo, aunque eso sí, acosta del atropello de los derechos de muchos. Pero tampoco parece justificable que manifestantes y otros activistas sociales (o quienes actúan a nombre de ellos) pretendan llevar su mensaje y externar sus opiniones pisoteando las garantías de terceros, y encima alegar abuso de autoridad cuando son claras las violaciones cometidas.
Sin duda un tema que divide las opiniones. Bienvenidas las críticas y los comentarios.
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