Claroscuros | Luis Ignacio Sánchez
En las actuales condiciones de inseguridad que vive el país existe un tema fundamental por el cual, según la óptica del gobierno —y la de muchas voces en México—, no se ha podido erradicar por completo a los grupos del crimen organizado: su alto poder de fuego.
El problema no resulta en ningún sentido menor. Si no fuera por la alta capacidad adquisitiva de estos grupos delincuenciales (que les permite armarse como si se prepararan para una guerra convencional), sus posibilidades de defensa en contra de las fuerzas del orden se verían seriamente mermadas y, por ende, serian presas más fáciles de perseguir y de menor cuidado. La realidad es, no obstante, distinta. Las herramientas de destrucción usadas por los cárteles prácticamente dejaron sin posibilidad de reacción a las policías municipales y a muchas de las estatales, quienes al contar con simples revólveres de unos cuantos tiros, o con escopetas o fusiles anticuados, simplemente no pudieron hacer frente a grupos mucho mejor armados y organizados, que incluso tejieron para sus operaciones redes de comunicación móvil celular, radial y hasta satelital.
A una situación como la anterior había que hacerle frente de manera radical. No había tiempo para entrenar a la policía, dotarla de mejor armamento ni de certificarla, ¿a quién, pues, acudir entonces? La respuesta fue el ejército, institución cuya disciplina, entrenamiento y poder de fuego podían igualar y superar la coordinación y armamento de la delincuencia organizada.
Pero dice el dicho que “según el sapo es la pedrada”, así que ante un enemigo como el ejército, el dinero de los cárteles se invirtió en mejorar su capacidad ofensiva y defensiva: fusiles de largo alcance y gran calibre, granadas de fragmentación, cohetes antitanque (RPG’s), así como el uso de vehículos mejor adaptados a condiciones adversas y que además se mejoraron con gruesos blindajes.
El dinero por sí solo podría dar respuesta a la cuestión de cómo era adquirido por los grupos criminales dicho armamento en tales volúmenes y de tal tecnología. Pero existe otro factor aún más importante que el dinero por sí solo: la histórica porosidad de la frontera.
La época que vivimos no fue la primera en presenciar una serie de conflictos con respecto a la facilidad de atravesar la frontera norte. Durante los inicios del Porfiriato se suscitaron una serie de fricciones relativas al bandidaje que casi desembocan en una nueva guerra con la república del norte, pero que fue conjurada por la diligente acción diplomática de ambos países y la creación de tratados tendientes a salvaguardar los derechos de cada nación en sus respectivos lados fronterizos.
A pesar de lo anterior, la franja divisoria era demasiado grande para ser vigilada constantemente en todo momento y en toda su extensión (aún lo es). Sus poco más de tres mil kilómetros de longitud hace imposible un resguardo efectivo aun cuando ambos gobiernos lo desearan hoy mismo.
Ya durante los comienzos de la lucha revolucionaria para derrocar a Porfirio Díaz del poder, los rebeldes se beneficiaron de su cercanía con el norte y de lo fácil que era evadir a las autoridades aduanales para introducir en México armas compradas en los Estados Unidos. Entonces, como hoy, los gobernantes del país del norte fingieron perseguir a los contrabandistas e incluso llevaron a cabo algunas incautaciones, pero en realidad no se hizo demasiado caso a ese problema, aun cuando el gobierno porfirista hizo reiterados y enérgicos llamados a las autoridades estadounidenses para que controlaran el flujo de armamento y parque (a semejanza con la actualidad). De haberse controlado dicho tráfico, el movimiento revolucionario(o movimientos, si contamos los que se sucedieron en los años posteriores) habrían quedado sin suministros para sostener sus proclamas y pronto habrían caído ante el embate de las fuerzas federales.
Hoy vivimos una historia parecida. El gobierno mexicano ha pedido numerosas veces que el vecino del norte se preocupe más por controlar la venta de armas, y vigile con mayores recursos la frontera. A pesar de ello, la administración estadounidense no sólo ha hecho caso omiso (fingiendo hacer algo, desde luego) de las peticiones de su contraparte mexicana, sino que hasta parece facilitar las cosas para quienes deciden traficar armamento.
El sonado caso “Rápido y Furioso”, que se suponía tenía como objetivo detectar el recorrido y destino de las armas, resultó un sonoro fracaso cuando terminó armando a los cárteles que ultimaron a un agente estadounidense, y a decenas o cientos de mexicanos.
No parece que las cosas concernientes a la guerra contra el crimen vayan a cambiar en México, mientras las autoridades del país del norte no se comprometan a llevar a cabo una sesuda y completa reglamentación en cuanto a la cantidad y tipo de armamento que vende a particulares. Algo difícil si tenemos en cuenta que Estados Unidos —junto con otros países como Canada, Jamaica y San Vicente y las Granadinas—, se han negado a ratificar la Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, adoptada en 1997.
Así pues, es también necesario que el gobierno mexicano establezca una mayor seguridad en toda su línea fronteriza con el objeto de detectar los cargamentos de armas, que tanto fortalecen a los grupos delincuenciales y afectan a la seguridad de nuestro país. Cuestión ésta nada nueva como se ha podido ver y que, a más de un siglo de distancia, sigue generando gran preocupación, en especial de este lado del muro, que es donde nos toca sufrir la violencia. Página personal del autor: www.ignativss.wordpress.com
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En las actuales condiciones de inseguridad que vive el país existe un tema fundamental por el cual, según la óptica del gobierno —y la de muchas voces en México—, no se ha podido erradicar por completo a los grupos del crimen organizado: su alto poder de fuego.
El problema no resulta en ningún sentido menor. Si no fuera por la alta capacidad adquisitiva de estos grupos delincuenciales (que les permite armarse como si se prepararan para una guerra convencional), sus posibilidades de defensa en contra de las fuerzas del orden se verían seriamente mermadas y, por ende, serian presas más fáciles de perseguir y de menor cuidado. La realidad es, no obstante, distinta. Las herramientas de destrucción usadas por los cárteles prácticamente dejaron sin posibilidad de reacción a las policías municipales y a muchas de las estatales, quienes al contar con simples revólveres de unos cuantos tiros, o con escopetas o fusiles anticuados, simplemente no pudieron hacer frente a grupos mucho mejor armados y organizados, que incluso tejieron para sus operaciones redes de comunicación móvil celular, radial y hasta satelital.
A una situación como la anterior había que hacerle frente de manera radical. No había tiempo para entrenar a la policía, dotarla de mejor armamento ni de certificarla, ¿a quién, pues, acudir entonces? La respuesta fue el ejército, institución cuya disciplina, entrenamiento y poder de fuego podían igualar y superar la coordinación y armamento de la delincuencia organizada.
Pero dice el dicho que “según el sapo es la pedrada”, así que ante un enemigo como el ejército, el dinero de los cárteles se invirtió en mejorar su capacidad ofensiva y defensiva: fusiles de largo alcance y gran calibre, granadas de fragmentación, cohetes antitanque (RPG’s), así como el uso de vehículos mejor adaptados a condiciones adversas y que además se mejoraron con gruesos blindajes.
El dinero por sí solo podría dar respuesta a la cuestión de cómo era adquirido por los grupos criminales dicho armamento en tales volúmenes y de tal tecnología. Pero existe otro factor aún más importante que el dinero por sí solo: la histórica porosidad de la frontera.
La época que vivimos no fue la primera en presenciar una serie de conflictos con respecto a la facilidad de atravesar la frontera norte. Durante los inicios del Porfiriato se suscitaron una serie de fricciones relativas al bandidaje que casi desembocan en una nueva guerra con la república del norte, pero que fue conjurada por la diligente acción diplomática de ambos países y la creación de tratados tendientes a salvaguardar los derechos de cada nación en sus respectivos lados fronterizos.
A pesar de lo anterior, la franja divisoria era demasiado grande para ser vigilada constantemente en todo momento y en toda su extensión (aún lo es). Sus poco más de tres mil kilómetros de longitud hace imposible un resguardo efectivo aun cuando ambos gobiernos lo desearan hoy mismo.
Ya durante los comienzos de la lucha revolucionaria para derrocar a Porfirio Díaz del poder, los rebeldes se beneficiaron de su cercanía con el norte y de lo fácil que era evadir a las autoridades aduanales para introducir en México armas compradas en los Estados Unidos. Entonces, como hoy, los gobernantes del país del norte fingieron perseguir a los contrabandistas e incluso llevaron a cabo algunas incautaciones, pero en realidad no se hizo demasiado caso a ese problema, aun cuando el gobierno porfirista hizo reiterados y enérgicos llamados a las autoridades estadounidenses para que controlaran el flujo de armamento y parque (a semejanza con la actualidad). De haberse controlado dicho tráfico, el movimiento revolucionario(o movimientos, si contamos los que se sucedieron en los años posteriores) habrían quedado sin suministros para sostener sus proclamas y pronto habrían caído ante el embate de las fuerzas federales.
Hoy vivimos una historia parecida. El gobierno mexicano ha pedido numerosas veces que el vecino del norte se preocupe más por controlar la venta de armas, y vigile con mayores recursos la frontera. A pesar de ello, la administración estadounidense no sólo ha hecho caso omiso (fingiendo hacer algo, desde luego) de las peticiones de su contraparte mexicana, sino que hasta parece facilitar las cosas para quienes deciden traficar armamento.
El sonado caso “Rápido y Furioso”, que se suponía tenía como objetivo detectar el recorrido y destino de las armas, resultó un sonoro fracaso cuando terminó armando a los cárteles que ultimaron a un agente estadounidense, y a decenas o cientos de mexicanos.
No parece que las cosas concernientes a la guerra contra el crimen vayan a cambiar en México, mientras las autoridades del país del norte no se comprometan a llevar a cabo una sesuda y completa reglamentación en cuanto a la cantidad y tipo de armamento que vende a particulares. Algo difícil si tenemos en cuenta que Estados Unidos —junto con otros países como Canada, Jamaica y San Vicente y las Granadinas—, se han negado a ratificar la Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, adoptada en 1997.
Así pues, es también necesario que el gobierno mexicano establezca una mayor seguridad en toda su línea fronteriza con el objeto de detectar los cargamentos de armas, que tanto fortalecen a los grupos delincuenciales y afectan a la seguridad de nuestro país. Cuestión ésta nada nueva como se ha podido ver y que, a más de un siglo de distancia, sigue generando gran preocupación, en especial de este lado del muro, que es donde nos toca sufrir la violencia. Página personal del autor: www.ignativss.wordpress.com
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