La cifra cien, una suerte de estela conmemorativa en los obligados ritos del sistema de numeración decimal, no es siquiera un submúltiplo de la otra, la que marcará indeleblemente el paso de Obrador como jefe del Estado mexicano. Es, sin embargo, una parada en el camino que invita a una primera evaluación de las cosas, así de prematura como pueda ser, vista la magnitud de la empresa y visto el estado de descomposición de este país.
El hombre ha estado haciendo lo que decía que iba hacer, para bien o para mal, pero ha exhibido también algunos atributos sorprendentes: no hubiera yo nunca imaginado que un personaje así, centrado en ocupar todos los espacios de la vida pública, decidiera que su efigie no debiere figurar universalmente en los escritorios y oficinas de nuestra Administración. Ahí donde todos sus antecesores posaban para la fotografía oficial con la prestancia debida a la banda tricolor, este primer mandatario ha optado por no promover la idolatría del retrato. Es algo extraño, lo repito, porque el primerísimo elemento que imponen los gobernantes en su calculada edificación del culto a la personalidad es, justamente, la ecuménica consagración de su imagen. Habrá quien diga que esta iconografía particular es meramente una representación de los poderes del Estado pero, ¿debiera entonces reducirse la majestad de la nación a la estampa de un común mortal, por más que los votantes le hayan traspasado soberanamente el mando transitorio de los asuntos públicos? No estoy tan seguro. En todo caso, la medida del actual presidente de la República me parece verdaderamente ejemplar.
Es tal vez una menudencia, esta disposición, pero lo simbólico tiene un incontestable valor en los entramados de la política y su impacto es determinante en la adhesión de los ciudadanos. De todas las acciones emprendidas por Obrador, ésta es muy seguramente la menos advertida y la de menor repercusión siendo, al mismo tiempo, que el espacio que haya podido dejar libre en el terreno de lo alegórico lo ocupa plenamente en esas conferencias suyas de cada mañana donde se permite reinterpretar exhaustivamente todos y cada uno de los temas nacionales. Estamos hablando aquí de un protagonismo que, curiosamente, no parece corresponder a la paralela disposición suya a renunciar al rédito de las efigies y que, con el paso del tiempo, podrá volverse en contra suya porque el ejercicio omnipresente de la comunicación tiene una irrevocable fecha de caducidad: al final, el peso de la realidad termina por imponerse al discurso, así de complacientes como puedan ser algunos de los reporteros que atienden esas ruedas de prensa (le han preguntado por su tipo de sangre para saber si, llegado el caso, podrían ser donadores; han denunciado a colegas suyos, articulistas, por escribir opiniones críticas; se han exhibido como militantes incondicionales ahí donde su papel es meramente trasmitir información… en fin).
En lo que toca a los resultados visibles de estos 100 días, nos encontramos en una situación verdaderamente insólita: la aprobación ciudadana del presidente López Obrador no tiene similitud en los tiempos recientes. Hay una divergencia grande entre las encuestas pero los valores promedio se sitúan de cualquier manera en un 78 por cien y esta cifra es contundente. A los mexicanos parece no importarles que el Gobierno haya cancelado la construcción de un aeropuerto de clase mundial (y cuyos gravosos resarcimientos a los inversores mermarán las finanzas públicas e impactarán en los presupuestos de los programas sociales), que haya emprendido una operación policial en la que prácticamente no se detuvo a nadie pero que provocó un severo desabasto de combustibles, que no haya intervenido para liberar las vías de ferrocarril bloqueadas por la CNTE (las pérdidas, según algunas estimaciones, alcanzaron 14 mil millones de pesos) o que la viabilidad económica de los proyectos que propone no esté nada asegurada.
Los pobladores de este país se han dejado conquistar por la retórica anticorrupción y, llenos de esperanza, apoyan la empresa renovadora que está acometiendo el presidente de la República. Se ilusionan con ese futuro mejor que nos promete y, hasta el momento —o sea, pasados 100 días— no le piden cuentas por los resultados.
La aceptación popular es un capital enorme, desde luego, y lo menos que podemos esperar es que ese impactante apoyo se consolide en torno a un gran proyecto nacional. No creo que sea el momento de poder evaluar resultado alguno porque las grandes tareas transformadoras —como la creación de la Guardia Nacional o el sistemático desmantelamiento de un aparato público bajo sospecha— no pueden traducirse todavía en hechos concretos como la disminución de la inseguridad en las calles o el fin de las corruptelas. En cuanto al crecimiento económico, los números no parecen ser nada buenos. Faltan, sin embargo, 2031 días para el gran corte de caja final. Es mucho tiempo. El camino es muy largo y todo puede pasar. O sea, todo lo bueno y todo lo malo.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El hombre ha estado haciendo lo que decía que iba hacer, para bien o para mal, pero ha exhibido también algunos atributos sorprendentes: no hubiera yo nunca imaginado que un personaje así, centrado en ocupar todos los espacios de la vida pública, decidiera que su efigie no debiere figurar universalmente en los escritorios y oficinas de nuestra Administración. Ahí donde todos sus antecesores posaban para la fotografía oficial con la prestancia debida a la banda tricolor, este primer mandatario ha optado por no promover la idolatría del retrato. Es algo extraño, lo repito, porque el primerísimo elemento que imponen los gobernantes en su calculada edificación del culto a la personalidad es, justamente, la ecuménica consagración de su imagen. Habrá quien diga que esta iconografía particular es meramente una representación de los poderes del Estado pero, ¿debiera entonces reducirse la majestad de la nación a la estampa de un común mortal, por más que los votantes le hayan traspasado soberanamente el mando transitorio de los asuntos públicos? No estoy tan seguro. En todo caso, la medida del actual presidente de la República me parece verdaderamente ejemplar.
Es tal vez una menudencia, esta disposición, pero lo simbólico tiene un incontestable valor en los entramados de la política y su impacto es determinante en la adhesión de los ciudadanos. De todas las acciones emprendidas por Obrador, ésta es muy seguramente la menos advertida y la de menor repercusión siendo, al mismo tiempo, que el espacio que haya podido dejar libre en el terreno de lo alegórico lo ocupa plenamente en esas conferencias suyas de cada mañana donde se permite reinterpretar exhaustivamente todos y cada uno de los temas nacionales. Estamos hablando aquí de un protagonismo que, curiosamente, no parece corresponder a la paralela disposición suya a renunciar al rédito de las efigies y que, con el paso del tiempo, podrá volverse en contra suya porque el ejercicio omnipresente de la comunicación tiene una irrevocable fecha de caducidad: al final, el peso de la realidad termina por imponerse al discurso, así de complacientes como puedan ser algunos de los reporteros que atienden esas ruedas de prensa (le han preguntado por su tipo de sangre para saber si, llegado el caso, podrían ser donadores; han denunciado a colegas suyos, articulistas, por escribir opiniones críticas; se han exhibido como militantes incondicionales ahí donde su papel es meramente trasmitir información… en fin).
En lo que toca a los resultados visibles de estos 100 días, nos encontramos en una situación verdaderamente insólita: la aprobación ciudadana del presidente López Obrador no tiene similitud en los tiempos recientes. Hay una divergencia grande entre las encuestas pero los valores promedio se sitúan de cualquier manera en un 78 por cien y esta cifra es contundente. A los mexicanos parece no importarles que el Gobierno haya cancelado la construcción de un aeropuerto de clase mundial (y cuyos gravosos resarcimientos a los inversores mermarán las finanzas públicas e impactarán en los presupuestos de los programas sociales), que haya emprendido una operación policial en la que prácticamente no se detuvo a nadie pero que provocó un severo desabasto de combustibles, que no haya intervenido para liberar las vías de ferrocarril bloqueadas por la CNTE (las pérdidas, según algunas estimaciones, alcanzaron 14 mil millones de pesos) o que la viabilidad económica de los proyectos que propone no esté nada asegurada.
Los pobladores de este país se han dejado conquistar por la retórica anticorrupción y, llenos de esperanza, apoyan la empresa renovadora que está acometiendo el presidente de la República. Se ilusionan con ese futuro mejor que nos promete y, hasta el momento —o sea, pasados 100 días— no le piden cuentas por los resultados.
La aceptación popular es un capital enorme, desde luego, y lo menos que podemos esperar es que ese impactante apoyo se consolide en torno a un gran proyecto nacional. No creo que sea el momento de poder evaluar resultado alguno porque las grandes tareas transformadoras —como la creación de la Guardia Nacional o el sistemático desmantelamiento de un aparato público bajo sospecha— no pueden traducirse todavía en hechos concretos como la disminución de la inseguridad en las calles o el fin de las corruptelas. En cuanto al crecimiento económico, los números no parecen ser nada buenos. Faltan, sin embargo, 2031 días para el gran corte de caja final. Es mucho tiempo. El camino es muy largo y todo puede pasar. O sea, todo lo bueno y todo lo malo.
revueltas@mac.com
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