Es un día luminoso, vendrán los retoños y amigos. A lo lejos escucho música de Hildegard von Bingen de esa selección maravillosa —Música para Dios— elaborada por el sabio y adorable Ernesto de la Peña. Vitaminas contra el encono. El 94.5, un orgullo de estación del IMER, con programación fantástica como La otra versión, coordinada por Javier Platas, o Bajo continuo o Música encantada o las charlas de Javier García Diego, existe.
Esto también es México y viene del pasado. El sábado caminamos por la Alameda Central de belleza incrementada en los últimos años. Era una fiesta, miles de personas, muchos jóvenes, niños, guaseando, adolescentes besándose, mirando edificios maravillosos. Íbamos a otra edición de la fabulosa Feria de Minería desbordada de visitantes, con decenas de casas editoriales, infinidad de ediciones. A la salida, a lo lejos, miramos la Catedral, y nos vino a la mente. El amor de ambos, de Mónica y Salvador, los llevó a entregar su vida en mejorar una esquinita de nuestro gran país, a crear empleo y mirar por los otros.
Gran restauradora, trabajaría durante años en Catedral prolongando la vida de pinturas y objetos. Su delicado arte rescataría a Rodríguez Lozano, a Sorolla, a Diego Rivera y una larguísima lista. Única, gran mujer, era una mexicana muy orgullosa de serlo. Con discreción, trabajo y alegría, trabajaron por un mejor México. Ejemplares. Mónica fue hija de un sólido ingeniero de Pemex, César Baptista, un hombre muy respetado que, a su vez, entregó su vida a la empresa que ayudó a edificar, servidor público sin mácula, fue un muy digno representante de esas burocracias nacionalistas que estuvieron en Pemex, en la CFE, en la SCT, en el IMSS, en el Banxico, en la UNAM, en el INBA, esa burocracia apasionada —que sigue existiendo hoy, vilipendiada— que forjó el México que hoy tiene electrificación casi total y servicios médicos para alrededor del 85% de la población —Seguro Popular incluido—, el mismo país con universalización educativa avanzando, el México que se industrializó, con amplias clases medias, el país que hoy es una de las principales potencias económicas del mundo, aunque algunos quieran olvidarlo.
Pero hay más vacíos, se nos fue Leonor, la historiadora, la servidora pública que dirigiría casi una década el Archivo General de la Nación, al que cuidó como si fuera su casa, con profesionalismo, con rigor. Leonor Ortiz Monasterio también consagró su vida a hacer lo mejor posible en todos los sitios a los que la vida la llevó, incluida la Presidencia de la República, con el hoy demonizado Ernesto Zedillo. Leonor también fue hija de un eminente cirujano plástico, pionero de la disciplina reconstructiva, sobre todo en niños muy pobres con paladar hendido. A ese hombre de bata blanca lo seguían parvadas de alumnos por los pasillos del Hospital Gea González —hoy en la mira de los recortes— para absorber la sabiduría acumulada (ver Beautiful Faces, video). Dos generaciones de mexicanos notables y amorosos con su patria. Pero hay más.
Por si fuera poco, Leonor era sobrina de Carmelina Ortiz Monasterio, la fundadora de APAC, esa noble institución pionera e imprescindible en el tratamiento de la parálisis cerebral que brinda a esos niños una mejor vida con centros de atención y especialistas. El Estado simplemente no tuvo espacio ni disposición para esa actividad, otro caso más del “tercer sector” hoy visto como enemigo social. A la muerte de Carmelina fue Leonor la responsable de inyectar nuevo brío a APAC. Incomparables en sus quehaceres, Mónica y Leonor fueron, en algún sentido, gemelas en su pasión por la excelencia, por sus capacidades y entrega, por su amor infinito a México.
Este país es mucho más que la suma de las vergonzosas cloacas que hoy quieren ser impuestas como realidad única. Problemas muy severos hay, pero también una larga historia de logros y orgullos. Ser justos con México, con nosotros mismos, es una obligación que demanda salir del simplismo, recordar las múltiples realidades que nos constituyen, nunca olvidar a los Fernandos y muchos grandes médicos que nos observan desde el patio de la Secretaría de Salud o en las calles de la colonia de los Doctores, ni a las Carmelinas y las instituciones del tercer sector que a diario hacen la vida más llevadera a muchos mexicanos, ni a los ingenieros como Baptista, Mascanzoni, Barros Sierra, Dovalí Jaime, ni a De la Peña ni al IMER ni al 22 ni Minería ni a Mónica y Leonor, que fueron de carne y hueso, enteras siempre. Ese México también es nuestro, esos son los ejemplos que debemos recordar, de emular ante las nuevas generaciones para que no piensen que México es un país de porquería. El encono nada podrá contra la gran herencia de autoridad moral que allí está, pero intoxica. Arrinconar la desmemoria y recordar es hoy obligado. Mejor sin encono.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Esto también es México y viene del pasado. El sábado caminamos por la Alameda Central de belleza incrementada en los últimos años. Era una fiesta, miles de personas, muchos jóvenes, niños, guaseando, adolescentes besándose, mirando edificios maravillosos. Íbamos a otra edición de la fabulosa Feria de Minería desbordada de visitantes, con decenas de casas editoriales, infinidad de ediciones. A la salida, a lo lejos, miramos la Catedral, y nos vino a la mente. El amor de ambos, de Mónica y Salvador, los llevó a entregar su vida en mejorar una esquinita de nuestro gran país, a crear empleo y mirar por los otros.
Gran restauradora, trabajaría durante años en Catedral prolongando la vida de pinturas y objetos. Su delicado arte rescataría a Rodríguez Lozano, a Sorolla, a Diego Rivera y una larguísima lista. Única, gran mujer, era una mexicana muy orgullosa de serlo. Con discreción, trabajo y alegría, trabajaron por un mejor México. Ejemplares. Mónica fue hija de un sólido ingeniero de Pemex, César Baptista, un hombre muy respetado que, a su vez, entregó su vida a la empresa que ayudó a edificar, servidor público sin mácula, fue un muy digno representante de esas burocracias nacionalistas que estuvieron en Pemex, en la CFE, en la SCT, en el IMSS, en el Banxico, en la UNAM, en el INBA, esa burocracia apasionada —que sigue existiendo hoy, vilipendiada— que forjó el México que hoy tiene electrificación casi total y servicios médicos para alrededor del 85% de la población —Seguro Popular incluido—, el mismo país con universalización educativa avanzando, el México que se industrializó, con amplias clases medias, el país que hoy es una de las principales potencias económicas del mundo, aunque algunos quieran olvidarlo.
Pero hay más vacíos, se nos fue Leonor, la historiadora, la servidora pública que dirigiría casi una década el Archivo General de la Nación, al que cuidó como si fuera su casa, con profesionalismo, con rigor. Leonor Ortiz Monasterio también consagró su vida a hacer lo mejor posible en todos los sitios a los que la vida la llevó, incluida la Presidencia de la República, con el hoy demonizado Ernesto Zedillo. Leonor también fue hija de un eminente cirujano plástico, pionero de la disciplina reconstructiva, sobre todo en niños muy pobres con paladar hendido. A ese hombre de bata blanca lo seguían parvadas de alumnos por los pasillos del Hospital Gea González —hoy en la mira de los recortes— para absorber la sabiduría acumulada (ver Beautiful Faces, video). Dos generaciones de mexicanos notables y amorosos con su patria. Pero hay más.
Por si fuera poco, Leonor era sobrina de Carmelina Ortiz Monasterio, la fundadora de APAC, esa noble institución pionera e imprescindible en el tratamiento de la parálisis cerebral que brinda a esos niños una mejor vida con centros de atención y especialistas. El Estado simplemente no tuvo espacio ni disposición para esa actividad, otro caso más del “tercer sector” hoy visto como enemigo social. A la muerte de Carmelina fue Leonor la responsable de inyectar nuevo brío a APAC. Incomparables en sus quehaceres, Mónica y Leonor fueron, en algún sentido, gemelas en su pasión por la excelencia, por sus capacidades y entrega, por su amor infinito a México.
Este país es mucho más que la suma de las vergonzosas cloacas que hoy quieren ser impuestas como realidad única. Problemas muy severos hay, pero también una larga historia de logros y orgullos. Ser justos con México, con nosotros mismos, es una obligación que demanda salir del simplismo, recordar las múltiples realidades que nos constituyen, nunca olvidar a los Fernandos y muchos grandes médicos que nos observan desde el patio de la Secretaría de Salud o en las calles de la colonia de los Doctores, ni a las Carmelinas y las instituciones del tercer sector que a diario hacen la vida más llevadera a muchos mexicanos, ni a los ingenieros como Baptista, Mascanzoni, Barros Sierra, Dovalí Jaime, ni a De la Peña ni al IMER ni al 22 ni Minería ni a Mónica y Leonor, que fueron de carne y hueso, enteras siempre. Ese México también es nuestro, esos son los ejemplos que debemos recordar, de emular ante las nuevas generaciones para que no piensen que México es un país de porquería. El encono nada podrá contra la gran herencia de autoridad moral que allí está, pero intoxica. Arrinconar la desmemoria y recordar es hoy obligado. Mejor sin encono.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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