Fin del monopolio

Fin del monopolio
Como le decía el lunes, el costo de los monopolios es que para obtener la mayor ganancia posible, venden menos de lo que el mercado querría comprar. Al hacerlo, generan escasez artificial y eso permite precios más elevados. Usted acaba pagando más por menos, y buena parte de esa pérdida la cosecha el monopolio. Sin embargo, otra parte simplemente es una pérdida para la sociedad: nadie gana.

Los monopolios reducen el bienestar de la sociedad, su capacidad de crecimiento, su productividad. Durante el siglo XX, México vivió en manos de monopolios creados desde el gobierno. Unos, de su propiedad, controlando energía, telecomunicaciones y, por largos periodos, azúcar, acero, aerolíneas, etc. Otros, de amigos de políticos, origen de las grandes fortunas nacionales: autos, electrodomésticos, medios de comunicación.

Es importante mencionar que, en ocasiones, los monopolios no pueden reducir la cantidad ofrecida por diversas razones, y entonces lo que reducen es la calidad del producto o servicio. También hay que recordar que, por producir menos de lo debido (en cantidad o calidad), las empresas son ineficientes. Por esa razón hay que cerrar las fronteras a la competencia. No olvide que, para 1981, México era una economía totalmente cerrada, después de cuatro o cinco décadas de esa economía monopólica.

Esos monopolios, de gobierno o de capitalismo de compadrazgo, se empezaron a destruir en 1986, con el ingreso de México al GATT. Los que vivimos esa época recordamos la aparición, casi mágica, de ropa deportiva, dulces y chocolates, televisiones y refrigeradores que sólo se conocían si algún familiar los traía de contrabando. El gobierno empezó a abandonar las áreas en las que tenía monopolio, y sólo se quedó con Pemex. Todas las empresas que el gobierno dejó, quedaron en mercados concentrados, y no son totalmente eficientes ni venden al precio que debería existir en un mercado competido. Pero todas funcionan mucho mejor que cuando eran del gobierno, o que Pemex.

La tragedia que implica la petrolera no debería menospreciarse. Ya hemos comentado aquí que por dos décadas se le inyectaron recursos en abundancia, que nos hacía perder cientos de miles de millones de pesos al año, y que hoy está totalmente quebrada. La única forma de evitar que Pemex acabe destruyendo la economía nacional es concentrarla en las actividades más rentables, y quitarle todo el lastre posible: refinación, petroquímicos, fertilizantes y, sobre todo, personal. Eso implica asumir pérdidas, porque dudo que alguien compre fierro viejo en esa magnitud, pero evitaría que pasara lo de enero: de acuerdo con los datos de Finanzas Públicas, Pemex perdió en enero 2,200 millones de pesos. En toda la historia, sólo en cuatro ocasiones hubo pérdidas superiores en un mes.

Más grave aún, los datos de producción son muy tristes. Cantarell (Akal), que llegó a producir 2 millones de barriles diarios, apenas ofrece 40 mil ahora. Del otro complejo del que hemos vivido (KMZ), Ku ronda 75 mil, Maloob 400 mil y Zaap 300 mil. Hay otros cuatro campos importantes: Ayatsil, que está creciendo y puede llegar a 100 mil; Homol, con 40 mil; Onel, 55 mil, y Xux, 60 mil. La suma de todos ellos araña el millón de barriles. El resto del país produce otros 600 mil, pero viene cayendo muy rápido, después de un máximo de 1.4 millones hace apenas 5 años.

El fin de Pemex es un hecho, y no lo ve sólo quien no quiere verlo. Podría salvarse PEP, con una sexta parte de los empleados actuales de Pemex, cuando mucho. Mantener el monopolio, por el contrario, pondrá en riesgo la calificación del país, y con ello los flujos de inversión de cartera. Tirar lastre, en cambio, liberará por fin el mercado energético e impulsará la competitividad del país.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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