Cien días de gobierno. Cien días de claroscuros, cien días de esperanzas y desencantos. Cien días de un país distinto: cien días de promesas que se cumplen, cien días —también— de decisiones incomprensibles.
Cien días que sirven como parámetro para medir el éxito en el arranque de una nueva administración, desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt, el mandatario estadunidense al que el Presidente en funciones ha declarado su admiración y trata de emular. Cien días, también, de la instauración de un nuevo modelo institucional, basado en la austeridad republicana como una directriz constante, y cuyos méritos y vicios comienzan a ponerse de manifiesto, conforme la realidad se impone sobre los paradigmas.
Méritos los hay, sin duda: es un hecho irrebatible que las medidas que se han implementado han traído aparejadas una disminución considerable al gasto público. Los vicios existen, también y sin embargo: no sólo se ha logrado una disminución radical en el gasto público, sino que en el camino se ha cortado de tajo con programas que tenían una repercusión real y benéfica para los sectores más vulnerables de la sociedad. Decisiones que no dejan de ser incomprensibles.
Incomprensibles, sobre todo cuando provienen de un Presidente que —como nadie— ha recorrido varias veces el país entero y que conoce, de primera mano, las necesidades y anhelos de la población que —sin dudarlo— se le entregó en las urnas. Incomprensibles, porque tales decisiones no abonan a su proyecto, ni en lo político ni en lo económico: la relación costo-beneficio de las decisiones más polémicas de los últimos cien días, y la pobre —e improvisada— defensa que de ellas se ha hecho, son una prueba fehaciente. La popularidad del Presidente ha bastado, hasta el momento, para que su propia legitimidad sea suficiente para que la opinión pública se deje llevar por spins que, en otras circunstancias, jamás habría convalidado. Spins y salidas que, en su momento, han servido para salvar la situación, pero que, en su conjunto, no son sino síntomas de un problema mayor. El problema de la burbuja de la información.
Una burbuja, producto de un vicio del diseño institucional que —por su propia naturaleza— no atiende más que a los designios de una sola persona, ya sea fruto de sus propias convicciones, del análisis de años, del impulso del momento o de la información que a él mismo le haya hecho llegar alguno de los incondicionales que siguen sus propios intereses: el resultado, en cualquier caso, es un gobernante que —por su propia obstinación— desgasta su capital democrático en la reparación y defensa de causas que no tendrían que haberlo sido y que obstaculizan su proyecto. El Presidente en funciones tendría que seguir su propio proyecto —narrar su propia historia— y no detenerse a cada instante, sin mayor análisis, para reparar los daños —y asumir los compromisos— de quienes, por diseño institucional, no buscan sino agradarle. Desde quienes le preparan la síntesis noticiosa en la que se resaltan sus logros —y se minimiza a sus adversarios— hasta quienes le presentan cifras alegres sobre proyectos de infraestructura, o le aseguran que su popularidad está por los cielos. Una burbuja de información en la que los interesados no transmiten sino lo que les conviene, una burbuja en la que sólo se comunica lo que quiere escuchar quien toma las decisiones. Una burbuja como la que, a cien días de gobierno, se manifiesta con toda claridad.
Dos eventos la definen. El primero, la sorpresa del Presidente en funciones ante los abucheos orquestados —y las reglas de operación— en los estados en los que realiza sus giras; el segundo, la sorpresa de quien ha sido su principal operador en redes ante los resultados de una encuesta en la que pretendía convalidar la aprobación del mandatario en las encuestas. La reacción, en ambos casos, parece genuina: el estupor de quien creía tener un apoyo orgánico —y que ha sido creado por su propia estructura— así como el de quien pensaba que dominaría las redes sociales con una pregunta sencilla, bien merecen un análisis del flujo de una información que no está llegando a su destino y lleva a sorpresas innecesarias. ¿Cuántas de las crisis que se han enfrentado en estos cien días podrían haber sido evitadas sin la burbuja de la información?
Cien días que sirven como parámetro para medir el éxito en el arranque de una nueva administración, desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt, el mandatario estadunidense al que el Presidente en funciones ha declarado su admiración y trata de emular. Cien días, también, de la instauración de un nuevo modelo institucional, basado en la austeridad republicana como una directriz constante, y cuyos méritos y vicios comienzan a ponerse de manifiesto, conforme la realidad se impone sobre los paradigmas.
Méritos los hay, sin duda: es un hecho irrebatible que las medidas que se han implementado han traído aparejadas una disminución considerable al gasto público. Los vicios existen, también y sin embargo: no sólo se ha logrado una disminución radical en el gasto público, sino que en el camino se ha cortado de tajo con programas que tenían una repercusión real y benéfica para los sectores más vulnerables de la sociedad. Decisiones que no dejan de ser incomprensibles.
Incomprensibles, sobre todo cuando provienen de un Presidente que —como nadie— ha recorrido varias veces el país entero y que conoce, de primera mano, las necesidades y anhelos de la población que —sin dudarlo— se le entregó en las urnas. Incomprensibles, porque tales decisiones no abonan a su proyecto, ni en lo político ni en lo económico: la relación costo-beneficio de las decisiones más polémicas de los últimos cien días, y la pobre —e improvisada— defensa que de ellas se ha hecho, son una prueba fehaciente. La popularidad del Presidente ha bastado, hasta el momento, para que su propia legitimidad sea suficiente para que la opinión pública se deje llevar por spins que, en otras circunstancias, jamás habría convalidado. Spins y salidas que, en su momento, han servido para salvar la situación, pero que, en su conjunto, no son sino síntomas de un problema mayor. El problema de la burbuja de la información.
Una burbuja, producto de un vicio del diseño institucional que —por su propia naturaleza— no atiende más que a los designios de una sola persona, ya sea fruto de sus propias convicciones, del análisis de años, del impulso del momento o de la información que a él mismo le haya hecho llegar alguno de los incondicionales que siguen sus propios intereses: el resultado, en cualquier caso, es un gobernante que —por su propia obstinación— desgasta su capital democrático en la reparación y defensa de causas que no tendrían que haberlo sido y que obstaculizan su proyecto. El Presidente en funciones tendría que seguir su propio proyecto —narrar su propia historia— y no detenerse a cada instante, sin mayor análisis, para reparar los daños —y asumir los compromisos— de quienes, por diseño institucional, no buscan sino agradarle. Desde quienes le preparan la síntesis noticiosa en la que se resaltan sus logros —y se minimiza a sus adversarios— hasta quienes le presentan cifras alegres sobre proyectos de infraestructura, o le aseguran que su popularidad está por los cielos. Una burbuja de información en la que los interesados no transmiten sino lo que les conviene, una burbuja en la que sólo se comunica lo que quiere escuchar quien toma las decisiones. Una burbuja como la que, a cien días de gobierno, se manifiesta con toda claridad.
Dos eventos la definen. El primero, la sorpresa del Presidente en funciones ante los abucheos orquestados —y las reglas de operación— en los estados en los que realiza sus giras; el segundo, la sorpresa de quien ha sido su principal operador en redes ante los resultados de una encuesta en la que pretendía convalidar la aprobación del mandatario en las encuestas. La reacción, en ambos casos, parece genuina: el estupor de quien creía tener un apoyo orgánico —y que ha sido creado por su propia estructura— así como el de quien pensaba que dominaría las redes sociales con una pregunta sencilla, bien merecen un análisis del flujo de una información que no está llegando a su destino y lleva a sorpresas innecesarias. ¿Cuántas de las crisis que se han enfrentado en estos cien días podrían haber sido evitadas sin la burbuja de la información?
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario