Tengo amigos que siguen las carreras de coches con una pasión desbordada. Están al tanto de todas las menudencias del tema y, de pedírselo tú con la debida amabilidad, te podrían recitar puntualmente los nombres de todas y cada una de las escuderías.
De los pilotos, ni hablar, se saben igualmente todas sus historias y las de sus novias y las de sus señoras esposas y las de los mocosos que han procreado en sus tiempos libres y las de sus mascotas y, finalmente, las de sus colosales ganancias porque, según parece, es la disciplina deportiva mejor pagada de todas, o algo así.
El automovilismo es algo que, en lo personal, no me llama nada la atención aunque ahora, ya con el tiempo, he comenzado a reconocer la condición de superhombres que tienen los individuos que se ponen al volante —vaya que sí—, sobre todo, y con perdón, los que compiten en esas carreras llamadas rallies (plural en lengua inglesa de rally, cuyo singular sí me lo acepta el corrector de Word, el software con el que garrapateo estas líneas) que tienen lugar en caminos pedregosos y angostas carreteritas provinciales. O sea, que esos tipos, los pilotos de las diferentes categorías, son unos atletas en toda la acepción de la palabra y deben poseer unos reflejos prodigiosos para poder maniobrar en fracciones de segundo y conseguir esas ínfimas ventajas que separan al ganador de sus inmediatos perseguidores.
Ahora bien, saber esto y conocer igualmente de los prodigios de la mecánica —más allá de la estrepitosa falta de confiabilidad de unos bólidos, sobre todo en la F-1, que tienen averías un día sí y el otro también— no me ha hecho poder disfrutar de un espectáculo que, creo yo, se caracteriza por la fugacidad de la experiencia directa, es decir, que estás sentado en las gradas y ves pasar durante unos instantes unos objetos ruidosísimos y sanseacabó. Digo, son mucho más descifrables las trasmisiones televisivas, si me permiten ustedes.
Pero, el asunto es el siguiente: celebrar un Gran Premio de F-1 en Ciudad de México es algo que le confiere a nuestro país una incuestionable proyección mundial y que coloca a la capital, por así decirlo, en las grandes ligas. Al actual Gobierno de CDMX, ¿no le interesa eso? .
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
De los pilotos, ni hablar, se saben igualmente todas sus historias y las de sus novias y las de sus señoras esposas y las de los mocosos que han procreado en sus tiempos libres y las de sus mascotas y, finalmente, las de sus colosales ganancias porque, según parece, es la disciplina deportiva mejor pagada de todas, o algo así.
El automovilismo es algo que, en lo personal, no me llama nada la atención aunque ahora, ya con el tiempo, he comenzado a reconocer la condición de superhombres que tienen los individuos que se ponen al volante —vaya que sí—, sobre todo, y con perdón, los que compiten en esas carreras llamadas rallies (plural en lengua inglesa de rally, cuyo singular sí me lo acepta el corrector de Word, el software con el que garrapateo estas líneas) que tienen lugar en caminos pedregosos y angostas carreteritas provinciales. O sea, que esos tipos, los pilotos de las diferentes categorías, son unos atletas en toda la acepción de la palabra y deben poseer unos reflejos prodigiosos para poder maniobrar en fracciones de segundo y conseguir esas ínfimas ventajas que separan al ganador de sus inmediatos perseguidores.
Ahora bien, saber esto y conocer igualmente de los prodigios de la mecánica —más allá de la estrepitosa falta de confiabilidad de unos bólidos, sobre todo en la F-1, que tienen averías un día sí y el otro también— no me ha hecho poder disfrutar de un espectáculo que, creo yo, se caracteriza por la fugacidad de la experiencia directa, es decir, que estás sentado en las gradas y ves pasar durante unos instantes unos objetos ruidosísimos y sanseacabó. Digo, son mucho más descifrables las trasmisiones televisivas, si me permiten ustedes.
Pero, el asunto es el siguiente: celebrar un Gran Premio de F-1 en Ciudad de México es algo que le confiere a nuestro país una incuestionable proyección mundial y que coloca a la capital, por así decirlo, en las grandes ligas. Al actual Gobierno de CDMX, ¿no le interesa eso? .
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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