Pemex es “la empresa de todos los mexicanos”. Pues sí. En consecuencia, la deuda de Pemex es también la deuda de todos los mexicanos. O sea, un pasivo que tendremos que pagar tarde o temprano con la plata de nuestros bolsillos.
Hay que repetir, una y otra vez, que el Gobierno no tiene dinero suyo. Usa, para todos los fines posibles, los recursos que le aportan los ciudadanos productivos. Precisamente por eso es tan supremamente ofensiva la corrupción. Una bofetada al contribuyente, vamos: los impuestos que el individuo cumplido le aporta tan trabajosamente a doña Hacienda terminan enriqueciendo a terceras personas en lugar de servir para crear bienes públicos. De ahí nuestra reticencia a apoquinar los tributos que nos exige el temible Servicio de Administración Tributaria en este país: ¿para qué me quitan una sustancial parte de mi sueldo o para qué me cobran el IVA, señoras y señores? ¿Para que un gobernador cínico y miserable se enriquezca? ¿Para pagar las comisiones que los funcionarios exigen al otorgar contratos de obra pública a las empresas constructoras? ¿Para que se dilapide frívola e irresponsablemente en políticas públicas que en manera alguna benefician a la población? ¿Para que se lo repartan a sus anchas, sin afrontar sanción alguna y disfrutando de la más escandalosa impunidad, los politicastros de turno?
Por eso mismo está bajo sospecha permanente la riqueza en México, porque siempre le atribuimos un origen dudoso y porque, las más de las veces, resulta de contubernios entre el poder político y sus cómplices de la iniciativa privada; por eso mismo desconfiamos del capitalismo como doctrina económica, porque en estos pagos no se manifiesta como un sistema que alienta a los individuos más emprendedores y audaces sino que recompensa a los allegados y a los encubridores, así de abusivos como puedan ser; por eso mismo desconocemos nuestra propia naturaleza de comerciantes natos –díganme ustedes qué otra cosa sería el llamado ambulantaje, estimados lectores, sino la expresión más evidente del impulso de tantísima gente para ganarse el pan cotidiano en las calles al no poderse integrar, por las limitaciones de un mercado distorsionado por el burocratismo depredador, a los sectores de la economía formal— y buscamos acogernos al asistencialismo del Estado; por eso mismo, finalmente, el pueblo bueno se dejó llevar por el canto de las sirenas, entonado en su momento por un candidato presidencial que prometió acabar de tajo con todas estas prácticas pero que, miren ustedes, se ha rodeado de gente de muy nebulosa catadura en lo que no parece una “transformación”, como nos prometía, sino una “restauración” del antiguo orden priista, aderezada de la misma retórica trasnochada y los perniciosos usos de antaño. De pronto, la modernidad la rechazamos por asociarla al saqueo de la nación siendo que, en una sociedad abierta con reglas claras y leyes que se respetan, el dinamismo económico que se deriva del libre mercado termina por traducirse en un bienestar real para la población.
Lo que no parecemos querer ver, al mismo tiempo, es el criminal derroche de recursos que tiene lugar por culpa del corporativismo, las prácticas clientelares de los Gobiernos, el asistencialismo electorero y el estatismo invasor. Ahí nos cegamos selectivamente para no arremeter ya contra los sindicatos charros, la consustancial ineficiencia gubernamental, las desmesuradas canonjías otorgadas a ciertos gremios y los costos de una demagogia que se alimenta de rituales tan estúpidos –y desaforadamente ridículos— como onerosos, aparte de improductivos de necesidad. La ira popular se dirige por principio hacia los “ricos y poderosos” pero nunca se convierte en un cuestionamiento al modelo de Estado falsamente benefactor que tenemos, un sistema que ha sido incapaz, hasta ahora, de procurar una mínima justicia a los mexicanos, de proporcionar una educación de calidad, de fomentar la competitividad del país, de sacar de la pobreza a millones de compatriotas y, lo peor, de proteger a sus ciudadanos contra el azote de los criminales. Ilusionados con la presunta transformación que se va a operar, justamente, al privilegiar el estatismo encabezado por un líder supremo, nos complacemos de que se haya cancelado la construcción de un aeropuerto de clase mundial, nos desentendemos interesadamente de que la autoridad no intervenga para acabar con el bloqueo de las vías de ferrocarril en Michoacán, miramos hacia otro lado para que no se aparezcan Napito ni Bartlett como directísimos socios participantes de la gran gesta transformadora y digerimos con toda normalidad que 40 miembros de esa misma CNTE que provocó colosales pérdidas económicas por impedir el paso de trenes sesionen despreocupadamente en nuestro Congreso bicameral.
De paso, nos disponemos a consagrar a Pemex como la corporación madre de doña soberanía nacional. Es una empresa condenada a la improductividad pero, no importa: vamos todos juntos a pagar alegremente la colosal deuda que tiene.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Hay que repetir, una y otra vez, que el Gobierno no tiene dinero suyo. Usa, para todos los fines posibles, los recursos que le aportan los ciudadanos productivos. Precisamente por eso es tan supremamente ofensiva la corrupción. Una bofetada al contribuyente, vamos: los impuestos que el individuo cumplido le aporta tan trabajosamente a doña Hacienda terminan enriqueciendo a terceras personas en lugar de servir para crear bienes públicos. De ahí nuestra reticencia a apoquinar los tributos que nos exige el temible Servicio de Administración Tributaria en este país: ¿para qué me quitan una sustancial parte de mi sueldo o para qué me cobran el IVA, señoras y señores? ¿Para que un gobernador cínico y miserable se enriquezca? ¿Para pagar las comisiones que los funcionarios exigen al otorgar contratos de obra pública a las empresas constructoras? ¿Para que se dilapide frívola e irresponsablemente en políticas públicas que en manera alguna benefician a la población? ¿Para que se lo repartan a sus anchas, sin afrontar sanción alguna y disfrutando de la más escandalosa impunidad, los politicastros de turno?
Por eso mismo está bajo sospecha permanente la riqueza en México, porque siempre le atribuimos un origen dudoso y porque, las más de las veces, resulta de contubernios entre el poder político y sus cómplices de la iniciativa privada; por eso mismo desconfiamos del capitalismo como doctrina económica, porque en estos pagos no se manifiesta como un sistema que alienta a los individuos más emprendedores y audaces sino que recompensa a los allegados y a los encubridores, así de abusivos como puedan ser; por eso mismo desconocemos nuestra propia naturaleza de comerciantes natos –díganme ustedes qué otra cosa sería el llamado ambulantaje, estimados lectores, sino la expresión más evidente del impulso de tantísima gente para ganarse el pan cotidiano en las calles al no poderse integrar, por las limitaciones de un mercado distorsionado por el burocratismo depredador, a los sectores de la economía formal— y buscamos acogernos al asistencialismo del Estado; por eso mismo, finalmente, el pueblo bueno se dejó llevar por el canto de las sirenas, entonado en su momento por un candidato presidencial que prometió acabar de tajo con todas estas prácticas pero que, miren ustedes, se ha rodeado de gente de muy nebulosa catadura en lo que no parece una “transformación”, como nos prometía, sino una “restauración” del antiguo orden priista, aderezada de la misma retórica trasnochada y los perniciosos usos de antaño. De pronto, la modernidad la rechazamos por asociarla al saqueo de la nación siendo que, en una sociedad abierta con reglas claras y leyes que se respetan, el dinamismo económico que se deriva del libre mercado termina por traducirse en un bienestar real para la población.
Lo que no parecemos querer ver, al mismo tiempo, es el criminal derroche de recursos que tiene lugar por culpa del corporativismo, las prácticas clientelares de los Gobiernos, el asistencialismo electorero y el estatismo invasor. Ahí nos cegamos selectivamente para no arremeter ya contra los sindicatos charros, la consustancial ineficiencia gubernamental, las desmesuradas canonjías otorgadas a ciertos gremios y los costos de una demagogia que se alimenta de rituales tan estúpidos –y desaforadamente ridículos— como onerosos, aparte de improductivos de necesidad. La ira popular se dirige por principio hacia los “ricos y poderosos” pero nunca se convierte en un cuestionamiento al modelo de Estado falsamente benefactor que tenemos, un sistema que ha sido incapaz, hasta ahora, de procurar una mínima justicia a los mexicanos, de proporcionar una educación de calidad, de fomentar la competitividad del país, de sacar de la pobreza a millones de compatriotas y, lo peor, de proteger a sus ciudadanos contra el azote de los criminales. Ilusionados con la presunta transformación que se va a operar, justamente, al privilegiar el estatismo encabezado por un líder supremo, nos complacemos de que se haya cancelado la construcción de un aeropuerto de clase mundial, nos desentendemos interesadamente de que la autoridad no intervenga para acabar con el bloqueo de las vías de ferrocarril en Michoacán, miramos hacia otro lado para que no se aparezcan Napito ni Bartlett como directísimos socios participantes de la gran gesta transformadora y digerimos con toda normalidad que 40 miembros de esa misma CNTE que provocó colosales pérdidas económicas por impedir el paso de trenes sesionen despreocupadamente en nuestro Congreso bicameral.
De paso, nos disponemos a consagrar a Pemex como la corporación madre de doña soberanía nacional. Es una empresa condenada a la improductividad pero, no importa: vamos todos juntos a pagar alegremente la colosal deuda que tiene.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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