Los regímenes autoritarios logran sobrevivir por una sencillísima razón: por la fuerza. Se imponen amedrentando a los ciudadanos. Amenazan a los disidentes, los encarcelan, los torturan, los matan. No consienten oposición alguna y su único propósito, aunque pretexten causas obligadamente elevadas y que sus adalides se llenen la boca invocando a los próceres de la historia, es el poder.
Para eso son muy buenos, los sátrapas, para tener las riendas muy bien agarradas y para controlarlo todo, para no dejar ningún espacio intocado. Y, como el ejercicio omnímodo del poder necesita de cualquier forma la complicidad de todos los agentes del Estado, pues entonces edifican un sistema sustentado en la lealtad absoluta, en la total incondicionalidad de sus súbditos. La dictadura no premia el mérito. Recompensa la adoración al líder.
Por esa razón, porque las autocracias no son el imperio de los más capaces sino el reino de los más obedientes, terminan siendo irremediablemente torpes para gobernar. El empleado modélico del servicio público, en países como Cuba o Venezuela, es tan incapaz en lo meramente profesional como servil para seguir, sin chistar, las órdenes de arriba. Nunca da sus opiniones, así fuere que tuviere algunas ideas propias el hombre. Jamás se atreve a sugerir siquiera la más mínima objeción a las instrucciones que recibe, tan absurdas como puedan ser. La república de los leales es así consustancialmente ineficiente.
Al final, el pueblo entero es el que paga los platos rotos. El comandante supremo, embebido de halagos y adulaciones constantes, termina por creerse infalible. Nadie lo cuestiona y, como él mismo se ha encargado de acallar las voces que le incomodan, pierde no sólo cualquier sentido común sino que se permite perpetrar todas las canalladas que le puedan venir en gana. Los tiranuelos son crueles y cínicamente indiferentes al sufrimiento de los demás. Para mayores señas, ahí lo tenemos ahora, al vulgar Nicolás Maduro, rechazando la ayuda externa que le ofrecen quienes sí se estremecen de saber las severísimas penurias que conlleva la gente de a pie en ese país llamado Venezuela.
Un régimen así no tiene defensa alguna. ¿Por qué calla nuestro Gobierno?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Para eso son muy buenos, los sátrapas, para tener las riendas muy bien agarradas y para controlarlo todo, para no dejar ningún espacio intocado. Y, como el ejercicio omnímodo del poder necesita de cualquier forma la complicidad de todos los agentes del Estado, pues entonces edifican un sistema sustentado en la lealtad absoluta, en la total incondicionalidad de sus súbditos. La dictadura no premia el mérito. Recompensa la adoración al líder.
Por esa razón, porque las autocracias no son el imperio de los más capaces sino el reino de los más obedientes, terminan siendo irremediablemente torpes para gobernar. El empleado modélico del servicio público, en países como Cuba o Venezuela, es tan incapaz en lo meramente profesional como servil para seguir, sin chistar, las órdenes de arriba. Nunca da sus opiniones, así fuere que tuviere algunas ideas propias el hombre. Jamás se atreve a sugerir siquiera la más mínima objeción a las instrucciones que recibe, tan absurdas como puedan ser. La república de los leales es así consustancialmente ineficiente.
Al final, el pueblo entero es el que paga los platos rotos. El comandante supremo, embebido de halagos y adulaciones constantes, termina por creerse infalible. Nadie lo cuestiona y, como él mismo se ha encargado de acallar las voces que le incomodan, pierde no sólo cualquier sentido común sino que se permite perpetrar todas las canalladas que le puedan venir en gana. Los tiranuelos son crueles y cínicamente indiferentes al sufrimiento de los demás. Para mayores señas, ahí lo tenemos ahora, al vulgar Nicolás Maduro, rechazando la ayuda externa que le ofrecen quienes sí se estremecen de saber las severísimas penurias que conlleva la gente de a pie en ese país llamado Venezuela.
Un régimen así no tiene defensa alguna. ¿Por qué calla nuestro Gobierno?
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