La mar y el barco

La mar y el barco
La mar es, desde los tiempos más remotos de la literatura universal, un símbolo de la vida en sí misma, el escenario de las batallas —y las travesías— que el héroe enfrenta en el camino a la aventura y su posterior retorno a Ítaca: profundo y misterioso, fatal e impredecible, lleno lo mismo de días soleados que de desventuras insospechadas.

El barco es, en el mismo sentido, el medio del que disponemos para navegar con eficiencia, y llegar a buen puerto: el barco y la mar son metáforas que ilustran el curso de una aventura. De un viaje, de un periodo. De un gobierno —marítimo— en el que el capitán tendría, tan sólo, la oportunidad de realizar un viaje de seis años, tras haber obtenido la aprobación que, sobre su plan de navegación, le otorga la mayoría de los pasajeros.

Unos quieren ir hacia un lado, los demás hacia el otro: gane quien gane, todos irán en la misma nave, hasta arribar al siguiente puerto para elegir a una tripulación distinta para la siguiente travesía. Un solo trayecto, sin importar qué tan querido sea el capitán por los pasajeros —así lo establecen las reglas de la naviera tras una vieja revuelta— o, mucho menos, que no le alcance el tiempo para ejecutar sus proyectos por lo desaseado que encontró el navío.

Navegar con eficiencia, y llegar a buen puerto. El capitán tiene tan sólo seis años para desarrollar su plan de navegación, para organizar a sus tripulantes, para mantener a los pasajeros entusiasmados. Para conservar las mercancías que transporta, para asegurar los intereses de quienes han invertido en una compañía que, en los últimos veinte años, había desterrado —por fin— las prácticas que le habían impedido competir en una mar cada vez más complicada. Una mar, cada vez, más procelosa.

El nuevo capitán ha llegado al puente de mandos asegurando a los pasajeros que los capitanes anteriores habían sido unos ineptos, que las cartas de navegación estaban equivocadas, que las tripulaciones anteriores robaban sin medida y había un tesoro oculto con el que los viajes se pagarían solos. El barco se estaba hundiendo, y quienes optaran por el rumbo anterior estarían deseando el naufragio de todos. No podía haber lugar a dudas para el 53% de los pasajeros: era —sigue siendo— un honor estar con el nuevo capitán, que sonríe y se toma selfies mientras revisa las cartas de navegación que conserva desde los años sesenta, así como los planes de una nave diseñada para océanos completamente distintos, en los que el blanco y negro de la Guerra Fría lo hacía todo tan sencillo como alinearse con uno de los dos grandes bloques ideológicos, y apoyar —con la sacrosanta Doctrina Estrada— aliados impresentables con tal de mantener la postura. Un mundo que ha cambiado, por completo: hoy, la reacción de los mercados ante cualquier decisión errónea es inmediata y evidente. El mundo es otro, aunque el nuevo capitán no haya querido percatarse: no sólo las corrientes son distintas a lo que su obsoleta cartografía le indicaba, sino que las rutas actuales son muy diferentes a aquellas por las que pretende transitar. Los aliados que hubieran sido atractivos hace veinte años no lo son ahora; las causas que entonces valía la pena reivindicar hoy han demostrado ser erróneas.

El capitán habla —y habla— en cada conferencia matutina. Señala los árboles, distrayendo del bosque, y suelta chistoretes que los pasajeros festejan, embobados, mientras la nave se sigue desmantelando, semana a semana, en una serie de anuncios que no terminan de debatirse cuando ha caído el siguiente, y las redes sociales se inundan de nuevo en la defensa de cualquier cosa por una idílica austeridad republicana. El rumbo ha cambiado, y las tormentas se avecinan: el barco se debilita, y es menos capaz de navegar con éxito, pero más al gusto del capitán. Pa’ su mecha, por cierto. Qué buen jugo de piña miel se tomó.


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