Gobernar y hacer política

Gobernar y hacer política
Para Agustín Bravo.

No es lo mismo gobernar que hacer política. Quien gobierna, ejerce el arte del consenso entre sus adversarios; quien hace política, trata —de una manera o de otra— de salirse con la suya. Quien gobierna reconoce la necesidad —y la importancia— de contar con buenos adversarios; para quien hace política, la oposición no es sino un estorbo que, si no es posible ignorar, habrá que sacudirse lo antes posible.

Lo antes posible. Para quien hace política, las ideas de los demás no son importantes en sí, sino en cuanto le sean útiles; para quien gobierna, escuchar las opiniones de los demás es el primer paso hacia una gestión exitosa. Quien hace política sólo está interesado en escucharse a sí mismo; quien ejerce el gobierno tiene que tomar en consideración lo que piensan los demás —por supuesto— pero, al mismo tiempo, debe ser capaz de tomar las decisiones que benefician a la mayoría, dejando satisfechas a las posibles minorías.

Gobernar es, antes que nada, un arte: hacer política no es sino el paso previo. Los buenos gobernantes —por lo general— son buenos políticos; los buenos políticos —en cambio— no siempre son capaces de ejercer un buen gobierno. Es natural, de alguna manera: el buen gobernante trata de ser uno más, y entender la problemática de su tiempo para ofrecer soluciones concretas, mientras que el político procura —antes que nada— destacar entre sus pares, y jalar la agenda hacia sus propios intereses. Lo hemos visto, una y mil veces: lo que durante unos meses se torna en la preocupación aparente de algunos políticos, al cabo del tiempo se convierte en el trampolín que les permite acceder a algo más. Prerrogativas, contratos, influencia. Poder.

Poder, poder absoluto. Poder que se ejerce para la política, dejando de lado lo que podría hacerse si fuera para gobernar con justicia. Poder que se administra para que crezca por sí mismo, justicia que se soslaya en tanto no incumba a quienes cuentan con una credencial de elector vigente. Poder que se ejerce por mandato popular, pero que se administra para beneficio de un solo grupo, de una sola persona, en perjuicio del resto de la población. Poder que se administra, como lo hace el pediatra con los niños —que promete que la inyección no habrá de doler, mostrando la paleta roja— y mientras tanto prepara el algodón que marcará la pauta para llamar al paciente en turno. Un paciente que, a final de cuentas, no necesitaba sino que se le prestara atención.

Una atención que, en realidad, nadie sabe cuándo habrá de llegar a quien la necesita. Las redes sociales han llegado a trastocar el modelo de comunicación entre gobernantes y gobernados, reduciendo distancias y estrechando vínculos entre desconocidos; las redes sociales, también, han cambiado —por completo— la relación entre tales desconocidos, y han obviado la necesidad de un vínculo común más profundo entre quienes no tiene entre sí más que el deseo de que caiga el tirano. ¿De qué sirve que caiga un tirano ahora, cuando las circunstancias que lo llevaron al poder son idénticas a las que teníamos hace veinte años? ¿De qué sirven las denuncias airadas, los escándalos virulentos, los niños que se quedan en casa?

¿De qué sirve seguir camuflando —para no recibir el escarnio de la multitud— lo que todos sabemos no es sino una realidad que se esconde tras las cifras que trata de mostrar el gobierno federal? Cifras contundentes, sin duda, pero que en su propia contundencia traen aparejado el germen de la duda: nunca el priismo reciente, incluso en sus momentos más discutibles, estuvo dispuesto a esgrimir como argumento de gobierno a quienes —anteriormente— habían sido descalificados para fungir como mera oposición: lo que hace unos meses fue prometido por la titular de la Secretaría de Gobernación, hoy no es sino una promesa más, sin sentido.

Promesas sin sentido, sin cumplir, sin explicar, sin justificar. Sin nada. Sin tiempos ni dignidad, sin razones ni honor. Gobernar no se ha convertido sino en el juego de quienes no quieren comprometerse, y desean que todo siga igual; la política no es sino el juego de quienes esperan que algo bueno salga de todo esto.

Gobernar —y hacer política— va mucho más de lo que estamos viviendo. Gobernar se trata, precisamente, de hacer política. La política se trata de saber gobernar; la política se trata, también, de saber oponerse a quienes están seguros de que saben hacerlo cuando les haya llegado el momento. Gobernar es un honor: en México, hacer política es una pesadilla.

Exit light. Enter night.

Take my hand.

We’re off to never-never land.


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