Nadie personifica mejor la figura del demagogo populista que Donald Trump. En el escenario figuran igualmente individuos como Nicolás Maduro —que sería la versión tropical del personaje (y, justamente por ello, la más deletérea)—, Viktor Orban, Vladimir Putin y, en menor medida, aunque muy maligno en su progresiva condición de represor de periodistas y adversarios políticos, Recep Tayyip Erdogan. Hay muchos otros aspirantes pero no se han todavía beneficiado del voto que depositan en las urnas los ciudadanos descontentos.
Y sí, señoras y señores, llegan al poder sirviéndose a sus anchas del modelo democrático —participan como cualquiera en las elecciones, son candidatos de formaciones políticas perfectamente legales, se benefician de todas las libertades y derechos concedidos a los opositores en los textos constitucionales, gastan alegremente los recursos autorizados para hacer campañas electorales y se permiten, desde el arranque mismo de sus fulgurantes carreras, toda suerte de bravuconadas y desplantes— pero, una vez en el cargo, comienzan una sistemática operación de acoso y derribo del aparato que los llevó allí.
Trump no se ha convertido en un nefario tiranuelo como el heredero de Hugo Chávez porque los padres fundadores de los Estados Unidos de América idearon un sistema político con contrapesos y equilibrios para, justamente, evitar la concentración del poder en un solo individuo y evitar así los excesos que terminan por cometer los comunes mortales cuando no tienen que rendir cuentas a nadie. Y ayer vimos cómo funciona la fórmula: Michael Cohen, el antiguo abogado personal del actual inquilino de la Casa Blanca, compareció ante una comisión de la Casa de Representantes del Congreso de su país para aclarar varios asuntos en los que se enredó por tener que atender, en su momento, los intereses de su patrón. Trasmutado el sujeto en un hombre visiblemente arrepentido, su testimonio resultó devastador para The Donald, más allá de los problemas legales que enfrenta y de las aviesas embestidas de los partidarios de Trump durante el interrogatorio.
Fue un ejercicio ejemplar y la demostración más deslumbrante del supremo valor de la democracia liberal. Chapeau!
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Y sí, señoras y señores, llegan al poder sirviéndose a sus anchas del modelo democrático —participan como cualquiera en las elecciones, son candidatos de formaciones políticas perfectamente legales, se benefician de todas las libertades y derechos concedidos a los opositores en los textos constitucionales, gastan alegremente los recursos autorizados para hacer campañas electorales y se permiten, desde el arranque mismo de sus fulgurantes carreras, toda suerte de bravuconadas y desplantes— pero, una vez en el cargo, comienzan una sistemática operación de acoso y derribo del aparato que los llevó allí.
Trump no se ha convertido en un nefario tiranuelo como el heredero de Hugo Chávez porque los padres fundadores de los Estados Unidos de América idearon un sistema político con contrapesos y equilibrios para, justamente, evitar la concentración del poder en un solo individuo y evitar así los excesos que terminan por cometer los comunes mortales cuando no tienen que rendir cuentas a nadie. Y ayer vimos cómo funciona la fórmula: Michael Cohen, el antiguo abogado personal del actual inquilino de la Casa Blanca, compareció ante una comisión de la Casa de Representantes del Congreso de su país para aclarar varios asuntos en los que se enredó por tener que atender, en su momento, los intereses de su patrón. Trasmutado el sujeto en un hombre visiblemente arrepentido, su testimonio resultó devastador para The Donald, más allá de los problemas legales que enfrenta y de las aviesas embestidas de los partidarios de Trump durante el interrogatorio.
Fue un ejercicio ejemplar y la demostración más deslumbrante del supremo valor de la democracia liberal. Chapeau!
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