Como usted sabe, el jueves el Senado votó de forma unánime un dictamen acerca de la Guardia Nacional diferente del que promovía el Presidente. Aunque se establece un mando civil, directrices respetuosas de los derechos humanos y límites temporales a la participación de Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad pública, también se abre un espacio que hasta ahora estaba restringido, al menos legalmente. Es decir, López Obrador gana, pero no todo lo que quería.
Se trata de un caso más de un comportamiento conocido de parte del Presidente: rebasar los límites, y si encuentra resistencia, regresar un poco, pero siempre ganando algo. Desde la toma de pozos petroleros, hasta los golpes presupuestarios recientes, pasando por el desacato a la Corte cuando fue jefe de Gobierno, siempre ha actuado de la misma forma. En eso encarna una característica nacional: el desprecio por la ley; es decir, por las restricciones externas. Aunque a algunos eso nos parece muy peligroso, a la mayoría de los mexicanos les parece normal e incluso loable. Es parte del éxito de López Obrador.
En democracia, un presidente que no respeta la ley es un problema serio. En el siglo XX no era nada extraño, porque México vivía bajo un régimen autoritario. Normalizar el comportamiento de López Obrador, en consecuencia, implica aceptar el fin de la democracia. Insisto, para muchos eso no es un problema, porque están acostumbrados al autoritarismo, o incluso lo añoran. Eran los buenos tiempos en que no había que ser responsable de nada, para eso estaba el presidente.
Quienes creemos que es preferible vivir en democracia, y con ello quiero decir democracia liberal, pensamos que López Obrador debe respetar su protesta como Presidente, y cumplir la Constitución y las leyes, desde la forma en que debe saludar a la bandera hasta la manera en que nombra funcionarios y toma decisiones. Por más amplio que haya sido su triunfo, no está, ni puede estar, por encima de la ley.
Precisamente por esa razón, es de la mayor importancia contener su vocación autoritaria, y por ello la votación del Senado es relevante. En condiciones normales, un voto unánime en una Cámara no sería recomendable. En este momento, lo que significa es una señal clara de que, al menos en una Cámara del Congreso, tiene límites. También los tiene en política monetaria, gracias a la autonomía del Banco de México. Más importante aún, la Suprema Corte sigue frenando las ocurrencias gubernamentales.
Por otra parte, un grupo de políticos, empresarios y opinadores (entre ellos este columnista), han expresado su voluntad de defender la posibilidad de pensar distinto, como cimiento de la democracia liberal, que creemos el mejor sistema político posible. En redes, algunos han insistido en que se trata del Frente que impulsó a Ricardo Anaya. Ignoro si sea así, pero es irrelevante. Los firmantes no forman parte de algún grupo específico ni son un polo opositor. Se trata de la expresión de pluralidad indispensable para evitar el pensamiento único.
La popularidad del Presidente, su control de la Cámara de Diputados y de abundantes Congresos locales, son una gran tentación autoritaria. El carácter mismo de López Obrador abona en esa dirección. La integración global del país, sin embargo, es incompatible con un potencial retorno a una economía discrecional, es decir, a la rectoría del Estado, como gustan decirle. La complejidad del siglo XXI no puede abarcarse con modelos del siglo previo. Por eso ha sido tan evidente la incompetencia de abundantes funcionarios.
Por el momento, se trata de contener los daños. Como ya hemos dicho muchas veces, el triunfo de AMLO fue legítimo, y tiene todo el derecho de impulsar políticas públicas. No de pasar por encima de la ley, aplastar minorías, o destruir la economía nacional.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
Se trata de un caso más de un comportamiento conocido de parte del Presidente: rebasar los límites, y si encuentra resistencia, regresar un poco, pero siempre ganando algo. Desde la toma de pozos petroleros, hasta los golpes presupuestarios recientes, pasando por el desacato a la Corte cuando fue jefe de Gobierno, siempre ha actuado de la misma forma. En eso encarna una característica nacional: el desprecio por la ley; es decir, por las restricciones externas. Aunque a algunos eso nos parece muy peligroso, a la mayoría de los mexicanos les parece normal e incluso loable. Es parte del éxito de López Obrador.
En democracia, un presidente que no respeta la ley es un problema serio. En el siglo XX no era nada extraño, porque México vivía bajo un régimen autoritario. Normalizar el comportamiento de López Obrador, en consecuencia, implica aceptar el fin de la democracia. Insisto, para muchos eso no es un problema, porque están acostumbrados al autoritarismo, o incluso lo añoran. Eran los buenos tiempos en que no había que ser responsable de nada, para eso estaba el presidente.
Quienes creemos que es preferible vivir en democracia, y con ello quiero decir democracia liberal, pensamos que López Obrador debe respetar su protesta como Presidente, y cumplir la Constitución y las leyes, desde la forma en que debe saludar a la bandera hasta la manera en que nombra funcionarios y toma decisiones. Por más amplio que haya sido su triunfo, no está, ni puede estar, por encima de la ley.
Precisamente por esa razón, es de la mayor importancia contener su vocación autoritaria, y por ello la votación del Senado es relevante. En condiciones normales, un voto unánime en una Cámara no sería recomendable. En este momento, lo que significa es una señal clara de que, al menos en una Cámara del Congreso, tiene límites. También los tiene en política monetaria, gracias a la autonomía del Banco de México. Más importante aún, la Suprema Corte sigue frenando las ocurrencias gubernamentales.
Por otra parte, un grupo de políticos, empresarios y opinadores (entre ellos este columnista), han expresado su voluntad de defender la posibilidad de pensar distinto, como cimiento de la democracia liberal, que creemos el mejor sistema político posible. En redes, algunos han insistido en que se trata del Frente que impulsó a Ricardo Anaya. Ignoro si sea así, pero es irrelevante. Los firmantes no forman parte de algún grupo específico ni son un polo opositor. Se trata de la expresión de pluralidad indispensable para evitar el pensamiento único.
La popularidad del Presidente, su control de la Cámara de Diputados y de abundantes Congresos locales, son una gran tentación autoritaria. El carácter mismo de López Obrador abona en esa dirección. La integración global del país, sin embargo, es incompatible con un potencial retorno a una economía discrecional, es decir, a la rectoría del Estado, como gustan decirle. La complejidad del siglo XXI no puede abarcarse con modelos del siglo previo. Por eso ha sido tan evidente la incompetencia de abundantes funcionarios.
Por el momento, se trata de contener los daños. Como ya hemos dicho muchas veces, el triunfo de AMLO fue legítimo, y tiene todo el derecho de impulsar políticas públicas. No de pasar por encima de la ley, aplastar minorías, o destruir la economía nacional.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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