¿Qué tanto se justifican las críticas al presidente Andrés Manuel López Obrador por su reacción ante la tragedia de Tlahuelilpan? Las comparaciones ilustran.
El 22 de abril de 1992 a las 10:09 empezaron a explotar las concentraciones de gasolina fugada en una amplia zona de Guadalajara. Fue enorme la destrucción en bienes y vidas. Carlos Salinas se trasladó a esa ciudad por vía aérea a las 14 horas y se acercó al lugar de los hechos a las 19 horas. A las 10 de la noche visitó a los heridos en el Hospital Civil. Durante esas horas iba repartiendo promesas: “se hará una profunda investigación”, se “encontrará a los culpables”, “habrá justicia”. Un cuarto de siglo después, El Informador de Guadalajara recordó el hecho con un texto al cual pusieron una entrada propia de obituario: “A 25 años de distancia no hay un solo sentenciado por este hecho”.
El 5 de junio de 2009 estalló un incendio en la Guardería ABC (subrogada del Instituto Mexicano del Seguro Social) en Hermosillo, Sonora. Fallecieron 49 niños y 106 resultaron heridos, todos de entre cinco meses y cinco años de edad. El presidente Felipe Calderón andaba por Quintana Roo y desde allá expresó su “profundo dolor” y envío sus “más sentidas condolencias a los familiares”. Al día siguiente —cuenta “La Jornada”— llegó en el avión presidencial a las 18:27; recorrió hospitales y prometió a los familiares de las víctimas que verificaría cómo habían ocurrido los hechos para deslindar responsabilidades. Dejó Hermosillo una hora y 20 minutos después.
Entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, una de las bandas del crimen organizado que asolan Guerrero desapareció a 43 normalistas de Ayotzinapa y asesinó a algunos más. A la semana, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, justificó el silencio y la pasividad del gobierno federal diciendo que se trataba de “un asunto del ámbito local”. Al onceavo día, el presidente Enrique Peña Nieto expresó en un comunicado que se sentía “profundamente indignado y consternado”; la turbación de su ánimo no le alcanzó para viajar a Ayotzinapa y presentar en persona sus condolencias a los padres y las madres de los desaparecidos.
Podría seguir varias cuartillas relatando casos que demuestran un patrón: nuestros últimos presidentes se quedan paralizados cuando sucede una tragedia en la cual está involucrado algún agente del Estado. Bloquean la empatía y son incapaces de ponerse en el lugar de las víctimas y compartir con ellas su sufrimiento.
Importa poco si la reacción ha sido consciente o inconsciente. Lo relevante es su incapacidad para conectarse en el plano emocional, porque hacerlo los confronta con la primera regla no escrita del actual sistema político mexicano: “no afectarás la impunidad de tus semejantes”. Alterar esa norma va en contra de los tejidos de corrupción que conocemos. En lugar de eso avientan promesas irrealizables, crean comisiones que terminan arrumbadas en la bodega de los tiliches y usan mil y un recursos para cansar a las víctimas.
La reacción de Andrés Manuel López Obrador ha sido diametralmente opuesta. Estaba en Aguascalientes y cuando se enteró de la explosión se subió en una camioneta con unos cuantos acompañantes. En cuatro horas ya estaba en el lugar de los hechos donde se reunió con los titulares de la Sedena, la Marina, Seguridad Pública y Pemex para afinar las medidas que tomaría su gobierno. Desde entonces trae el tema entre las prioridades, con lo cual transmite interés y cercanía a los afectados.
Es por supuesto prematuro asegurar aquí y ahora que el método y las medidas seguidas por el Presidente son acertados o erróneos. Por eso mismo llama la atención la virulencia de algunas críticas condenándolo por aquello que no explicó o dejó de hacer. Cuánta fuerza tienen las vetas de odio que motivan a quienes invierten parte de su tiempo buscando demostrar la maldad e ineptitud del Presidente.
Es probable que en algunas semanas o meses tengamos evidencia sobre las bondades de su actuación y la gravedad de sus pecados capitales o veniales. Llegado el momento, y con evidencia, habrá que condenarlo o aplaudirlo. Por ahora la comparación me permite asegurar que supera con creces a otros presidentes en la capacidad para mostrar empatía hacia las víctimas de tragedias.— Boston, Massachusetts.
@sergioaguayo Investigador y analista político.
Colaboró Zyanya Valeria Hernández Almaguer.
El 22 de abril de 1992 a las 10:09 empezaron a explotar las concentraciones de gasolina fugada en una amplia zona de Guadalajara. Fue enorme la destrucción en bienes y vidas. Carlos Salinas se trasladó a esa ciudad por vía aérea a las 14 horas y se acercó al lugar de los hechos a las 19 horas. A las 10 de la noche visitó a los heridos en el Hospital Civil. Durante esas horas iba repartiendo promesas: “se hará una profunda investigación”, se “encontrará a los culpables”, “habrá justicia”. Un cuarto de siglo después, El Informador de Guadalajara recordó el hecho con un texto al cual pusieron una entrada propia de obituario: “A 25 años de distancia no hay un solo sentenciado por este hecho”.
El 5 de junio de 2009 estalló un incendio en la Guardería ABC (subrogada del Instituto Mexicano del Seguro Social) en Hermosillo, Sonora. Fallecieron 49 niños y 106 resultaron heridos, todos de entre cinco meses y cinco años de edad. El presidente Felipe Calderón andaba por Quintana Roo y desde allá expresó su “profundo dolor” y envío sus “más sentidas condolencias a los familiares”. Al día siguiente —cuenta “La Jornada”— llegó en el avión presidencial a las 18:27; recorrió hospitales y prometió a los familiares de las víctimas que verificaría cómo habían ocurrido los hechos para deslindar responsabilidades. Dejó Hermosillo una hora y 20 minutos después.
Entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, una de las bandas del crimen organizado que asolan Guerrero desapareció a 43 normalistas de Ayotzinapa y asesinó a algunos más. A la semana, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, justificó el silencio y la pasividad del gobierno federal diciendo que se trataba de “un asunto del ámbito local”. Al onceavo día, el presidente Enrique Peña Nieto expresó en un comunicado que se sentía “profundamente indignado y consternado”; la turbación de su ánimo no le alcanzó para viajar a Ayotzinapa y presentar en persona sus condolencias a los padres y las madres de los desaparecidos.
Podría seguir varias cuartillas relatando casos que demuestran un patrón: nuestros últimos presidentes se quedan paralizados cuando sucede una tragedia en la cual está involucrado algún agente del Estado. Bloquean la empatía y son incapaces de ponerse en el lugar de las víctimas y compartir con ellas su sufrimiento.
Importa poco si la reacción ha sido consciente o inconsciente. Lo relevante es su incapacidad para conectarse en el plano emocional, porque hacerlo los confronta con la primera regla no escrita del actual sistema político mexicano: “no afectarás la impunidad de tus semejantes”. Alterar esa norma va en contra de los tejidos de corrupción que conocemos. En lugar de eso avientan promesas irrealizables, crean comisiones que terminan arrumbadas en la bodega de los tiliches y usan mil y un recursos para cansar a las víctimas.
La reacción de Andrés Manuel López Obrador ha sido diametralmente opuesta. Estaba en Aguascalientes y cuando se enteró de la explosión se subió en una camioneta con unos cuantos acompañantes. En cuatro horas ya estaba en el lugar de los hechos donde se reunió con los titulares de la Sedena, la Marina, Seguridad Pública y Pemex para afinar las medidas que tomaría su gobierno. Desde entonces trae el tema entre las prioridades, con lo cual transmite interés y cercanía a los afectados.
Es por supuesto prematuro asegurar aquí y ahora que el método y las medidas seguidas por el Presidente son acertados o erróneos. Por eso mismo llama la atención la virulencia de algunas críticas condenándolo por aquello que no explicó o dejó de hacer. Cuánta fuerza tienen las vetas de odio que motivan a quienes invierten parte de su tiempo buscando demostrar la maldad e ineptitud del Presidente.
Es probable que en algunas semanas o meses tengamos evidencia sobre las bondades de su actuación y la gravedad de sus pecados capitales o veniales. Llegado el momento, y con evidencia, habrá que condenarlo o aplaudirlo. Por ahora la comparación me permite asegurar que supera con creces a otros presidentes en la capacidad para mostrar empatía hacia las víctimas de tragedias.— Boston, Massachusetts.
@sergioaguayo Investigador y analista político.
Colaboró Zyanya Valeria Hernández Almaguer.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario