La decisión de interrumpir la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) implica un costo inmediato de 8 mil millones de dólares, que es la deuda en bonos y fibra E en que incurrió el grupo aeroportuario. Si se considera el costo adicional por incremento en tasa de interés y ajuste cambiario, puede llegar a 15 mil millones de dólares. La tasa de interés del bono a 10 años de México subió un punto después de esa decisión, y todos los que tenemos una Afore hemos perdido más o menos 3% de nuestro capital, algo así como siete meses de aportaciones.
El “road show” de Pemex, para conseguir recursos que requiere durante 2019, resultó en una elevación de la tasa de interés que enfrenta de medio punto porcentual, equivalente a 5 mil millones de dólares. Ayer, Fitch redujo la calificación de Pemex en dos niveles, elevando el costo de su deuda de manera permanente.
El desabasto de gasolina, producto de mala planeación y operación que redundó en menos importaciones de lo necesario (lo mostramos el lunes, y parece confirmarlo el dato de INEGI de balanza comercial de ese mismo día), ha tenido un costo relevante que no podemos evaluar aún. Información anecdótica habla de una caída del 30% en comercio y servicios en las zonas afectadas.
En diciembre se perdieron 380 mil empleos, y el crecimiento económico, que podemos estimar con base en las importaciones no petroleras de ese mes, difícilmente rebasó el 1% anual. Las ventas de la ANTAD, a tiendas iguales y en términos reales, apuntan a cero.
Todos estos costos eran innecesarios. No había razón para cancelar el NAIM, ni para contratar personal de bajo nivel en Pemex y Sener, ni para quedar por debajo del ritmo de crecimiento casi inercial de la economía, de poco más de 2% anual. Todos estos daños, patrimonial el del aeropuerto y tal vez el de Pemex, económicos los demás, ¿a quién se los cargamos?
Además de estos costos ya pagados, o en proceso, hay que agregar la compra de pipas en Estados Unidos, a las carreras y sin información detallada, y la construcción de la refinería en Tabasco, que sin permisos de ningún tipo ya destruyó decenas de hectáreas de manglares. Si para eso no tuvieron ni el mínimo cuidado de hacer estudios sobre el impacto ambiental, ni solicitar al gobierno del que forman parte los permisos necesarios, ¿qué harán con el Tren Maya?
Un gobierno tiene todo el derecho de impulsar sus proyectos, pero también tiene la obligación de cumplir con la ley. Esto no ha ocurrido ni en el caso de las pipas ni con la refinería. Con todos los defectos de gobiernos anteriores, debe reconocerse que al menos desde 1994, bajo la nueva etapa de la Suprema Corte, la ley empezaba a tener relevancia en México. Los gobiernos podían ser detenidos si violentaban la ley, como le ocurrió al jefe de Gobierno de la Ciudad de México, en 2005, al desacatar una orden de la Corte. Y aunque en su caso el desafuero no fue seguido de un proceso, varios funcionarios desde entonces sí han sido castigados por ese mismo delito.
Lo comentamos hace tiempo: López Obrador desprecia la ley. Lo ha hecho siempre, como activista, como dirigente político, como jefe de Gobierno y ahora como Presidente. En todos los casos ha dicho que es honesto, pero en todos ha dependido de la polarización política y la movilización de sus seguidores para no ser castigado. Es posible que él sea honesto, es poco probable que lo sean todos sus funcionarios. En cualquier caso, eso no debe estar sujeto a opiniones, sino a transparencia, rendición de cuentas y auditorías.
En 60 días ha empobrecido notoriamente a México. De eso no hay duda.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
El “road show” de Pemex, para conseguir recursos que requiere durante 2019, resultó en una elevación de la tasa de interés que enfrenta de medio punto porcentual, equivalente a 5 mil millones de dólares. Ayer, Fitch redujo la calificación de Pemex en dos niveles, elevando el costo de su deuda de manera permanente.
El desabasto de gasolina, producto de mala planeación y operación que redundó en menos importaciones de lo necesario (lo mostramos el lunes, y parece confirmarlo el dato de INEGI de balanza comercial de ese mismo día), ha tenido un costo relevante que no podemos evaluar aún. Información anecdótica habla de una caída del 30% en comercio y servicios en las zonas afectadas.
En diciembre se perdieron 380 mil empleos, y el crecimiento económico, que podemos estimar con base en las importaciones no petroleras de ese mes, difícilmente rebasó el 1% anual. Las ventas de la ANTAD, a tiendas iguales y en términos reales, apuntan a cero.
Todos estos costos eran innecesarios. No había razón para cancelar el NAIM, ni para contratar personal de bajo nivel en Pemex y Sener, ni para quedar por debajo del ritmo de crecimiento casi inercial de la economía, de poco más de 2% anual. Todos estos daños, patrimonial el del aeropuerto y tal vez el de Pemex, económicos los demás, ¿a quién se los cargamos?
Además de estos costos ya pagados, o en proceso, hay que agregar la compra de pipas en Estados Unidos, a las carreras y sin información detallada, y la construcción de la refinería en Tabasco, que sin permisos de ningún tipo ya destruyó decenas de hectáreas de manglares. Si para eso no tuvieron ni el mínimo cuidado de hacer estudios sobre el impacto ambiental, ni solicitar al gobierno del que forman parte los permisos necesarios, ¿qué harán con el Tren Maya?
Un gobierno tiene todo el derecho de impulsar sus proyectos, pero también tiene la obligación de cumplir con la ley. Esto no ha ocurrido ni en el caso de las pipas ni con la refinería. Con todos los defectos de gobiernos anteriores, debe reconocerse que al menos desde 1994, bajo la nueva etapa de la Suprema Corte, la ley empezaba a tener relevancia en México. Los gobiernos podían ser detenidos si violentaban la ley, como le ocurrió al jefe de Gobierno de la Ciudad de México, en 2005, al desacatar una orden de la Corte. Y aunque en su caso el desafuero no fue seguido de un proceso, varios funcionarios desde entonces sí han sido castigados por ese mismo delito.
Lo comentamos hace tiempo: López Obrador desprecia la ley. Lo ha hecho siempre, como activista, como dirigente político, como jefe de Gobierno y ahora como Presidente. En todos los casos ha dicho que es honesto, pero en todos ha dependido de la polarización política y la movilización de sus seguidores para no ser castigado. Es posible que él sea honesto, es poco probable que lo sean todos sus funcionarios. En cualquier caso, eso no debe estar sujeto a opiniones, sino a transparencia, rendición de cuentas y auditorías.
En 60 días ha empobrecido notoriamente a México. De eso no hay duda.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario