A siete años, viejo ajedrecista.
“Jaque al rey”, se anuncia en uno de los tableros en los que el presidente de Estados Unidos trata de jugar una partida de ajedrez en tres dimensiones. Una partida que, por su propia complejidad, el mandatario no ha terminado de entender, y que no está ganando: el estado que guardan tanto el tablero de la esfera personal del presidente, como el de la escena nacional norteamericana, y el de su política exterior, no hacen sino definir el inicio de una debacle ampliamente anticipada. Jaque en tres, en tres tableros.
En tres tableros. En el de lo personal, la posición del presidente norteamericano se ve seriamente comprometida —jaque al rey— tras la captura y arresto de quien fuera su principal asesor e ideólogo, el repulsivo Roger Stone. La sujeción a proceso de quien, sin duda, es también un repositorio de secretos del mandatario, no es sino el primer embate dentro del círculo más cercano de Donald Trump, en el que —presumiblemente— sus propios hijos, y él mismo, podrían estar implicados en la investigación conducida por el fiscal especial, y que por instantes parece cerrarse sobre el actual inquilino de la Casa Blanca. Las jugadas se van agotando, y las piezas desaparecen, conforme Robert Mueller se aproxima: la respuesta de Trump, en el tiempo en que ha transcurrido este proceso, ha sido la creación de distractores en otros tableros.
En el tablero de la escena nacional estadunidense, por ejemplo. El muro que, en su momento fue una ocurrencia, posteriormente uno de los ejes de campaña y, a la postre, el leitmotiv de una presidencia sin mayor sustento ideológico que el de la división y el odio, acaba de ser abandonado —sin condiciones— por su mayor impulsor. Sin condiciones, tras poco más de un mes de una supuesta negociación que no fue más que el estupor de un jugador de ajedrez bisoño que no alcanza a reconocer sus propios errores, y no sabe salir de ellos: Jaque al rey, de nuevo. El shutdown que afectó a miles de familias no sirvió sino para poner en evidencia la falta de aptitud —y de carácter— del presidente, así como la falta de humanidad de los miembros de su gabinete. Pusilánime, le gritaron desde la tribuna quienes esperaban que siguiera en su postura; pusilánime, se burlaron de él quienes obtuvieron la capitulación de un hombre cuyo ego está herido y se revuelve mientras anuncia que en tres semanas estará de regreso.
Tres semanas en las que cualquier cosa podría ocurrir: si bien es cierto que, tanto en el tablero personal, como en el de la escena personal, las partidas se aproximan al jaque mate, el tablero de la política exterior ofrece una —¿insospechada?— oportunidad para que el presidente norteamericano vuelva a conectar con el núcleo duro al que acaba de fallar, con el muro, y que sería el dispuesto a brindarle su apoyo ante las acusaciones que, en su contra y de su familia, pudieran desprenderse de las investigaciones de la trama rusa. Un hoyo que se abre, para tapar otro abierto para tapar uno más: no es arriesgado afirmar que, en las circunstancias actuales, la gobernabilidad de Venezuela, y el futuro de Nicolás Maduro, estarán muy presentes en el anunciado regreso de Donald Trump. El tiempo lo es todo: ¿para qué más le alcanza?
La situación en Venezuela, y la de millones de familias que sufren la dictadura de un régimen autocrático, depende en estos momentos —y en buena medida— de las decisiones de un hombre que se verá impulsado hacia lo correcto, aunque sea por las razones equivocadas. Trump es impresentable, es cierto; la caída del régimen venezolano le daría un respiro a su presidencia, lo es más. Trump, sin embargo, se aproxima a su propio encuentro con la historia; el régimen de Maduro —por su parte— debería de enfrentarlo, tras las manifestaciones de la ciudadanía venezolana y el apoyo de la comunidad internacional, al final de esta coyuntura. La partida de Trump está por terminar, aunque en el camino recurra a los manotazos en los tableros que se le cierran: la partida del pueblo venezolano está por comenzar, aunque los amigos decidan alinearse del lado de los dictadores escudándose en la Doctrina Estrada.
En Venezuela, la gente sufre sin que tenga importancia que al final ganen Trump o Bolsonaro. Sin importar que México se ciña a una doctrina que hizo sentido en 1930. Sin importar nada que no sea la situación desesperada ante la que el Gobierno de México ha tomado una postura muy clara: en estos casos la no intervención es —también— una declaración de principios en uno de los tableros que —tampoco— dominamos.
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