Cuando una nueva administración toma las riendas del gobierno, se sube a un caballo que no escogió. Un caballo que trae mañas y defectos acumulados por años. No le toca un joven y aguerrido corcel, sino el jamelgo que le dejaron.
La cultura machista, patriarcal y patrimonialista de México hace pensar a muchos que el nuevo jinete transformará mágicamente su montura, convirtiéndola ya no en ese soñado corcel, sino en el mismísimo Pegaso.
Eso no ocurre, y las desilusiones son inmensas. Creían que Vicente Fox podría desmontar, con unos pocos pases mágicos, una estructura política, económica, legal y cultural construida durante siete décadas. Como no pudo, porque nadie hubiese podido, lo convirtieron en hazmerreír: el “alto vacío”, llegaron a decirle. Cuando haya pasado tiempo, y se evalúe con justeza su administración, la opinión será mucho menos dura. Lo mínimo que se le reconocerá será la responsabilidad con que afrontó ser el primer gobierno de minoría; la recesión estadounidense de 2001 a 2003, la más dura para México en mucho tiempo; y los ataques continuos de oposiciones nada leales.
Por esa misma razón, ilusiones sin fundamento, se critica con dureza la decisión de Felipe Calderón de enfrentar directamente el crimen organizado haciendo uso de las Fuerzas Armadas. Se olvida el grado de violencia alcanzado antes de su entrada a la Presidencia, el éxito del primer año, la dinámica entre los cárteles, porque siempre es más fácil culpar al jinete de las fallas del caballo. Es más, resulta de gran utilidad para hacer campaña política en su contra: ¿Cuántos más, Calderón?
A diferencia de lo que ocurrirá con estos dos presidentes, que creo que serán evaluados mucho mejor en el futuro, las críticas al sexenio de Peña serán mayores. Su gran logro, el Pacto por México, fue en realidad un regalo divino. Los partidos de oposición no fueron mezquinos como el PRI lo había sido, y antepusieron la transformación de México a sus intereses de corto plazo. Así, el gran logro de Peña fue producto de la buena voluntad de otros, mientras que sus grandes defectos, violencia y corrupción rampantes, resultaron de su inacción y desidia. Aunque tal vez lo peor del sexenio de Peña sea la manera en que decidió entregar el poder a López Obrador, destruyendo la candidatura de Ricardo Anaya, que justo hace un año amenazaba cosechar buena parte del enojo contra su administración. Los golpes bajos terminaron entregando todo el poder político en México a una sola persona: un resultado en urnas verdaderamente extraño. No recuerdo otro ejemplo en el mundo entero.
Para López Obrador, esto ha sido un regalo envenenado. Todo el poder, sin contrapesos, para una persona que no tenía una idea clara de qué hacer, sin equipo, sin estructuras políticas, es ominoso. Para mala fortuna, López Obrador no sólo no percibió el riesgo, sino que se involucró de lleno en él: su vocación autoritaria, de liderazgo único que no acepta negativas ni dudas, se sintió a sus anchas en esta coyuntura.
Un líder de oposición que promete el pasado suena curioso, hasta atractivo para algunos. Un Presidente que sólo ve hacia atrás, anuncia desgracias. Afortunadamente, la falta de equipo le impide que sus ideas se conviertan en hechos, pero la simple emisión de ellas produce problemas. En 60 días, sus mandamientos básicos: no robar, no mentir, no traicionar, se han convertido en evidencia clara de la incompetencia y perversidad que lo rodean, de su profunda ignorancia, de su inmensa egolatría. Esta columna ilustró cada uno de ellos a partir del lunes pasado.
Gobernar es aceptar el jamelgo que hay, y tratar de que avance, logrando algunos aplausos y muchos chiflidos desde el público. No se vale quejarse de que la montura no es Pegaso, ni decir que no se encuentra la lámpara del genio. Hay lo que hay.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
La cultura machista, patriarcal y patrimonialista de México hace pensar a muchos que el nuevo jinete transformará mágicamente su montura, convirtiéndola ya no en ese soñado corcel, sino en el mismísimo Pegaso.
Eso no ocurre, y las desilusiones son inmensas. Creían que Vicente Fox podría desmontar, con unos pocos pases mágicos, una estructura política, económica, legal y cultural construida durante siete décadas. Como no pudo, porque nadie hubiese podido, lo convirtieron en hazmerreír: el “alto vacío”, llegaron a decirle. Cuando haya pasado tiempo, y se evalúe con justeza su administración, la opinión será mucho menos dura. Lo mínimo que se le reconocerá será la responsabilidad con que afrontó ser el primer gobierno de minoría; la recesión estadounidense de 2001 a 2003, la más dura para México en mucho tiempo; y los ataques continuos de oposiciones nada leales.
Por esa misma razón, ilusiones sin fundamento, se critica con dureza la decisión de Felipe Calderón de enfrentar directamente el crimen organizado haciendo uso de las Fuerzas Armadas. Se olvida el grado de violencia alcanzado antes de su entrada a la Presidencia, el éxito del primer año, la dinámica entre los cárteles, porque siempre es más fácil culpar al jinete de las fallas del caballo. Es más, resulta de gran utilidad para hacer campaña política en su contra: ¿Cuántos más, Calderón?
A diferencia de lo que ocurrirá con estos dos presidentes, que creo que serán evaluados mucho mejor en el futuro, las críticas al sexenio de Peña serán mayores. Su gran logro, el Pacto por México, fue en realidad un regalo divino. Los partidos de oposición no fueron mezquinos como el PRI lo había sido, y antepusieron la transformación de México a sus intereses de corto plazo. Así, el gran logro de Peña fue producto de la buena voluntad de otros, mientras que sus grandes defectos, violencia y corrupción rampantes, resultaron de su inacción y desidia. Aunque tal vez lo peor del sexenio de Peña sea la manera en que decidió entregar el poder a López Obrador, destruyendo la candidatura de Ricardo Anaya, que justo hace un año amenazaba cosechar buena parte del enojo contra su administración. Los golpes bajos terminaron entregando todo el poder político en México a una sola persona: un resultado en urnas verdaderamente extraño. No recuerdo otro ejemplo en el mundo entero.
Para López Obrador, esto ha sido un regalo envenenado. Todo el poder, sin contrapesos, para una persona que no tenía una idea clara de qué hacer, sin equipo, sin estructuras políticas, es ominoso. Para mala fortuna, López Obrador no sólo no percibió el riesgo, sino que se involucró de lleno en él: su vocación autoritaria, de liderazgo único que no acepta negativas ni dudas, se sintió a sus anchas en esta coyuntura.
Un líder de oposición que promete el pasado suena curioso, hasta atractivo para algunos. Un Presidente que sólo ve hacia atrás, anuncia desgracias. Afortunadamente, la falta de equipo le impide que sus ideas se conviertan en hechos, pero la simple emisión de ellas produce problemas. En 60 días, sus mandamientos básicos: no robar, no mentir, no traicionar, se han convertido en evidencia clara de la incompetencia y perversidad que lo rodean, de su profunda ignorancia, de su inmensa egolatría. Esta columna ilustró cada uno de ellos a partir del lunes pasado.
Gobernar es aceptar el jamelgo que hay, y tratar de que avance, logrando algunos aplausos y muchos chiflidos desde el público. No se vale quejarse de que la montura no es Pegaso, ni decir que no se encuentra la lámpara del genio. Hay lo que hay.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
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