A la mitad de los 100 días, periodo tradicional para la consolidación del estilo personal de gobernar (Daniel Cosío Villegas dixit), el presidente López Obrador ha dejado en claro la nueva y muy distinta forma de ejercer el poder, al tiempo que gana con creces la batalla de la confianza popular. Algo notable, sobre todo ahora, en una época donde el signo es la polarización y el desprecio por la política, sus instituciones y personajes.
En las siete semanas que lleva su sexenio, el Presidente ha evitado acomodarse al ambiente de opinión o de los factores de poder, en particular el empresarial. Lejos de darles concesiones, como lo venían haciendo sus antecesores, los ha confrontado y ha ganado en el tribunal veleidoso de la opinión pública, sobre todo, a partir de sus comparecencias matutinas, que le han servido de espacio para definir la agenda nacional.
De hecho, la comunicación del gobernante ha sido clave en este período, en el que se han tomado decisiones críticas que obligan a la explicación y a desarrollar una narrativa consecuente con el perfil político del nuevo gobierno. A pesar de las fallas propias de un gabinete eclipsado por la poderosa presencia política y mediática del jefe, el Presidente ha prevalecido y ha tenido éxito a la hora de comunicar. Ocurre así porque es un político que conecta en forma y fondo con el momento de la sociedad mexicana. Sus señalamientos encendidos al pasado se corresponden al sentimiento público mayoritario, que independientemente de veracidades, se alimenta y recrea percepciones y prejuicios.
Esa indignación ciudadana alcanza niveles de rencor social ante el fenómeno de la impunidad, un proceso que es jurídico, social y político. Frente a ella, hay un sentimiento de indefensión y también de impotencia. Y aunque bien es cierto que hay una cuota muy grande de complicidad social ante la corrupción, el narcotráfico o el robo de combustible, el combate a la impunidad le ha ganado al Presidente un gran aval social cuando asocia su lucha a combatir la venalidad, así sea la cancelación del aeropuerto de Texcoco o la lucha contra el robo de combustible.
El triunfo de López Obrador no es coyuntural, es estructural en la medida en que su referente es la sociedad con todo y sus prejuicios, fijaciones y aspiraciones, lo que le lleva a una situación privilegiada en términos de apoyo y popularidad. Ser aceptado no hace a una persona ni a un gobierno bueno. Es un activo, pero hay objetivos mayores. Si el de López Obrador es hacer un país más justo, para ello requiere, necesariamente, no solo un gobierno honesto, también eficaz, pero, sobre todo, una economía con crecimiento a tasas considerablemente mayores a lo que se perfila para los dos primeros años de su administración.
El estilo de gobernar que hemos visto en estos días ha alienado al sector inversionista y sin éste el crecimiento, en el mejor de los casos, es magro. El gobierno ha hecho lo suyo con un compromiso de equilibrio en las finanzas públicas. Ello le ha ganado reconocimiento, más no ha ocurrido así respecto al contenido de la política de gasto, o las decisiones que inciden en la calidad del gobierno, como es la remuneración a la media y alta burocracia, el centralismo o el debilitamiento de los órganos autónomos. La colocación exitosa de bonos no es muestra duradera de confianza; tampoco lo son indicadores coyunturales, como el tipo de cambio o el índice bursátil. Lo fundamental para toda economía es la inversión, y ésta no pude ni debe inhibirse.
Se trata de gestos en los linderos del autoritarismo. Y esa tentación siempre ha estado presente en nuestra historia, más cuando la oposición institucional navega hoy entre la debilidad y el descrédito. El país requiere contrapesos formales e informales porque la tarea de transformar nuestra realidad no es empresa de un hombre, grupo o partido, sino de todos. El Presidente, a pesar de lo admirable de su persistencia en causas con las que se ha identificado desde sus orígenes, como el combate a la corrupción y a la desigualdad social, en algunos temas suele dar giros contradictorios, como ha ocurrido respecto a la libertad de expresión o la participación del sector privado en los proyectos de desarrollo. Su idea de ratificación de mandato en la elección intermedia es una manzana envenenada, a contrapelo de los principios de la democracia mexicana.
El presidente llega a la mitad de los 100 días con una imagen muy fortalecida en su liderazgo. Pero el problema de la popularidad es que más que iluminar encandila, deslumbra, y puede crear falsas apariencias. Los logros con frecuencia son circunstanciales o secundarios y los costos suelen ser duraderos. Los mayores logros en política no se dan en el consenso obsequioso o pasivo, sino en el marco del debate y la crítica. Eso no está ocurriendo y es un problema para las pretensiones de trascendencia de quienes ahora gobiernan.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
En las siete semanas que lleva su sexenio, el Presidente ha evitado acomodarse al ambiente de opinión o de los factores de poder, en particular el empresarial. Lejos de darles concesiones, como lo venían haciendo sus antecesores, los ha confrontado y ha ganado en el tribunal veleidoso de la opinión pública, sobre todo, a partir de sus comparecencias matutinas, que le han servido de espacio para definir la agenda nacional.
De hecho, la comunicación del gobernante ha sido clave en este período, en el que se han tomado decisiones críticas que obligan a la explicación y a desarrollar una narrativa consecuente con el perfil político del nuevo gobierno. A pesar de las fallas propias de un gabinete eclipsado por la poderosa presencia política y mediática del jefe, el Presidente ha prevalecido y ha tenido éxito a la hora de comunicar. Ocurre así porque es un político que conecta en forma y fondo con el momento de la sociedad mexicana. Sus señalamientos encendidos al pasado se corresponden al sentimiento público mayoritario, que independientemente de veracidades, se alimenta y recrea percepciones y prejuicios.
Esa indignación ciudadana alcanza niveles de rencor social ante el fenómeno de la impunidad, un proceso que es jurídico, social y político. Frente a ella, hay un sentimiento de indefensión y también de impotencia. Y aunque bien es cierto que hay una cuota muy grande de complicidad social ante la corrupción, el narcotráfico o el robo de combustible, el combate a la impunidad le ha ganado al Presidente un gran aval social cuando asocia su lucha a combatir la venalidad, así sea la cancelación del aeropuerto de Texcoco o la lucha contra el robo de combustible.
El triunfo de López Obrador no es coyuntural, es estructural en la medida en que su referente es la sociedad con todo y sus prejuicios, fijaciones y aspiraciones, lo que le lleva a una situación privilegiada en términos de apoyo y popularidad. Ser aceptado no hace a una persona ni a un gobierno bueno. Es un activo, pero hay objetivos mayores. Si el de López Obrador es hacer un país más justo, para ello requiere, necesariamente, no solo un gobierno honesto, también eficaz, pero, sobre todo, una economía con crecimiento a tasas considerablemente mayores a lo que se perfila para los dos primeros años de su administración.
El estilo de gobernar que hemos visto en estos días ha alienado al sector inversionista y sin éste el crecimiento, en el mejor de los casos, es magro. El gobierno ha hecho lo suyo con un compromiso de equilibrio en las finanzas públicas. Ello le ha ganado reconocimiento, más no ha ocurrido así respecto al contenido de la política de gasto, o las decisiones que inciden en la calidad del gobierno, como es la remuneración a la media y alta burocracia, el centralismo o el debilitamiento de los órganos autónomos. La colocación exitosa de bonos no es muestra duradera de confianza; tampoco lo son indicadores coyunturales, como el tipo de cambio o el índice bursátil. Lo fundamental para toda economía es la inversión, y ésta no pude ni debe inhibirse.
Se trata de gestos en los linderos del autoritarismo. Y esa tentación siempre ha estado presente en nuestra historia, más cuando la oposición institucional navega hoy entre la debilidad y el descrédito. El país requiere contrapesos formales e informales porque la tarea de transformar nuestra realidad no es empresa de un hombre, grupo o partido, sino de todos. El Presidente, a pesar de lo admirable de su persistencia en causas con las que se ha identificado desde sus orígenes, como el combate a la corrupción y a la desigualdad social, en algunos temas suele dar giros contradictorios, como ha ocurrido respecto a la libertad de expresión o la participación del sector privado en los proyectos de desarrollo. Su idea de ratificación de mandato en la elección intermedia es una manzana envenenada, a contrapelo de los principios de la democracia mexicana.
El presidente llega a la mitad de los 100 días con una imagen muy fortalecida en su liderazgo. Pero el problema de la popularidad es que más que iluminar encandila, deslumbra, y puede crear falsas apariencias. Los logros con frecuencia son circunstanciales o secundarios y los costos suelen ser duraderos. Los mayores logros en política no se dan en el consenso obsequioso o pasivo, sino en el marco del debate y la crítica. Eso no está ocurriendo y es un problema para las pretensiones de trascendencia de quienes ahora gobiernan.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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