Inquietud, resquemor, desazón o miedo. Al diablo con las instituciones resuena en el eco infinito de la memoria histórica. Por más que nos quejáramos, la continuidad de la vida institucional no estaba en duda. Eso cambió. Hoy esa duda corroe al ánimo.
¿Hasta dónde se atreverá a llegar? Largos años de campaña en los cuales, en plena libertad, exageró, deformó y mintió sin que hubiera demasiadas reacciones y desmentidos. Resultado: el otorgamiento de una licencia implícita para continuar con la misma mecánica. El documento del Banco Mundial, que según el actual Presidente acreditaba el costo de la corrupción por 500 millones de pesos, nunca existió. Lo citó mil veces y nada le ocurrió. La crisis económica a la que se refería convenció a decenas de millones de mexicanos que vivieron el año de mayor creación de empleo formal de toda nuestra historia. El macrofraude, que según él lo acechaba, nunca apareció, de hecho, fueron las instituciones que hoy denuesta las que le dieron el triunfo sin tropiezos.
Como a un niño mal educado, todo se le permitió y hoy padecemos las consecuencias. En semanas, con la espada desenvainada, ha demostrado que en verdad cree que las instituciones deben irse al diablo. Desaparece el Estado Mayor Presidencial sin tener una alternativa clara e imputándole irresponsablemente hechos que no corresponden a su actuación histórica. Intenta desaparecer el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), que es un logro reconocido por los especialistas. Ahorca presupuestalmente al Instituto Nacional Electoral (INE) a sabiendas de que es la piedra angular de la democracia mexicana. Arremete contra el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), sin cuya actuación sería imposible explicar la evolución política de nuestro país. Los órganos calificadores están en la mira de su capricho. Al diablo con las instituciones. El estado soy yo.
Por si fuera poco, y sin empacho alguno, contra toda lógica económica y tirando decenas de millones de dólares de los mexicanos, echa atrás Texcoco. El tiradero está por todas partes. Proyectos ejecutivos, para qué. La refinería donde yo digo, el tren por donde yo me lo imagino. Yo les explico Santa Lucía; total, sé de todo. Al diablo con las instituciones es cortar los dineros para las universidades. ¿No que no? Es descalificar las opiniones de los expertos que encarnan las instituciones. Desaforado, arremetió contra las Fuerzas Armadas para después pedirles su auxilio. En semanas, hemos visto cómo se brinca al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) para generar su propia información “censal”. Cómo se diseñó el ejercicio, quién lo supervisó. Nada sabemos porque el eje del razonamiento es el pueblo alterno que él inventa. Entonces los del pueblo representado en las instituciones también nos fuimos al diablo. ¿Más claro?
Y parte del trabajo de mandar a las instituciones al diablo está en el uso del lenguaje, por eso puede llamar inmorales y corruptos a los miembros del Poder Judicial, sin que el travieso tenga ninguna consecuencia. Por eso también puede tildar de mezquinos, fascistas a ciudadanos inconformes en un acto público sin que haya una factura. Lleva años cumpliendo su promesa, no cree en las instituciones y menos aún en un comportamiento institucional. No hay sorpresa, no cree en los argumentos, sólo cree en su astucia personal para hacerse del poder y vaya que lo logró.
Va un ejemplo: un grupo de vándalos agredió y golpeó el automóvil de un funcionario de la Judicatura Federal justo enfrente de la Suprema Corte. Aún más grave, pensaban que se trataba de un ministro. Haciendo eco de las descalificaciones del Presidente, la turba enfurecida salió a hacerse justicia por propia mano. El suceso no mereció ninguna condena, con el silencio se premió la fuerza y no la civilidad. Pero allí no termina la historia, el sujeto y sus huestes amenazan con impedir las labores del máximo órgano de justicia del país justo el día (mañana) en que se debe elegir a un nuevo presidente. Y nada ocurre. Podrían mandar de inmediato a cientos o miles de elementos a cuidar la sede para enviar así un mensaje claro de respeto a la legalidad. Pero no. Las autoridades, locales y federales, guardan un silencio sepulcral. Al diablo...
Pero todo esto ha ocurrido y ocurre por la cómoda e irresponsable actitud de un México que prefiere vivir aletargado. Que alguien se encargue de lo público, mejor delegar la responsabilidad que tener que actuar. Ciudadanos, organismos empresariales, profesionistas, de todo, los ministros no exigieron públicamente, hasta ahora, que los agresores sean llamados a cuentas y que su sede sea respetada.
Con esa actitud –dejar y dejarlo hacer, mejor dicho, deshacer–, pasamos de testigos a cómplices. En nuestras narices están demoliendo las instituciones. Por este camino vamos a la barbarie. Nadie puede fingir demencia. El aletargamiento puede ser mortal para México. El 2019 es definitorio. Ojalá enterremos el letargo.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
¿Hasta dónde se atreverá a llegar? Largos años de campaña en los cuales, en plena libertad, exageró, deformó y mintió sin que hubiera demasiadas reacciones y desmentidos. Resultado: el otorgamiento de una licencia implícita para continuar con la misma mecánica. El documento del Banco Mundial, que según el actual Presidente acreditaba el costo de la corrupción por 500 millones de pesos, nunca existió. Lo citó mil veces y nada le ocurrió. La crisis económica a la que se refería convenció a decenas de millones de mexicanos que vivieron el año de mayor creación de empleo formal de toda nuestra historia. El macrofraude, que según él lo acechaba, nunca apareció, de hecho, fueron las instituciones que hoy denuesta las que le dieron el triunfo sin tropiezos.
Como a un niño mal educado, todo se le permitió y hoy padecemos las consecuencias. En semanas, con la espada desenvainada, ha demostrado que en verdad cree que las instituciones deben irse al diablo. Desaparece el Estado Mayor Presidencial sin tener una alternativa clara e imputándole irresponsablemente hechos que no corresponden a su actuación histórica. Intenta desaparecer el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), que es un logro reconocido por los especialistas. Ahorca presupuestalmente al Instituto Nacional Electoral (INE) a sabiendas de que es la piedra angular de la democracia mexicana. Arremete contra el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), sin cuya actuación sería imposible explicar la evolución política de nuestro país. Los órganos calificadores están en la mira de su capricho. Al diablo con las instituciones. El estado soy yo.
Por si fuera poco, y sin empacho alguno, contra toda lógica económica y tirando decenas de millones de dólares de los mexicanos, echa atrás Texcoco. El tiradero está por todas partes. Proyectos ejecutivos, para qué. La refinería donde yo digo, el tren por donde yo me lo imagino. Yo les explico Santa Lucía; total, sé de todo. Al diablo con las instituciones es cortar los dineros para las universidades. ¿No que no? Es descalificar las opiniones de los expertos que encarnan las instituciones. Desaforado, arremetió contra las Fuerzas Armadas para después pedirles su auxilio. En semanas, hemos visto cómo se brinca al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) para generar su propia información “censal”. Cómo se diseñó el ejercicio, quién lo supervisó. Nada sabemos porque el eje del razonamiento es el pueblo alterno que él inventa. Entonces los del pueblo representado en las instituciones también nos fuimos al diablo. ¿Más claro?
Y parte del trabajo de mandar a las instituciones al diablo está en el uso del lenguaje, por eso puede llamar inmorales y corruptos a los miembros del Poder Judicial, sin que el travieso tenga ninguna consecuencia. Por eso también puede tildar de mezquinos, fascistas a ciudadanos inconformes en un acto público sin que haya una factura. Lleva años cumpliendo su promesa, no cree en las instituciones y menos aún en un comportamiento institucional. No hay sorpresa, no cree en los argumentos, sólo cree en su astucia personal para hacerse del poder y vaya que lo logró.
Va un ejemplo: un grupo de vándalos agredió y golpeó el automóvil de un funcionario de la Judicatura Federal justo enfrente de la Suprema Corte. Aún más grave, pensaban que se trataba de un ministro. Haciendo eco de las descalificaciones del Presidente, la turba enfurecida salió a hacerse justicia por propia mano. El suceso no mereció ninguna condena, con el silencio se premió la fuerza y no la civilidad. Pero allí no termina la historia, el sujeto y sus huestes amenazan con impedir las labores del máximo órgano de justicia del país justo el día (mañana) en que se debe elegir a un nuevo presidente. Y nada ocurre. Podrían mandar de inmediato a cientos o miles de elementos a cuidar la sede para enviar así un mensaje claro de respeto a la legalidad. Pero no. Las autoridades, locales y federales, guardan un silencio sepulcral. Al diablo...
Pero todo esto ha ocurrido y ocurre por la cómoda e irresponsable actitud de un México que prefiere vivir aletargado. Que alguien se encargue de lo público, mejor delegar la responsabilidad que tener que actuar. Ciudadanos, organismos empresariales, profesionistas, de todo, los ministros no exigieron públicamente, hasta ahora, que los agresores sean llamados a cuentas y que su sede sea respetada.
Con esa actitud –dejar y dejarlo hacer, mejor dicho, deshacer–, pasamos de testigos a cómplices. En nuestras narices están demoliendo las instituciones. Por este camino vamos a la barbarie. Nadie puede fingir demencia. El aletargamiento puede ser mortal para México. El 2019 es definitorio. Ojalá enterremos el letargo.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario