¿Neoliberalismo en México? No

¿Neoliberalismo en México? No
Dices “neoliberalismo” en ciertos círculos y haz de cuenta que soltaste una palabrota. Los humanos nos espantamos mutuamente invocando mandamientos decretados por profetas que nos son ajenos: los creyentes desconfían grandemente de los ateos, los musulmanes desprecian a los infieles, los conservadores repelen a los liberales y, pues sí, el mentado neoliberalismo se ha vuelto ahora una suerte de doctrina maldita para los severos custodios del dogma estatista-populista-colectivista.

Si de fracasos absolutos habláramos, entonces el derrumbe de las economías centralizadas dirigidas por los demagogos debiera ser, en sí mismo, un antídoto natural para desincentivar cualquier aventura contraria al libre mercado. Pero, las ideologías extremas tienen un componente que parece desafiar el más elemental entendimiento y, oportunamente aprovechadas por los caudillos de este mundo, llevan a millones de individuos al despeñadero sin que tomen siquiera conciencia de su autodestructiva deriva, por no hablar de ese punto de no-retorno en el que cualquier impulso libertario es ferozmente reprimido: Cuba no es un oasis de bienestar sino una isla sumida en la miseria, una sociedad de soplones al servicio del Estado avasallador, un escenario de desesperanza del que huyen sus habitantes y un infierno poblado de seres forzosamente adoctrinados para glorificar en permanencia las presuntas bondades del comunismo. Salvador Allende llevó a la ruina a Chile (sin que esto signifique un elogio del dictador Pinochet, ni mucho menos). El “socialismo del siglo XXI” de Nicolás Maduro ha causado la más devastadora debacle económica de que se tenga registro en los tiempos modernos, aún más severa que la provocada por Robert Mugabe en Zimbabue.

La gente no emigra de los países capitalistas ni mucho menos busca refugio en Cuba, en Venezuela o en Corea del Norte. Al contrario: los centroamericanos de las caravanas que cruzan nuestro territorio desean afincarse antes que nada en los Estados Unidos. ¿No debiera esta simple evidencia hacernos dudar sobre la posible malignidad del modelo económico neoliberal? Naturalmente, lo primero que hacen los fanáticos de cualquier credo es repartir culpas cuando se confrontan a la realidad de las cosas o cuando alguien cuestiona la supuesta solidez de sus dogmas: el sátrapa venezolano se llena la boca denunciando conspiraciones del exterior para explicar el hambre de su pueblo y el primerísimo recurso del demagogo populista es fabricar extraños enemigos no sólo como justificación de sus fracasos sino para desviar la ira de sus gobernados. ¿Cuántas veces no habremos escuchado las jeremiadas del peronista quejica que, en lugar de admitir que el antiguo adalid dilapidó criminalmente los recursos de una nación riquísima, gimotea: “¡Che, no nos dejan crecer!”, refiriéndose a unos “yanquis”, por lo visto, que no tuvieran otra preocupación que la de mantener sojuzgado a un pueblo de párvulos desamparados? ¿En cuántas ocasiones no se le atribuye también al “imperialismo yanqui” el estrepitoso derrumbe de una economía cubana manejada con descomunal torpeza por unos líderes tan obcecados como nefarios?

En estos pagos, los grandes problemas nacionales que afrontamos no resultan de un exceso “neoliberal” sino de una falta, paradójicamente, de liberalismo económico: hemos construido un sistema clientelar y corporativista en un entorno de incertidumbre jurídica. Somos un país de monopolios caracterizado por un capitalismo excluyente de amiguetes apareados con el poder político. El éxito, en nuestra sociedad, se alcanza raramente a punta de méritos propios y resulta, más frecuentemente, de los enchufes y las relaciones del empresario. Y vivimos también las nefastas consecuencias de un modelo sustentado en arbitrariedades y exacciones impuestas al individuo emprendedor por una burocracia deliberadamente estorbosa dedicada a la extorsión pura y simple: la tramitología exigida para abrir un simple negocio es punto menos que agobiante, aparte de costosa. ¿De dónde hemos sacado que esto, lo de dificultar y encarecer la apertura de empresas, es una política “neoliberal”? ¿En qué momento fue que el descomunal derroche que tiene lugar en las empresas paraestatales —tan perjudicial para nuestra economía en su conjunto porque ese dinero, el que el erario dedica a subsidiar a corporaciones improductivas e ineficientes, sale de los bolsillos de todos los ciudadanos— se consideró una receta del neoliberalismo?

México es un país de dos velocidades, aunque quienes propalan la visión de una nación en ruinas no lo quieran reconocer: por un lado, somos una potencia industrial y un gran exportador de productos agroalimentarios (hay un campo mexicano moderno y productivo, miren ustedes); por el otro, tenemos a una economía postrada que no le ofrece oportunidad alguna a una población que, por si fuera poco, carece de las mínimas aptitudes para incorporarse a los circuitos productivos. Visto así, el balance del neoliberalismo, con perdón, sería más bien positivo.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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