Por más que tratemos de darle vuelta al tema, el futbol y los otros deportes de alta competición están absolutamente marcados por el signo del dinero. Hay casos excepcionales, desde luego, porque un Paris Saint-Germain no ha logrado hacerse un lugar en la élite del balompié mundial a punta de billetes. Pero la chequera del dueño le ha bastado para dominar de manera absoluta su Liga local. Ya es algo.
El Barça no gasta lo mismo que el Real Madrid, es cierto, y su peso en la competición española es punto menos que indiscutible. Pero, nadie puede dudar de la hegemonía de los dos equipos. Mandan porque mandan y aunque un Atlético de Madrid asome la cabecita por ahí ningún otro club les puede hacer sombra.
Me pregunto si esto, lo de que una liga nacional esté fatalmente dominada por los mismos dos equipos a lo largo de los años, es parte de una suerte de nuevo orden natural de las cosas. No parece muy justo, en todo caso, y lleva a una extraña situación, a saber, la renuncia de los seguidores de los demás clubes a que su equipo llegue alguna vez a coronarse. Es una suerte de resignación obligada que se esperaría del aficionado y, desafortunadamente, un signo de unos tiempos, los actuales, en los que parece no haber ya lugar para las heroicas gestas de los pequeños.
Viviríamos entonces en un mundo sin demasiadas sorpresas, un universo futbolístico dominado por los ricos y sanseacabó. La única incertidumbre posible sería la de apostar, una vez, al triunfo del Barça y, al año siguiente, al de los merengues. Hasta ahí el suspenso.
Las cosas no están así de definidas en las otras ligas del planeta, desde luego, y el nivel de incertidumbre sigue siendo lo suficientemente significativo como para que las competiciones guarden ese saludable interés por un triunfo inesperado o por la posible victoria de un caballo negro. Después de todo, el despido de José Mourinho viene siendo una muestra palmaria de que hasta un mismísimo Manchester United —hablando, justamente, de los clubes con más dinero del universo futbolístico— puede atravesar una muy mala racha. Debemos tal vez regocijarnos, entonces, de que la Liga MX sea un auténtico tobogán y de que el pastel se lo repartan entre varios.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El Barça no gasta lo mismo que el Real Madrid, es cierto, y su peso en la competición española es punto menos que indiscutible. Pero, nadie puede dudar de la hegemonía de los dos equipos. Mandan porque mandan y aunque un Atlético de Madrid asome la cabecita por ahí ningún otro club les puede hacer sombra.
Me pregunto si esto, lo de que una liga nacional esté fatalmente dominada por los mismos dos equipos a lo largo de los años, es parte de una suerte de nuevo orden natural de las cosas. No parece muy justo, en todo caso, y lleva a una extraña situación, a saber, la renuncia de los seguidores de los demás clubes a que su equipo llegue alguna vez a coronarse. Es una suerte de resignación obligada que se esperaría del aficionado y, desafortunadamente, un signo de unos tiempos, los actuales, en los que parece no haber ya lugar para las heroicas gestas de los pequeños.
Viviríamos entonces en un mundo sin demasiadas sorpresas, un universo futbolístico dominado por los ricos y sanseacabó. La única incertidumbre posible sería la de apostar, una vez, al triunfo del Barça y, al año siguiente, al de los merengues. Hasta ahí el suspenso.
Las cosas no están así de definidas en las otras ligas del planeta, desde luego, y el nivel de incertidumbre sigue siendo lo suficientemente significativo como para que las competiciones guarden ese saludable interés por un triunfo inesperado o por la posible victoria de un caballo negro. Después de todo, el despido de José Mourinho viene siendo una muestra palmaria de que hasta un mismísimo Manchester United —hablando, justamente, de los clubes con más dinero del universo futbolístico— puede atravesar una muy mala racha. Debemos tal vez regocijarnos, entonces, de que la Liga MX sea un auténtico tobogán y de que el pastel se lo repartan entre varios.
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