Me manda un mensaje un conocido avisándome de que “ya mataron” a Martha Erika Alonso y su marido. Así, nada más, a bocajarro, sin corroborar nada, sin saber nada, sin tener pista alguna o el menor indicio. Te metes luego a las redes sociales y, lo mismo: gente garrapateando que “las casualidades no existen” (una falsedad del tamaño de una casa), que el desplome del helicóptero es “una advertencia”, que el que está detrás del suceso es ya-saben-ustedes-quien y, en el caso de los más comedidos, que hay que realizar las investigaciones con “expertos extranjeros” como si los peritos y los forenses de casa estuvieran, desde ya, comprados, como si no hubiera organismos de profesionales independientes especializados en realizar los estudios y como si fuera tan fácil montar una maquinación tan morrocotuda.
Antes, las opiniones de los zafios, los necios, los ignorantes y los ruines las sobrellevaba estoicamente la parentela en la sobremesa. Hoy, cualquier imbécil puede publicar sus infamias en Facebook y twittearlas las veces que le dé la gana, sin filtros, y ganándose además una cauda de seguidores de su misma calaña. Advertimos, de paso, la extrañísima disposición de la gente a creerse toda suerte de patrañas —desde que la Tierra es plana hasta que la misión a la Luna del Apolo 11 no tuvo lugar, pasando por el cuento de que Hitler emigró a la Argentina o la engañifa de que las vacunas provocan autismo (una falsedad, por cierto, que está provocando el retorno de enfermedades que estaban prácticamente erradicadas en muchos países, un auténtico problema de salud pública, y que ha causado ya la muerte por sarampión de varios niños no vacunados)— y a propalarlas activamente como si la consagración de la mentira fuera una cruzada edificante.
El simple sentido común tendría que llevarnos a pensar que, así fuere por el cálculo político más elemental, un Gobierno elegido democráticamente como el que tenemos no llevaría a cabo tan desmesurada acción, por no hablar de la propia moralidad del presidente de la República y de sus colaboradores. No estamos gobernados por asesinos, señoras y señores, y aunque los agitadores de siempre hayan lanzado, en su momento, miserables acusaciones, esa bajeza ya no toca ahora.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Antes, las opiniones de los zafios, los necios, los ignorantes y los ruines las sobrellevaba estoicamente la parentela en la sobremesa. Hoy, cualquier imbécil puede publicar sus infamias en Facebook y twittearlas las veces que le dé la gana, sin filtros, y ganándose además una cauda de seguidores de su misma calaña. Advertimos, de paso, la extrañísima disposición de la gente a creerse toda suerte de patrañas —desde que la Tierra es plana hasta que la misión a la Luna del Apolo 11 no tuvo lugar, pasando por el cuento de que Hitler emigró a la Argentina o la engañifa de que las vacunas provocan autismo (una falsedad, por cierto, que está provocando el retorno de enfermedades que estaban prácticamente erradicadas en muchos países, un auténtico problema de salud pública, y que ha causado ya la muerte por sarampión de varios niños no vacunados)— y a propalarlas activamente como si la consagración de la mentira fuera una cruzada edificante.
El simple sentido común tendría que llevarnos a pensar que, así fuere por el cálculo político más elemental, un Gobierno elegido democráticamente como el que tenemos no llevaría a cabo tan desmesurada acción, por no hablar de la propia moralidad del presidente de la República y de sus colaboradores. No estamos gobernados por asesinos, señoras y señores, y aunque los agitadores de siempre hayan lanzado, en su momento, miserables acusaciones, esa bajeza ya no toca ahora.
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