El panorama era catastrófico. En el muy eficaz e irresponsable manejo de símbolos del nuevo gobierno, como abrir Los Pinos o vender el avión presidencial, hubo un grave error. Texcoco no era un símbolo de oprobio, todo lo contrario. La obra representaba superar un atasco en infraestructura, crecer más, representaba la posibilidad de competir, de no rezagarse frente al mundo atendiendo la necesidad de decenas de millones de usuarios anuales, representaba sentido común: ni un peso fiscal en la obra y —por ende— la decisión, a todas luces popular y correcta, de emplear esos dineros en obra pública y servicios que no encuentran financiamiento privado. Representaba, además, la seriedad del gobierno mexicano frente a la comunidad financiera internacional. México cumple sus compromisos.
Lograr ese prestigio, seriedad, nos había llevado más de tres décadas y estuvo a punto de perderse en días. Durante semanas caminamos al borde del abismo, al no corregir la insostenible decisión de Santa Lucía, las demandas anunciadas eran ya múltiples y multimillonarias, las calificadoras lo habían advertido, el premio de los bonos mexicanos tendría que subir, con ello, el costo para el gobierno sería motivo suficiente para reconsiderar las calificaciones. En los días previos se habían vivido presiones contra el peso, los bancos registraban ya la solicitud de sus inversionistas de protegerlos en otras denominaciones, el banco central tendría que aumentar su tasa de referencia de nueva cuenta para tratar de compensar el efecto negativo de la desconfianza, eso repercutiría en la baja inversión y crecimiento. El alud se anunciaba con claridad.
Además, la decisión, implícitamente, enmendaba la pésima imagen de ser un incipiente gobierno demagogo y, peor aún, fraudulento, al invocar consultas a modo, engañosas, amañadas, ofensivas por falsas, que contradecían las mediciones serias de la opinión pública y mostraban un carácter mafioso y antidemocrático, autoritario, para algunos era anuncio dictatorial. Los beneficios de corregir le darían al flamante presidente y a su equipo una nueva oportunidad de bautizarse con un halo democrático y disipar dudas.
Era uno de esos momentos determinantes, como los habíamos vivido en sentido negativo con los manotazos de “ya nos saquearon, no nos volverá a saquear”. La escena sería historia viva, pura, que cosecharían las futuras generaciones, pero que también se sentiría de inmediato en el bolsillo de los mexicanos. ¡Qué magnifica forma de comenzar el día, de terminar el año! Allí estaba él, solo, parado en el templete, mostrando aplomo digno de un hombre de Estado, reconociendo, en los hechos, el muy grave error. Qué mejor manera de confirmar que la decisión popular —su triunfo— había sido correcta, que estaba dispuesto a sacrificar el ego personal por una visión de largo plazo. Dijo querer ser un buen presidente. Corregir le traería una andanada de apoyos, porque dos de cada tres mexicanos quieren Texcoco. Todo cambiaría: NAIM, de tumba a monumento.
Sin inmutarse, con una tarjeta blanca en las manos, fue pasando de tema en tema y, cuando nadie lo esperaba, salió de sus labios: “Hemos decidido continuar con el aeropuerto de Texcoco”. Por supuesto, la responsabilidad era del acoso de la mafia, ésa fue su escapatoria. Allí me desperté complacido y tranquilo. Pero, en minutos, estaba inmerso en el horror.
La pesadilla continuaba ahogando a la República. Nos amanecimos con ofensas al Poder Judicial, al que calificó de deshonesto, haciendo un uso mentiroso de sus salarios. Por fortuna, el ministro Pérez Dayán le plantó cara en el asunto de la Ley de Remuneraciones, para bien de la República. De pasada, también había ofendido al INAI, tildando a la institución de inútil, vilipendiando así un logro democrático de largo aliento. En la lista de ofensas institucionales habría que agregar al INEE, al cual amenaza con su desaparición, deformando, en sus dichos, su costo, y olvidando sus relevantes funciones. Es claro que no quiere evaluaciones independientes, que no comprende —ni quiere— la función de los órganos autónomos y reguladores. La andanada destructora no cesa, se lanzó, irresponsablemente, contra el TEPJF por la decisión en Puebla. ¿Rectificar jamás? Al contrario, no para en su marcha destructora y su desmesura no tiene límites. AMLO le ha costado ya a México alrededor de 45 mil millones de dólares. Los presupuestos del INAI y del INEE juntos no llegan a 300. ¿Austeridad republicana o estrategia de aniquilamiento de los contrapesos, de concentración de poder?
Triste despertar. Las dudas se confirman.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Lograr ese prestigio, seriedad, nos había llevado más de tres décadas y estuvo a punto de perderse en días. Durante semanas caminamos al borde del abismo, al no corregir la insostenible decisión de Santa Lucía, las demandas anunciadas eran ya múltiples y multimillonarias, las calificadoras lo habían advertido, el premio de los bonos mexicanos tendría que subir, con ello, el costo para el gobierno sería motivo suficiente para reconsiderar las calificaciones. En los días previos se habían vivido presiones contra el peso, los bancos registraban ya la solicitud de sus inversionistas de protegerlos en otras denominaciones, el banco central tendría que aumentar su tasa de referencia de nueva cuenta para tratar de compensar el efecto negativo de la desconfianza, eso repercutiría en la baja inversión y crecimiento. El alud se anunciaba con claridad.
Además, la decisión, implícitamente, enmendaba la pésima imagen de ser un incipiente gobierno demagogo y, peor aún, fraudulento, al invocar consultas a modo, engañosas, amañadas, ofensivas por falsas, que contradecían las mediciones serias de la opinión pública y mostraban un carácter mafioso y antidemocrático, autoritario, para algunos era anuncio dictatorial. Los beneficios de corregir le darían al flamante presidente y a su equipo una nueva oportunidad de bautizarse con un halo democrático y disipar dudas.
Era uno de esos momentos determinantes, como los habíamos vivido en sentido negativo con los manotazos de “ya nos saquearon, no nos volverá a saquear”. La escena sería historia viva, pura, que cosecharían las futuras generaciones, pero que también se sentiría de inmediato en el bolsillo de los mexicanos. ¡Qué magnifica forma de comenzar el día, de terminar el año! Allí estaba él, solo, parado en el templete, mostrando aplomo digno de un hombre de Estado, reconociendo, en los hechos, el muy grave error. Qué mejor manera de confirmar que la decisión popular —su triunfo— había sido correcta, que estaba dispuesto a sacrificar el ego personal por una visión de largo plazo. Dijo querer ser un buen presidente. Corregir le traería una andanada de apoyos, porque dos de cada tres mexicanos quieren Texcoco. Todo cambiaría: NAIM, de tumba a monumento.
Sin inmutarse, con una tarjeta blanca en las manos, fue pasando de tema en tema y, cuando nadie lo esperaba, salió de sus labios: “Hemos decidido continuar con el aeropuerto de Texcoco”. Por supuesto, la responsabilidad era del acoso de la mafia, ésa fue su escapatoria. Allí me desperté complacido y tranquilo. Pero, en minutos, estaba inmerso en el horror.
La pesadilla continuaba ahogando a la República. Nos amanecimos con ofensas al Poder Judicial, al que calificó de deshonesto, haciendo un uso mentiroso de sus salarios. Por fortuna, el ministro Pérez Dayán le plantó cara en el asunto de la Ley de Remuneraciones, para bien de la República. De pasada, también había ofendido al INAI, tildando a la institución de inútil, vilipendiando así un logro democrático de largo aliento. En la lista de ofensas institucionales habría que agregar al INEE, al cual amenaza con su desaparición, deformando, en sus dichos, su costo, y olvidando sus relevantes funciones. Es claro que no quiere evaluaciones independientes, que no comprende —ni quiere— la función de los órganos autónomos y reguladores. La andanada destructora no cesa, se lanzó, irresponsablemente, contra el TEPJF por la decisión en Puebla. ¿Rectificar jamás? Al contrario, no para en su marcha destructora y su desmesura no tiene límites. AMLO le ha costado ya a México alrededor de 45 mil millones de dólares. Los presupuestos del INAI y del INEE juntos no llegan a 300. ¿Austeridad republicana o estrategia de aniquilamiento de los contrapesos, de concentración de poder?
Triste despertar. Las dudas se confirman.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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