La “austeridad republicana” es una trampa, y es preciso advertirlo antes de que, en su nombre, terminen por demolerse las instituciones que son la base de nuestro sistema democrático. México no está en crisis: México está en peligro.
Un peligro inminente. Si bien es cierto que López Obrador obtuvo el triunfo en la elección, con un porcentaje más que contundente, también lo es que muchos de quienes le otorgaron su voto lo hicieron no tanto por sus promesas —que esperaban se limitasen a simples hipérboles de campaña— sino por la esperanza de un cambio que nos llevara a un gobierno más eficiente, una sociedad más justa, una economía más desarrollada. El voto razonado, el voto del hartazgo, el voto de quienes se dieron cuenta de que el sistema no funcionaba y pusieron sus anhelos en manos de quien, al final de la jornada, resultó vencedor absoluto. “No le daremos un cheque en blanco”, decían.
Hoy, sin embargo, y a poco más de una semana de su peculiar toma de protesta, es evidente que las decisiones anunciadas por Andrés Manuel no están convirtiendo a la administración pública federal en un aparato de gobierno más eficiente, sino al contrario: la sangría de funcionarios con experiencia en los cargos más importantes, el pretendido y absurdo desplazamiento de las dependencias federales a otras ciudades y, sobre todo, el ataque inveterado a las instituciones autónomas que sirven como contrapeso, no pueden tener buen final.
Como tampoco pueden tenerlo los actos de demagogia con los que pretende aparentar una supuesta justicia social. Quienes decían no le habrían de otorgar un cheque en blanco, hoy aceptan sin chistar los ejercicios de oclocracia participativa impuestos a través de consultas que no son sino simulacros; quienes dijeron que asumirían una postura crítica hoy guardan silencio ante los ataques al federalismo y a la división de poderes. Quienes festejaron en el Zócalo el triunfo de la democracia, hoy celebran la sumisión que ante el Poder Ejecutivo muestra un Legislativo que le califica como “un personaje místico, un cruzado, un iluminado”, y se aprestan en contra del Judicial con el argumento falaz de que las medidas de “austeridad republicana” están dirigidas a lograr la redistribución del gasto público en beneficio de la población menos favorecida. No, no es cierto: la “austeridad republicana” no es sino una trampa para desmantelar las instituciones existentes y reemplazarlas por otras nuevas, a modo, como el pretendido Tribunal Constitucional, para lograr ejercer un poder absoluto. Si el interés fuera, en realidad, la justicia social, no se provocaría el encono; si el interés fuera el desarrollo económico, se tomarían decisiones más inteligentes.
Más inteligentes y, sobre todo, más acordes a la coyuntura geopolítica. Los precios del petróleo están bajando, y el mundo transita hacia las energías renovables; ¿vale la pena invertir en refinerías? Somos el país con más acuerdos comerciales, y un tratado recién firmado, con el mercado más grande del mundo, que nos abre las puertas a nuevos negocios basados en servicios de alto valor agregado; ¿es el momento de cerrar nuestras oficinas comerciales en el extranjero y desaparecer los apoyos a emprendedores? El turismo es una de nuestras principales fuentes de ingreso, y el soporte principal de muchas comunidades; ¿vamos a dejar de promocionarlo por un incierto Tren Maya, al que los pasajeros habrán de llegar tras un calvario en los aeropuertos de la Ciudad de México? El aeropuerto de Santa Lucía ha probado ser un despropósito en el que los titulares de las dependencias no pueden ponerse de acuerdo y que ni siquiera ha sido aprobado por las autoridades internacionales; ¿vamos a pagar más por la cancelación de un proyecto seguro que por su propia construcción? ¿Es prudente provocar incertidumbre en los mercados?
La “austeridad republicana” es una trampa, en cuyo nombre se está construyendo un gobierno menos eficiente, pero más autoritario; una sociedad menos justa, pero más dividida; una economía menos desarrollada, pero sujeta a la ideología de un individuo que anhela regresar al modelo de país de los años setenta del siglo pasado.
Traidor no es quien critica al líder por quien votó; traidor es quien, a pesar de vislumbrar sus errores, le sigue otorgando un cheque en blanco.
Un peligro inminente. Si bien es cierto que López Obrador obtuvo el triunfo en la elección, con un porcentaje más que contundente, también lo es que muchos de quienes le otorgaron su voto lo hicieron no tanto por sus promesas —que esperaban se limitasen a simples hipérboles de campaña— sino por la esperanza de un cambio que nos llevara a un gobierno más eficiente, una sociedad más justa, una economía más desarrollada. El voto razonado, el voto del hartazgo, el voto de quienes se dieron cuenta de que el sistema no funcionaba y pusieron sus anhelos en manos de quien, al final de la jornada, resultó vencedor absoluto. “No le daremos un cheque en blanco”, decían.
Hoy, sin embargo, y a poco más de una semana de su peculiar toma de protesta, es evidente que las decisiones anunciadas por Andrés Manuel no están convirtiendo a la administración pública federal en un aparato de gobierno más eficiente, sino al contrario: la sangría de funcionarios con experiencia en los cargos más importantes, el pretendido y absurdo desplazamiento de las dependencias federales a otras ciudades y, sobre todo, el ataque inveterado a las instituciones autónomas que sirven como contrapeso, no pueden tener buen final.
Como tampoco pueden tenerlo los actos de demagogia con los que pretende aparentar una supuesta justicia social. Quienes decían no le habrían de otorgar un cheque en blanco, hoy aceptan sin chistar los ejercicios de oclocracia participativa impuestos a través de consultas que no son sino simulacros; quienes dijeron que asumirían una postura crítica hoy guardan silencio ante los ataques al federalismo y a la división de poderes. Quienes festejaron en el Zócalo el triunfo de la democracia, hoy celebran la sumisión que ante el Poder Ejecutivo muestra un Legislativo que le califica como “un personaje místico, un cruzado, un iluminado”, y se aprestan en contra del Judicial con el argumento falaz de que las medidas de “austeridad republicana” están dirigidas a lograr la redistribución del gasto público en beneficio de la población menos favorecida. No, no es cierto: la “austeridad republicana” no es sino una trampa para desmantelar las instituciones existentes y reemplazarlas por otras nuevas, a modo, como el pretendido Tribunal Constitucional, para lograr ejercer un poder absoluto. Si el interés fuera, en realidad, la justicia social, no se provocaría el encono; si el interés fuera el desarrollo económico, se tomarían decisiones más inteligentes.
Más inteligentes y, sobre todo, más acordes a la coyuntura geopolítica. Los precios del petróleo están bajando, y el mundo transita hacia las energías renovables; ¿vale la pena invertir en refinerías? Somos el país con más acuerdos comerciales, y un tratado recién firmado, con el mercado más grande del mundo, que nos abre las puertas a nuevos negocios basados en servicios de alto valor agregado; ¿es el momento de cerrar nuestras oficinas comerciales en el extranjero y desaparecer los apoyos a emprendedores? El turismo es una de nuestras principales fuentes de ingreso, y el soporte principal de muchas comunidades; ¿vamos a dejar de promocionarlo por un incierto Tren Maya, al que los pasajeros habrán de llegar tras un calvario en los aeropuertos de la Ciudad de México? El aeropuerto de Santa Lucía ha probado ser un despropósito en el que los titulares de las dependencias no pueden ponerse de acuerdo y que ni siquiera ha sido aprobado por las autoridades internacionales; ¿vamos a pagar más por la cancelación de un proyecto seguro que por su propia construcción? ¿Es prudente provocar incertidumbre en los mercados?
La “austeridad republicana” es una trampa, en cuyo nombre se está construyendo un gobierno menos eficiente, pero más autoritario; una sociedad menos justa, pero más dividida; una economía menos desarrollada, pero sujeta a la ideología de un individuo que anhela regresar al modelo de país de los años setenta del siglo pasado.
Traidor no es quien critica al líder por quien votó; traidor es quien, a pesar de vislumbrar sus errores, le sigue otorgando un cheque en blanco.
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