No son errores, dicen unos: es su manera de tantear el terreno. No son errores, dicen otros: es parte de la estrategia. No son errores, dicen unos más: es su forma de mandar un mensaje.
Su manera de ejercer la democracia participativa, su forma de hacer justicia, el mero preámbulo a un estilo de gobierno que no estará atado a los intereses de la mafia en el poder: el anuncio —a quien necesite escucharlo— de quién es el que manda ahora. Estadista, justiciero, reformador. Como quieran llamarle: lo cierto es que, a unas cuantas semanas de que asuma el poder y, tras meses de una transición de terciopelo en la que la administración actual —con prudencia— evitó cualquier confrontación con los entrantes y —con astucia— cedió el espacio público a quien —tras su victoria incontrovertible— no ha sabido entender el cambio en la narrativa, la reacción de los mercados financieros ante los repetidos avisos de lo que se avecina no ha sido positiva.
México no es, en absoluto, una economía independiente. Ninguna lo es, de hecho: todas las economías mundiales están relacionadas entre sí, en un entramado en el que los grandes inversores son conglomerados que velan, ante todo, por la seguridad de sus propios intereses. Poca importancia tiene, para quien toma una decisión en Zúrich o Hong Kong, saber que el NAIM se canceló porque los fifís querían hacer un Santa Fe en Texcoco, o porque su destrucción física marca el cambio —onanista— a una supuesta cuarta transformación: el mero riesgo de que las economías nacionales no hagan frente a sus obligaciones, de manera normal, es suficiente y necesario para que quienes toman tales decisiones miren hacia otros horizontes. México pretendía tener el tercer aeropuerto en importancia del mundo, que hubiera permitido no sólo el supuesto transporte de lujo de los fifís que ayer marchamos en contra de una decisión intransigente, sino la transformación de nuestro país en un polo de desarrollo conectado con el mundo entero, capaz de generar oportunidades de negocio —y de empleo— para un país que pretende despertar al mundo y atraer inversión extranjera.
Una inversión extranjera ante la cual tendremos que ser realistas: cuando los capitales se alejen a partir de ahora, como lo están haciendo, no se tratará del resultado de la administración saliente —que ha sido absuelta en los hechos y las declaraciones por el mismo presidente electo— sino del resultado de un periodo de transición mal entendido, en el que quienes tendrían que comenzar a ejercer el poder no han hecho sino desvelar sus propias intrigas: no sólo es absurdo que el Legislativo tenga que ser desmentido por el próximo titular del Ejecutivo, sino que es incomprensible que las dirigencias del partido en el poder se empeñen en marcar las diferencias entre sus propios seguidores. México no necesita que se ahonde entre las diferencias entre unos y otros, entre chairos y fifís: hasta hace unos meses tan sólo éramos mexicanos preocupados por lo que habría de pasar en nuestra nación. Votar por uno u otro no era sino una opción, en aquel momento: haberlo hecho, ahora, parece que tendría que definirnos.
Y no es así. Pero es preciso entenderlo y entender, también, que hemos cambiado de etapa. Que lo que votamos hace unos meses no es lo mismo que estamos obteniendo y, mucho menos, lo que habremos de tener cuando la cuarta transformación se culmine: lo que tenemos, ahora, no es sino una improvisación sobre la otra. Improvisaciones que, en ocasiones, nos traen a un stripper a la escena pública; en otras, al que ganó su curul desde Canadá; en unas más, a la líder más cuestionada del sindicato más dudoso. Ministras, líderes magisteriales, senadores, diputados, alfiles y operadores. Un Mesías, un movimiento, tres partidos y cientos de intereses alrededor de todos ellos. Corrientes de izquierda, compromisos de ultraderecha; intereses sindicales, estructuras partidistas, familias que ahora se dividen —de acuerdo con el designio del amado líder— en chairos y fifís.
No son errores, dicen unos. Tal vez tendrían que entender que no son sino el resultado de tantos intereses encontrados y un liderazgo que no sabe cómo resolver las diferencias con las que tendrá que lidiar, una vez que asuma el poder. El error de octubre… el de noviembre… y los que les siguen. Al menos seis años.
Su manera de ejercer la democracia participativa, su forma de hacer justicia, el mero preámbulo a un estilo de gobierno que no estará atado a los intereses de la mafia en el poder: el anuncio —a quien necesite escucharlo— de quién es el que manda ahora. Estadista, justiciero, reformador. Como quieran llamarle: lo cierto es que, a unas cuantas semanas de que asuma el poder y, tras meses de una transición de terciopelo en la que la administración actual —con prudencia— evitó cualquier confrontación con los entrantes y —con astucia— cedió el espacio público a quien —tras su victoria incontrovertible— no ha sabido entender el cambio en la narrativa, la reacción de los mercados financieros ante los repetidos avisos de lo que se avecina no ha sido positiva.
México no es, en absoluto, una economía independiente. Ninguna lo es, de hecho: todas las economías mundiales están relacionadas entre sí, en un entramado en el que los grandes inversores son conglomerados que velan, ante todo, por la seguridad de sus propios intereses. Poca importancia tiene, para quien toma una decisión en Zúrich o Hong Kong, saber que el NAIM se canceló porque los fifís querían hacer un Santa Fe en Texcoco, o porque su destrucción física marca el cambio —onanista— a una supuesta cuarta transformación: el mero riesgo de que las economías nacionales no hagan frente a sus obligaciones, de manera normal, es suficiente y necesario para que quienes toman tales decisiones miren hacia otros horizontes. México pretendía tener el tercer aeropuerto en importancia del mundo, que hubiera permitido no sólo el supuesto transporte de lujo de los fifís que ayer marchamos en contra de una decisión intransigente, sino la transformación de nuestro país en un polo de desarrollo conectado con el mundo entero, capaz de generar oportunidades de negocio —y de empleo— para un país que pretende despertar al mundo y atraer inversión extranjera.
Una inversión extranjera ante la cual tendremos que ser realistas: cuando los capitales se alejen a partir de ahora, como lo están haciendo, no se tratará del resultado de la administración saliente —que ha sido absuelta en los hechos y las declaraciones por el mismo presidente electo— sino del resultado de un periodo de transición mal entendido, en el que quienes tendrían que comenzar a ejercer el poder no han hecho sino desvelar sus propias intrigas: no sólo es absurdo que el Legislativo tenga que ser desmentido por el próximo titular del Ejecutivo, sino que es incomprensible que las dirigencias del partido en el poder se empeñen en marcar las diferencias entre sus propios seguidores. México no necesita que se ahonde entre las diferencias entre unos y otros, entre chairos y fifís: hasta hace unos meses tan sólo éramos mexicanos preocupados por lo que habría de pasar en nuestra nación. Votar por uno u otro no era sino una opción, en aquel momento: haberlo hecho, ahora, parece que tendría que definirnos.
Y no es así. Pero es preciso entenderlo y entender, también, que hemos cambiado de etapa. Que lo que votamos hace unos meses no es lo mismo que estamos obteniendo y, mucho menos, lo que habremos de tener cuando la cuarta transformación se culmine: lo que tenemos, ahora, no es sino una improvisación sobre la otra. Improvisaciones que, en ocasiones, nos traen a un stripper a la escena pública; en otras, al que ganó su curul desde Canadá; en unas más, a la líder más cuestionada del sindicato más dudoso. Ministras, líderes magisteriales, senadores, diputados, alfiles y operadores. Un Mesías, un movimiento, tres partidos y cientos de intereses alrededor de todos ellos. Corrientes de izquierda, compromisos de ultraderecha; intereses sindicales, estructuras partidistas, familias que ahora se dividen —de acuerdo con el designio del amado líder— en chairos y fifís.
No son errores, dicen unos. Tal vez tendrían que entender que no son sino el resultado de tantos intereses encontrados y un liderazgo que no sabe cómo resolver las diferencias con las que tendrá que lidiar, una vez que asuma el poder. El error de octubre… el de noviembre… y los que les siguen. Al menos seis años.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario