Para la administración pública, el brinco de la incertidumbre a la confianza es siempre un reto mayor. Andrés Manuel López Obrador lo tiene resuelto con la población, no así con el minoritario pero estratégico sector inversionista. La cancelación del aeropuerto en Texcoco tuvo efectos que confirman la hipótesis: en la población aumentó la confianza y el acuerdo con el Presidente electo; en el sector inversionista se disparó la preocupación con respecto al manejo de la economía.
El apoyo popular a la medida refleja la idea de un presidente que decide y actúa con determinación, sobre todo, a partir de la tesis de que la obra estaba asociada a la corrupción.
Por otra parte, para el inversionista y el sector empresarial fue preocupante en sí misma la discrecionalidad, además lo que ellos perciben, casi de manera unánime, como un error. Una obra ya en proceso, emblemática del progreso y de la modernidad, cancelada, y una alternativa discutible en su factibilidad y evaluada con explícitas reservas en su funcionalidad, no tienen sentido para el inversionista.
La decisión genera un desencuentro entre la mayoría de la población y el sector inversionista, al que se le suma una parte calificada de opinadores. El asunto no se resuelve con el acuerdo con los intereses económicos afectados; lo que preocupa no son las empresas en específico, sino la política pública del nuevo régimen y su forma de tomar decisiones.
La opinión pública es complaciente porque no tiene a su alcance los costos de decisiones aparentemente cómodas o incontrovertibles. El mismo Presidente electo lo ha señalado, no hay respuestas fáciles, siempre se resuelven a partir de males mayores o menores. Por tal consideración debe haber un criterio que pondere a la opinión pública, pero también el criterio técnico y el sentido común, espacios donde el nuevo gobierno puede hallar elementos para un potencial acuerdo con el sector inversionista.
Andrés Manuel López Obrador puede gobernar a partir de mantener su mayoría, pero tendrá que hacer un esfuerzo mayor para lograr la confianza de todos. El país no se puede mover adonde el presidente quiere sin la participación de las minorías, sociales, políticas y económicas. Mantener la autonomía del Banco de México y el equilibrio entre ingreso y gasto públicos es un factor importante.
También es muy bien recibida en ese medio la convocatoria para que el sector privado se involucre en los planes de desarrollo y construcción de infraestructura. El propósito de crecimiento al 4 por ciento necesariamente supone inversión pública y privada.
La cuestión, nada menor, es que el inversionista participa donde hay utilidades, su ética es la del negocio. La idea del político es diferente y el anhelo por el bienestar de sus votantes, con frecuencia pasa por alto las reglas que, nos gusten o no, impone la economía desde siempre, y más ahora en un mundo globalizado. No hay antecedente de gobierno de un país que se desentienda de las leyes del mercado y que haya podido sobrevivir para contarlo.
En lo que hace al tema de la corrupción, la situación es distinta. No solo es un anhelo popular. Contrario a lo que algunos radicales creen, también los empresarios y los inversionistas aspiran a que se abata y comparten el deseo generalizado de castigar el abuso, pero hay un problema estructural e histórico en la materia, además de una precaria cultura de la legalidad.
El Presidente electo es creíble en cuanto a su persona y su voluntad en relación a su honestidad, pero el reto para combatir la venalidad está en los instrumentos, las acciones y las estrategias. La determinación presidencial cuenta y mucho, pero también se requiere actuar frente a los incentivos afirmativos y negativos que inciden en el problema.
El inversionista y muchos otros advierten cierta candidez en el argumento presidencial, más cuando se acompaña de un propósito de amnistía u olvido a la corrupción del pasado. En otras palabras, la lucha contra la corrupción es, esencialmente, abatir la impunidad, y esto es un tema de legalidad y de institucionalidad, no de cualquier forma de asambleísmo popular.
Ganar la confianza es cuestión de resultados y,afortunadamente, ésa es también la convicción del Presidente electo: que pronto los resultados mostrarán las bondades y virtudes de su propuesta y de su proyecto de la cuarta transformación.
Los resultados, para bien o para mal, en buena parte se vuelven cifras. El empleo, la inflación, la renta per cápita, el crecimiento, el tipo de cambio, el comportamiento de la bolsa de valores, también la incidencia delictiva, la salud, la educación, la vivienda y hasta la corrupción como percepción se vuelven indicadores y expresiones numéricas. La aprobación y el acuerdo presidencial se expresan en números, también los votos. Todo está por verse.
A la larga, la confianza la dan los resultados, no los propósitos. Ésta es, más que todo, producto de un sistema, no de un hombre.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El apoyo popular a la medida refleja la idea de un presidente que decide y actúa con determinación, sobre todo, a partir de la tesis de que la obra estaba asociada a la corrupción.
Por otra parte, para el inversionista y el sector empresarial fue preocupante en sí misma la discrecionalidad, además lo que ellos perciben, casi de manera unánime, como un error. Una obra ya en proceso, emblemática del progreso y de la modernidad, cancelada, y una alternativa discutible en su factibilidad y evaluada con explícitas reservas en su funcionalidad, no tienen sentido para el inversionista.
La decisión genera un desencuentro entre la mayoría de la población y el sector inversionista, al que se le suma una parte calificada de opinadores. El asunto no se resuelve con el acuerdo con los intereses económicos afectados; lo que preocupa no son las empresas en específico, sino la política pública del nuevo régimen y su forma de tomar decisiones.
La opinión pública es complaciente porque no tiene a su alcance los costos de decisiones aparentemente cómodas o incontrovertibles. El mismo Presidente electo lo ha señalado, no hay respuestas fáciles, siempre se resuelven a partir de males mayores o menores. Por tal consideración debe haber un criterio que pondere a la opinión pública, pero también el criterio técnico y el sentido común, espacios donde el nuevo gobierno puede hallar elementos para un potencial acuerdo con el sector inversionista.
Andrés Manuel López Obrador puede gobernar a partir de mantener su mayoría, pero tendrá que hacer un esfuerzo mayor para lograr la confianza de todos. El país no se puede mover adonde el presidente quiere sin la participación de las minorías, sociales, políticas y económicas. Mantener la autonomía del Banco de México y el equilibrio entre ingreso y gasto públicos es un factor importante.
También es muy bien recibida en ese medio la convocatoria para que el sector privado se involucre en los planes de desarrollo y construcción de infraestructura. El propósito de crecimiento al 4 por ciento necesariamente supone inversión pública y privada.
La cuestión, nada menor, es que el inversionista participa donde hay utilidades, su ética es la del negocio. La idea del político es diferente y el anhelo por el bienestar de sus votantes, con frecuencia pasa por alto las reglas que, nos gusten o no, impone la economía desde siempre, y más ahora en un mundo globalizado. No hay antecedente de gobierno de un país que se desentienda de las leyes del mercado y que haya podido sobrevivir para contarlo.
En lo que hace al tema de la corrupción, la situación es distinta. No solo es un anhelo popular. Contrario a lo que algunos radicales creen, también los empresarios y los inversionistas aspiran a que se abata y comparten el deseo generalizado de castigar el abuso, pero hay un problema estructural e histórico en la materia, además de una precaria cultura de la legalidad.
El Presidente electo es creíble en cuanto a su persona y su voluntad en relación a su honestidad, pero el reto para combatir la venalidad está en los instrumentos, las acciones y las estrategias. La determinación presidencial cuenta y mucho, pero también se requiere actuar frente a los incentivos afirmativos y negativos que inciden en el problema.
El inversionista y muchos otros advierten cierta candidez en el argumento presidencial, más cuando se acompaña de un propósito de amnistía u olvido a la corrupción del pasado. En otras palabras, la lucha contra la corrupción es, esencialmente, abatir la impunidad, y esto es un tema de legalidad y de institucionalidad, no de cualquier forma de asambleísmo popular.
Ganar la confianza es cuestión de resultados y,afortunadamente, ésa es también la convicción del Presidente electo: que pronto los resultados mostrarán las bondades y virtudes de su propuesta y de su proyecto de la cuarta transformación.
Los resultados, para bien o para mal, en buena parte se vuelven cifras. El empleo, la inflación, la renta per cápita, el crecimiento, el tipo de cambio, el comportamiento de la bolsa de valores, también la incidencia delictiva, la salud, la educación, la vivienda y hasta la corrupción como percepción se vuelven indicadores y expresiones numéricas. La aprobación y el acuerdo presidencial se expresan en números, también los votos. Todo está por verse.
A la larga, la confianza la dan los resultados, no los propósitos. Ésta es, más que todo, producto de un sistema, no de un hombre.
@liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario