Hoy día, cualquier individuo medianamente capacitado puede publicar sus opiniones en la red, así de esperpénticas que resulten y así de desinformadas como hayan sido de origen.
Podemos exagerar, mentir, distorsionar, inventar y denostar con la más grande y satisfactoria de las impunidades. Nos hemos ganado a pulso, según parece, la prerrogativa de ser escuchados universalmente aunque, en los hechos, nuestros probables interlocutores sean otros sujetos de nuestra misma subespecie, igual de rencorosos, de zafios o de malintencionados.
La deliberada propagación de embustes termina no siendo demasiado dañina —excepto tal vez para los primerísimos implicados— pero hay ocasiones en que las patrañas sí tienen consecuencias negativas, especialmente para los más crédulos o los más supersticiosos de nosotros: ya hay gente que no vacuna a sus hijos y otra que se cree que mascando verduritas y trincándose brebajes de compuestos “orgánicos” se va a librar de los horrores de un sarcoma.
Las más de las veces, los mentirosos no se contentan de propalar falsedades sino que se solazan en insultar: no soportan, por su propia condición de intolerantes, la diversidad de opiniones ni la menor impugnación a esa suerte de realidad paralela que se han fabricado. Y así, son incapaces de leer un simple artículo cargado de datos sin descalificar al autor, en esa estrategia, tan socorrida, de arremeter contra la persona en lugar de cotejar las cifras o de desmontar razonadamente los argumentos. Tampoco digieren, desde luego, las divergencias ideológicas ni las posturas políticas de sus contrarios: como si la artera elaboración de engaños no fuere lo suficientemente inmoderada, necesitan encima de que se vuelva una verdad única, absoluta e incontrovertible. Siempre han existido los fanáticos provocadores, es cierto, pero antes debían decirte las cosas de frente, cara a cara, afrontando las posibles derivaciones de haber lanzado un abierto desafío. Ya no. Ahora son cada vez más vociferantes pero, a la vez, más comodones: se acogen interesada y cobardemente al provechoso anonimato, justamente, de las redes. Signo de estos tiempos: las palabras nunca habían salido tan baratas.
Podemos exagerar, mentir, distorsionar, inventar y denostar con la más grande y satisfactoria de las impunidades. Nos hemos ganado a pulso, según parece, la prerrogativa de ser escuchados universalmente aunque, en los hechos, nuestros probables interlocutores sean otros sujetos de nuestra misma subespecie, igual de rencorosos, de zafios o de malintencionados.
La deliberada propagación de embustes termina no siendo demasiado dañina —excepto tal vez para los primerísimos implicados— pero hay ocasiones en que las patrañas sí tienen consecuencias negativas, especialmente para los más crédulos o los más supersticiosos de nosotros: ya hay gente que no vacuna a sus hijos y otra que se cree que mascando verduritas y trincándose brebajes de compuestos “orgánicos” se va a librar de los horrores de un sarcoma.
Las más de las veces, los mentirosos no se contentan de propalar falsedades sino que se solazan en insultar: no soportan, por su propia condición de intolerantes, la diversidad de opiniones ni la menor impugnación a esa suerte de realidad paralela que se han fabricado. Y así, son incapaces de leer un simple artículo cargado de datos sin descalificar al autor, en esa estrategia, tan socorrida, de arremeter contra la persona en lugar de cotejar las cifras o de desmontar razonadamente los argumentos. Tampoco digieren, desde luego, las divergencias ideológicas ni las posturas políticas de sus contrarios: como si la artera elaboración de engaños no fuere lo suficientemente inmoderada, necesitan encima de que se vuelva una verdad única, absoluta e incontrovertible. Siempre han existido los fanáticos provocadores, es cierto, pero antes debían decirte las cosas de frente, cara a cara, afrontando las posibles derivaciones de haber lanzado un abierto desafío. Ya no. Ahora son cada vez más vociferantes pero, a la vez, más comodones: se acogen interesada y cobardemente al provechoso anonimato, justamente, de las redes. Signo de estos tiempos: las palabras nunca habían salido tan baratas.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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