Las políticas públicas tienen consecuencias

Las políticas públicas tienen consecuencias
Obrador no ha dejado el más mínimo espacio vacío. Comenzó a toda velocidad el período de transición y su protagonismo sigue siendo absoluto. Tan constante es su presencia que pareciera ya un presidente de la República en funciones. Enrique Peña, por su parte, le ha cedido discretamente los reflectores y no pretende siquiera validar declaradamente sus logros en oposición a lo que pudiere ser un lapidario cuestionamiento de su mandato. Pero, hay que decirlo, tampoco ha arremetido el virtual presidente electo contra su antecesor. Llevan la fiesta en paz, vamos, excepto por ese posible desaire que significó la ausencia del primero en la cumbre de la Alianza del Pacífico recientemente celebrada en Puerto Vallarta, justificada por razones de normatividad, o algo así, en tanto que al ganador de las pasadas elecciones no se le ha otorgado aún su constancia de presidente oficialmente electo.

Naturalmente, tamaña hiperactividad se manifiesta en el planteamiento de propuestas, planes, promesas y proyectos concretos. Buena parte de estos propósitos habían sido ya formulados en la campaña como ofrecimientos a un electorado que les confería la potencia de transformar a México en un país mejor y, sobre todo, menos corrupto. El abanico de ofertas era muy amplio e iba desde la cancelación pura y simple de las reformas estructurales implementadas por el actual régimen hasta medidas tan puntuales como la venta del avión presidencial, la construcción de refinerías, la creación de decenas de universidades públicas o la suspensión definitiva del proyecto del nuevo aeropuerto internacional en el valle de México.

Poco a poco, varias de las antiguas propuestas se han ido plasmando en programas precisos y otras parecen haber sido dejadas de lado, por lo menos momentáneamente. Los nombramientos de los futuros miembros del Gabinete son también indicios del rumbo que tomará la siguiente Administración. Por lo pronto, las señales dadas no han provocado un derrumbe de nuestra divisa ni mucho menos: la comunidad de negocios, los inversores internacionales y los mercados en general no han reaccionado de manera negativa y esto es una muy buena noticia para conjurar los temores de que Obrador pudiere aplicar políticas desestabilizadoras para la economía nacional. Además, miembros de su equipo participan ya en las negociaciones sobre el futuro del TLC y han establecido de igual manera vínculos con los más conspicuos miembros de la comunidad empresarial.

Ahora bien, algunas de las medidas ya anunciadas no terminan de ser enteramente convincentes en lo que toca a sus posibles bondades: para mayores señas, la descentralización del aparato gubernamental implicaría, de entrada, una descomunal erogación de recursos públicos siendo que el futuro presidente de la República pretende cumplimentar su gestión bajo el sello de la austeridad. Una mudanza de estas dimensiones es costosísima bajo cualquier punto de vista. Y, la propuesta parece contradictoria en sí misma: se plantea reducir el tamaño global de la burocracia y, al mismo tiempo, se le confiere a ésta la condición de un auténtico detonador de las economías locales, como si el sector público fuere un motor del consumo, del comercio y del empleo. En este último apartado, ¿se programa una ola de despidos entre el llamado personal de confianza y se proyecta paralelamente el aumento de la población en las capitales del interior con la incorporación de miles de empleados obligados, encima, a abandonar su plaza de origen?

Hay un costo humano, también: no es nada evidente que 190 mil funcionarios encuentren alegremente un nuevo trabajo al día siguiente de ser despedidos. Señalemos que el Estado es un importante empleador y vaticinemos, por lo tanto, que la medida pudiere tener un impacto muy perjudicial: la gente que echas a la calle ha adquirido compromisos —rentas, pagos de hipotecas y colegiaturas, deudas de tarjetas de crédito— que, de la noche a la mañana, ya no puede solventar. Estamos hablando, aquí, de la inminente aparición —sobre todo en la capital de la República— de un colectivo de miles de mujeres y hombres privados súbitamente de un ingreso con el que no sólo mantienen a sus familias sino que les otorga una condición de consumidores directos de bienes y servicios. Retirarlos bruscamente del mercado, ¿no tendrá acaso consecuencias en la economía de Ciudad de México y de las otras localidades donde se asientan organismos del Gobierno federal?

El tema inmobiliario es también relevante, en lo que se refiere a la antedicha descentralización: se dibuja, en el horizonte de una capital del país privada de la práctica totalidad de sus dependencias gubernamentales, un escenario de edificios de oficinas vacías. Suponemos igualmente que ocurrirá un desplome en la demanda de espacios. ¿Habrá menos inversiones en el sector de la construcción?

Desde luego que se crearán nuevos centros de trabajo en Tlaxcala, Chetumal, Villahermosa, Campeche, Pachuca y Colima, entre otras ciudades, pero ¿con qué dinero se van a construir o, en el mejor de los casos, a acondicionar?

Vivimos en un país desaforadamente centralizado, es cierto. Las capitales de las naciones, sin embargo, siempre han sido eso, capitales. Es decir, sedes de los Poderes y de los diferentes organismos de la Administración. Así son Londres, Moscú, Tokio y Washington. En México vamos a comenzar un experimento muy costoso y, creo yo, de alto riesgo. Al tiempo.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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